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– ¿No sabéis que no se puede parar? -dijo el soldado, hosco.

Me di cuenta de que tenía el dedo en el disparador.

– Ya nos vamos. Lo siento, ya nos vamos.

Mi hermana tiró de mí y se me llevó de allí a empujones.

Montamos en las bicicletas y seguimos adelante. Pero en seguida tuvimos que detenernos y dar la vuelta. Habían cortado el bulevar de la Paz Eterna en dirección a la plaza de Tiananmen.

– ¿Has visto esos autobuses y camiones quemados? -preguntó mi hermana-. ¿Por qué siguen allí, junto a las aceras?

– Yo pensaba que ya lo habrían quitado todo.

– Debía de haber demasiados.

– ¿No dijeron quinientos ayer en la televisión? -pregunté.

– Eso creo -respondió mi hermana.

Cuando volvimos a pasar por delante de la Universidad de Pekín, ya de regreso, el campus estaba rodeado de soldados bien armados, con varios controles militares. Había patrullas en las calles, rodeando la universidad.

– Hay grandes noticias -dijo mi madre en cuanto entramos en el apartamento-. Fang Lizhi y su esposa están en la embajada de Estados Unidos. Tratan de lograr asilo político.

– ¿Cómo ha ocurrido? -pregunté pensando en la policía secreta que había ante la puerta de casa del profesor Fang Lizhi.

– ¡Qué humillación! -rió mi madre-. ¡A quienquiera que los estuviera vigilando se le va a caer el pelo!

– ¿Qué les va a pasar? -preguntó mi hermana.

– El gobierno chino no puede hacerles nada mientras estén dentro de la embajada -respondió Eimin, que había estado esperando con mi madre a que volviéramos-. El terreno de la embajada de Estados Unidos está bajo jurisdicción norteamericana, no china.

– Pero no pueden abandonar el país, ¿no? -preguntó mi madre.

– No. Seguro que los detendrían en cuanto pusieran un pie fuera de la embajada.

En el informativo de la noche se dieron pocos detalles sobre el incidente, pero sí retransmitieron las duras palabras con que se exigía al gobierno estadounidense que entregara al profesor Fang y a su esposa, lo cual era sorprendente. El gobierno de Estados Unidos no tardó en responder, negándose a satisfacer las exigencias chinas. Inmediatamente los dos países entraron en un intenso pulso político y tanto la cámara de representantes como el senado de Estados Unidos aprobaron por unanimidad la decisión del presidente Bush de suspender la cooperación militar con China. El gobierno norteamericano anunció que los cuarenta y cinco mil chinos que había en Estados Unidos podrían quedarse allí aun después de que caducaran sus visados.

Cuando la embajada norteamericana volvió a abrir al cabo de unos días, se les concedió un visado a todas las personas que habían estado esperando fuera en largas colas. El gobierno chino, ansioso por demostrar que las drásticas medidas del 4 de junio sólo iban dirigidas a «un pequeño grupo de elementos contrarrevolucionarios», no impidió que la gente que ya tenía el pasaporte solicitara un visado para Estados Unidos. Sin embargo, lo que sí hizo el gobierno chino fue no expedir más pasaportes nuevos. El profesor Fang y su esposa permanecieron algún tiempo en la embajada. Al final se les permitió abandonar China en 1991.

Unos días después recibí una carta de Hanna diciéndome que ella y Jerry se habían casado y que abandonaban China en seguida.

«Espero que tú también salgas pronto -me decía-. Cuando llegues, llámame desde donde estés.»

El 9 de junio, Deng Xiaoping apareció en público por primera vez desde la matanza y ofreció una recepción para oficiales de alto rango del ejército en su complejo de Zhongnanhai. Más tarde se hizo pública una versión simplificada de su discurso. Deng Xiaoping inició la recepción proponiendo que «nos pongamos de pie para rendir un silencioso tributo a los mártires» de las tropas. Les dijo a los asistentes que el editorial del Diario del Pueblo del 26 de abril no se equivocaba al catalogar el Movimiento Estudiantil como «anarquía». «La palabra anarquía es apropiada -siguió diciendo-. Lo que ha ocurrido demuestra que la afirmación era correcta. También era inevitable que la situación se fuera transformando en una rebelión contrarrevolucionaria.»

Para los ciudadanos chinos de a pie, la aparición y el discurso de Deng Xiaoping suponían un claro mensaje. Nos estaba diciendo quién ejercía el mando cuando los tanques entraron en Pekín y quién seguía al mando en aquellos momentos.

El verano se había hecho aún más caluroso. No salí mucho, en parte por el calor y en parte porque no tenía ningún motivo para hacerlo. Soldados armados patrullaban por las calles de Pekín y había controles en todas partes. Las empresas extranjeras habían repatriado a sus empleados y en algunos casos habían suspendido toda su actividad en China. La gente que tenía que ir a trabajar así lo hacía, pero regresaba directamente a casa en cuanto podía. Me pasaba la mayor parte del día leyendo, sobre todo libros; no había nada que me interesara leer en los periódicos oficiales. Toda la prensa extranjera estaba prohibida y los periodistas de otros países se habían marchado o habían sido expulsados.

«Los habitantes de Pekín ofrecieron un caluroso recibimiento a las tropas que restablecieron la ley marcial -decía un artículo del periódico-. Para combatir el calor agobiante, grupos de vecinos llevaron agua fría a los soldados que vigilaban las calles y los edificios importantes. Las cuadrillas también organizaron repartos de comida a las tropas, con sandías incluidas.» Un par de días después, el mismo periódico escribía: «Para mantener el mayor estado de alerta y seguridad, las tropas han confiscado la comida y el agua de los individuos no organizados». Unas páginas más adelante, un pequeño artículo informaba de que veinte soldados habían resultado envenenados después de beber el agua que les había llevado una simpática ancianita.

El 12 de junio se expidieron sendas órdenes de arresto contra Fang Lizhi y su esposa Li Shuxian, todavía refugiados en la embajada de Estados Unidos. Al día siguiente, en las noticias de la tarde del canal Central Uno dieron a conocer la lista de las veintiuna personas «más buscadas», acompañada de fotografías:

Número uno: Wang Dan, estudiante de primer curso de la Universidad de Pekín, presidente de la Asociación Autónoma de Estudiantes (AAE), estatura media…

Número dos: Wuerkaixi, estudiante de primer curso de la Universidad Normal de Pekín, líder de la AAE. Alto, ojos grandes…

Número tres: Liu Gang, licenciado de la Universidad de Pekín…

Número cuatro: Chai Ling, alumna de posgrado en la Universidad Normal de Pekín, comandante en jefe del Centro de Mando Estudiantil en la plaza de Tiananmen. Estatura: 1,55 metros, cara redonda, cabello corto, ojos pequeños…

Número catorce: Feng Congde, estudiante de posgrado en la Universidad de Pekín…

El presentador continuó diciendo:

«La mayoría de estos fugitivos ha huido. Pero el ejército y la policía los capturará. El gobierno apela a los ciudadanos de la calle para que muestren un espíritu revolucionario y entreguen a los elementos anárquicos».

Miré los rostros de las personas que conocía en la pantalla del televisor. Me sorprendió ver a Liu Gang en uno de los puestos más altos de la lista de los más buscados, aun cuando no era líder de la AAE y no participó en la reunión con Li Peng. Entonces pensé en su antigua amistad con el profesor Fang Lizhi, el grupo con el que también Dong Yi estaba relacionado, y lo entendí. En aquel momento me di cuenta, además, del gran peligro que debía de correr Dong Yi y de por qué había tenido que abandonar a toda prisa Pekín. De pronto temí por su vida.

– Hay muchos de la Universidad de Pekín -comentó mi madre.

– Me alegro de que nos hayamos mudado -dijo Eimin.

– ¿Adónde irán?-pregunté.

– Da lo mismo. Los buscarán. Si hay una cosa que el Partido Comunista sabe hacer es volver a las bases -repuso Eimin con tono firme.

– Tal vez vayan a su ciudad natal -dijo mi hermana-. De vuelta con sus padres. Probablemente ellos serán los únicos que no los entregarán.

– Sin duda, no pueden confiar en nadie más -confirmó mi madre-. La gente hará cualquier cosa para salvarse. Fijaos en la Revolución Cultural, las tías entregaron a los sobrinos, las hermanas a los hermanos y los amigos se delataban unos a otros.

– Pues yo espero que escapen todos -tuve que interrumpir. No podía soportar la idea de que alguien que conociera delatase a Dong Yi.

La imagen de Chai Ling no me abandonó durante gran parte de la noche. No podía dormir, no hacía más que dar vueltas en la cama tratando de apartar su rostro de mi pensamiento. Me pregunté qué habrían pensado de ella los millones de telespectadores. Tenía un aspecto demasiado joven y frágil, un rostro demasiado aniñado para ser comandante en jefe. Me acordé de que, una vez, Chai Ling se había llevado unas ratas del laboratorio y las había soltado en la residencia. Al principio estábamos muertas de miedo, pero al cabo de un rato nos estábamos riendo tanto que lo único que pudimos hacer fue dejarnos caer en la cama. ¿Adónde habían ido a parar aquellos días de inocencia? Tenía los ojos fijos en la oscuridad y me preguntaba dónde estarían aquella noche mi antigua compañera de habitación y su marido, que ahora eran fugitivos.

A finales de junio habían sido arrestados en Pekín más de mil alborotadores «contrarrevolucionarios» y «elementos anarquistas», entre los que se contaban estudiantes, profesores, ciudadanos de a pie y obreros. Muchos de ellos fueron condenados a muerte a toda prisa en un carrusel de juicios y ejecutados públicamente de un disparo en la nuca. Luego, las familias tuvieron que pagar el precio de la bala antes de poder llevarse el cadáver.

Muchos estudiantes vivían con el miedo de que serían arrestados en cualquier momento, de que su futuro, inevitablemente, estaba arruinado. Algunos tenían tanto miedo de que los castigaran por haber participado en el Movimiento que ya no lograban dormir por la noche. Un día que estaba en casa ordenando fotografías de la época de mi infancia, uno de aquellos estudiantes vino a ver a mi madre. Tanto mi padre como Eimin se habían ido a trabajar y mi hermana había ido a visitar a su amiga del edificio de al lado.

– ¿Se acuerda de la concentración que hicimos en apoyo a la huelga de hambre, profesora Kang?

– Sí -respondió mi madre-. Asistió casi toda la universidad.

– Pronuncié un discurso en la concentración, ¿lo recuerda? Sí, aquel día habló mucha gente. Pero ¿y si alguno de los funcionarios de la universidad o tal vez un miembro de la policía secreta se acuerda de mí? He intentado no pensar en ello, pero no puedo evitarlo. Estoy aterrorizado. Hace días que no duermo. No, no tenía intención de hacerlo. Fue una cosa del momento. ¿Qué voy a hacer? Estoy agotado.

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