Cuando Eimin y yo encontramos la bandera del departamento de psicología en medio de la columna de más de kilómetro y medio de longitud que formaban los estudiantes de la Universidad de Pekín, mis antiguos compañeros de clase, a la sazón ya alumnos de posgrado, se alegraron mucho de verme y volvieron a recibirme entre sus filas con el mayor de los entusiasmos. Como siempre, Li estaba ocupada organizando las columnas. Lu Bin, el estudiante de último curso más alto y robusto, llevaría la bandera del departamento. Li intercambió unas palabras con los demás organizadores sobre si la marcha debía realizarse en grupos cerrados.
– De ese modo podemos asegurarnos que no se cuelen infiltrados -recalcó uno de ellos, un joven a quien no conocía. Debía de ser un estudiante de primer año.
– Es demasiado difícil mantener la formación. Sería mejor si dejáramos que todo el mundo fuese por donde quisiera. Con mucho gusto me iré paseando por entre la gente para cerciorarme de que no haya caras desconocidas -dijo Su, una estudiante de posgrado.
– Estoy de acuerdo con ella. Estemos todos alerta; ¿por qué no te encargas de la seguridad con Su? -dijo Li, dirigiéndose al joven de primer año.
En aquel preciso momento, un frágil anciano con bastón apareció delante de la multitud. Se quedó esperando con impaciencia a que se iniciara la marcha. Li fue corriendo a saludarlo a él y a quienes lo escoltaban.
Se trataba del profesor Huang, ya jubilado, que se había retirado en el departamento hacía cinco años. Yo había visto al profesor Huang en alguna ocasión en que asistió a actos del departamento, como la ceremonia en la que se nombró profesor honorario al premio Nobel Herbert Simon. Más adelante, cuando estaba considerando la posibilidad de marcharme a Estados Unidos, apelé a Huang, doctor por Stanford, para que me ayudara. Ya tenía más de ochenta años, no gozaba de buena salud y permanecía la mayor parte del tiempo sentado en el sofá de su salón, pero su mente seguía activa. Hablamos sobre el departamento, sobre mis planes de futuro y sobre sus experiencias en Estados Unidos casi medio siglo antes. Cuando le mostré mi expediente académico y le pregunté si le importaría recomendarme, contestó:
– Son las mejores calificaciones que he visto nunca. Por supuesto que no me importará.
– Muchas gracias por venir, profesor Huang -dijo Li en voz alta al tiempo que le tomaba la mano. Percibí la efusión en su voz.
– Me alegra que me hayáis invitado a venir. Hoy me siento bien. Estar con vosotros, los jóvenes, me hace sentir como si tuviera diez años menos -respondió el profesor con idéntico entusiasmo.
– ¡El profesor Huang ha venido a marchar con nosotros! -gritó Li para que lo oyera todo el mundo en el grupo de psicología. Su voz quedó inmediatamente ahogada por unos atronadores aplausos.
Pero hasta dos horas más tarde nuestra sección de la marcha no pudo avanzar. Resultó que los casi diez kilómetros del bulevar de la Paz Eterna del lado oeste estaban abarrotados de gente, a la que aún se sumaban personas que venían tanto por el norte como por el sur. El sol brillaba radiante cuando nuestra columna empezó a moverse, Lu Bin agitaba la bandera roja, que refulgía en lo alto. Yo caminaba junto al profesor Huang e intenté prestarle el apoyo de mi brazo. Pero al anciano profesor no le hacía falta ayuda. Caminaba con orgullo con su chaqueta Mao de un color gris que los muchos lavados habían descolorido, la barbilla alta y el paso firme.
El trayecto hacia la plaza de Tiananmen fue lento, puesto que había demasiadas personas y vehículos intentando acceder al lugar. Posteriormente se informó de que el 18 de mayo fue testigo de la mayor manifestación que había habido nunca en Pekín, con un número total de participantes que se calculaba en un millón y medio. En algunos cruces tuvimos que detenernos del todo. Por último, al cabo de más de una hora, conseguimos llegar a la plaza. Allí había más gente, banderas, pancartas, camiones y furgonetas que bloqueaban la carretera de circunvalación. Nos detuvimos en la esquina. Los estudiantes de la Universidad Fu Dan de Shanghai pasaron marchando en formación. El personal del Diario del Pueblo desfilaba con una enorme pancarta en la que se leía «¡Nosotros no escribimos el editorial del 26 de abril!» y que arrancaba aplausos dondequiera que se paraba.
No tardamos en girar a la derecha y avanzar hacia el sur pasando junto a la Gran Sala del Pueblo. En algún lugar entre la masa de espectadores divisé la alta figura de Jerry sacando fotos, y luego vi a Hanna junto a él, radiante como siempre. Los saludé con la mano, pero ninguno de los dos me vio.
– Son Hanna y Jerry. Hanna no bromeaba, ¡vienen cada día! -le comenté a Eimin.
Le dije que me gustaría acercarme a saludarlos, pero él me advirtió que no lo hiciera, por cuanto si me sacaban una fotografía hablando con un extranjero en la plaza me podrían tildar fácilmente de «enlace con un país extranjero», un grave delito.
Había muchos espectadores que llevaban cámaras. A veces los manifestantes también sacaban fotos de ellos mismos, de amigos con las manos levantadas haciendo el signo de la victoria o de pancartas que les llamaban la atención. Todo parecía inocente e inofensivo. Pero hice caso del consejo de Eimin y me quedé donde estaba. No dudé de lo que había dicho: sin duda, la policía secreta estaba allí, vestida de paisano, y registraba cuanto podía sobre la gente y los acontecimientos en la plaza.
Seguimos avanzando; desfilamos junto a los empleados de la librería Wanfujing, la más grande de China, y los trabajadores de la segunda compañía farmacéutica de Pekín con sus batas blancas, además de los miles de compañeros de la Universidad de Pekín. A diferencia del día anterior, ya no estaba nerviosa por las pancartas que exigían la dimisión de Deng Xiaoping, pues se habían convertido en algo habitual, como los renuevos de bambú que brotan del suelo tras la primera lluvia de primavera.
Aquel día, el 18 de mayo, fue lo mejor que había experimentado en todos mis años de vida en China; parecía como si la gente al fin pudiese decir cualquier cosa que quisiera abiertamente, sin temor a represalias. Aquel día fue cuando más cerca estuvimos de la verdadera libertad de expresión.
Una hora después llegamos al extremo sur de la plaza. No lejos de nosotros, un camión descargaba gente. Entonces sacaron una pequeña bicicleta azul que me llamó inmediatamente la atención; justo cuando empezaba a darme cuenta de lo que me recordaba, vi que mi madre bajaba del camión.
Llevaba puesta la camisa con estampado de azucenas que se había hecho ella misma y unos pantalones negros que no llegaban hasta los tobillos. Por aquel entonces, mi madre tenía poco más de cincuenta años. Pero a juzgar por su manera de andar, afanosa y ágil, nadie hubiera adivinado su edad.
Abandoné mi columna y corrí a verla. Dos estudiantes le habían ofrecido la mano para ayudarla a bajar del camión, gesto que se hizo sentirse bastante incómoda. Mi madre no era de las que reconocían su edad fácilmente. Al apresurarse para bajar por sí sola, resbaló y tuvo que sujetarse en las manos que le brindaban, con lo cual se sintió más violenta todavía.
Cuando me acerqué ya estaba sana y salva en el suelo y le decía algo a uno de sus estudiantes, al tiempo que sonreía y agitaba las manos.
– Mamá, ¿qué haces aquí?
– ¡Oh, cariño! -exclamó al verme. En lugar de contestarme, se volvió hacia sus alumnos y dijo con orgullo-: Ésta es mi hija.
Ellos me saludaron y les devolví el saludo con un movimiento de la cabeza.
– Id vosotros delante -les dijo a sus alumnos-. No os preocupéis por mí. Después puedo volver a la universidad en bicicleta. No hay problema.
– ¿Has venido para manifestarte, mamá?
– Oficialmente sólo estoy aquí para observar. Ya sabes que nos han dicho que no animemos a los estudiantes. Pero mis alumnos se alegraron mucho cuando les dije que iba a venir y se empeñaron en que subiera a su camión en vez de venir en bicicleta -explicó-. ¿Cómo te fue en la oficina de pasaportes?
– Bien -respondí. Entonces vi que mi columna avanzaba-. Ahora será mejor que me vaya.
Mi madre me miró con el tierno amor al que me había acostumbrado toda mi vida y dijo:
– Ten cuidado.
– Lo tendré, mamá. Tenlo tú también.
Me despedí de ella con un gesto de la mano y corrí para conectar con mis amigos. Cuando alcancé a Eimin y las demás personas de mi antiguo departamento, me di la vuelta para ver si la veía. Pero había desaparecido; aquel mar de gente se la había tragado.
La tormenta se repitió por la tarde y descargó con más furia que por la mañana, hasta empapar todo lo que había bajo el cielo. El día se convirtió en noche. Nos dirigíamos ya de vuelta a la parada del autobús para recuperar las bicicletas, cuando el cielo se oscureció. La columna entera se disgregó y la gente corrió en desbandada para refugiarse. Las pancartas blancas habían sido abandonadas: yacían sucias en la calle con la tinta corrida.
Eimin y yo no encontramos ningún sitio donde guarecernos de la lluvia que arreciaba. Los pocos lugares que había, como la caseta del guía en la puerta del Museo Militar, estaban abarrotados. La mayor parte de los árboles que había en el bulevar eran demasiado jóvenes para proporcionar protección y, de todos modos, con aquel retumbo de truenos y los estallidos de los brillantes relámpagos, nadie era tan estúpido como para resguardarse de la tormenta bajo los árboles.
Puesto que ya estábamos empapados, Eimin y yo decidimos regresar en bicicleta bajo la lluvia. Pero recorridos unos centenares de metros tuvimos que abandonar porque el intenso aguacero no permitía ver absolutamente nada.
En vez de terminar tan de repente como había empezado, como sucede con la mayoría de las tormentas de verano, aquella se convirtió en una sábana de lluvia fina que daba la impresión de querer continuar durante un rato.
Cuando al fin estuvimos de vuelta en la habitación de Eimin, nos quitamos la ropa mojada, nos secamos y bebimos un poco de agua hervida aún caliente. Era ya la hora del noticiario de las siete. Como siempre, el primer reportaje se dedicó a la plaza, para añadir luego que el gobierno insistía en que los estudiantes abandonaran la huelga de hambre.
– Los huelguistas se han negado a protegerse de la lluvia. Las condiciones en la plaza han empeorado considerablemente.
Entrevistaron a un médico.
– En estos momentos, los manifestantes en huelga de hambre están muy débiles y tienen el sistema inmunológico reducido. La cantidad de personas que han estado en la plaza, además de la lluvia, podrían desencadenar un brote infeccioso. -Entonces, el doctor miró a la cámara y agregó-: Queridos estudiantes, por vuestra propia salud, por favor, terminad la huelga de hambre y abandonad la plaza de Tiananmen.