Me volví, solté un grito ahogado de asombro y exclamé:
– ¡Minnie Mouse!
– ¡Wei! -respondió también con un grito mi antigua compañera de habitación del internado.
Min Fangfang, Minnie Mouse, se había transformado en una femenina y moderna dama, tal como me había dicho Qing. Había cambiado las gruesas gafas de montura negra por lentes de contacto y se peinaba el cabello liso en suaves y largos rizos permanentes. Llevaba los ojos hábilmente pintados y los labios color rojo cereza.
– ¿Cómo es que estás en Pekín? Creía que estabas haciendo un curso de posgrado en Shangai -le dije.
– Estaba. Pero ahora ya no hay clases. Muchos de mis compañeros de curso han venido a Pekín para participar en la huelga de hambre y los que se quedaron en el campus se están manifestando en Shanghai -contestó Min Fangfang-. Fue estupendo. Tomé el tren desde Shanghai gratis. No sólo nos dejaron subir sin billete, sino que tanto el personal como los viajeros nos estuvieron animando durante todo el camino hasta Pekín. Decían: «Vosotros los jóvenes sois muy valientes. Seguid adelante, os apoyamos». Algunos nos dieron las gracias porque decían que lo estábamos haciendo por ellos. -Mi amiga me miró con una amplia sonrisa-. ¡Qué sorpresa! ¿Adónde te vas, a Estados Unidos?
– Sí, a Virginia, a una pequeña universidad llamada William y Mary. ¿Y tú?
– A Boston. A la Universidad de Boston.
Entonces hablamos de qué había sido de nuestras antiguas compañeras de clase. Me sorprendió descubrir que algunas de ellas ya se habían marchado a Norteamérica para continuar allí su educación. Al cabo de unas dos horas, ambas entregamos nuestras solicitudes y pusimos fin a nuestra prolongada conversación sobre la gente que conocíamos. Nos despedimos fuera.
– ¿Cuándo tienes previsto marcharte? -preguntó Minnie Mouse montada ya en su bicicleta.
– En septiembre.
– Yo también. Adiós y buena suerte -se despidió.
Luego me saludó con la mano y se alejó a toda velocidad.
Cuando regresé a la Universidad de Pekín para ver a Eimin todavía me duraba el buen humor que me había infundido el inesperado encuentro con mi antigua compañera de habitación. Eimin se alegró de que por fin hubiera presentado la solicitud del pasaporte, aunque su enhorabuena incluyó algunos incisos como «mi pajarito me dejará y se irá volando», que me hicieron sentir mal.
Aquellos comentarios sobre mi marcha a Estados Unidos se habían convertido en un verdadero escollo en nuestra relación. No me gustaba la manera en que Eimin parecía insinuar que tanto él como nuestra relación me importaban poco y que, al abandonar China, estaba destruyendo cruel y deliberadamente aquello que poseíamos. También se las arreglaba para hacérmelo entender con su constante testimonio de devoción, que, por regla general, iba seguido de comentarios del tenor de: «Pero yo sigo queriéndote a pesar de lo que estás haciendo», «saquemos el máximo provecho del poco tiempo que nos queda»… Aquellas palabras me hicieron sentir que tenía que defender mi honor reafirmando el amor y la gratitud que le tenía. Cuanto más lo hacía, más incómoda me sentía porque a Eimin le gustaba señalar:
– Si me quieres como dices quererme, sabes perfectamente cuál es la manera de que podamos estar juntos en Estados Unidos.
Sabía a qué se refería. Yo también me hacía la misma pregunta. Si lo quería tal como decía, ¿por qué no me casaba con él? Estaba claro que si no nos casábamos, Eimin no querría continuar con la relación cuando me hubiera ido. De este modo, de esta manera sutil o, tal como comprendí después, bastante explícita, me estaba dando un ultimátum.
Aquella tarde me llevó al restaurante Yanchun Garden para celebrar otro hito en mi marcha a Estados Unidos. El restaurante era un local del campus que tenía un comedor de techo alto,estaba situado cerca de la pista de atletismo y era frecuentado por los estudiantes con algo de dinero extra o por aquellos que recibían la visita de amigos o familiares. Era el lugar donde los manifestantes en huelga de hambre se habían alimentado por última vez en un banquete organizado por miembros del profesorado como Eimin.
Nuestra conversación se vio interrumpida.
– Acaban de decir nuestro número. Espera aquí, iré a buscar la sopa wonton.
Eimin se levantó y se dirigió al mostrador.
Eché un vistazo a mi alrededor y sólo vi caras desconocidas. A aquellas alturas esperaba haber tenido noticias de Dong Yi, pero hacía ya tres días que no lo veía. Sólo podía suponer que Lan seguía allí. ¿Qué habían estado haciendo durante aquellos tres días? ¿De qué habían hablado? ¿Me incluyeron alguna vez en sus conversaciones? ¿Cómo terminaría?
– Aquí está. -Eimin apareció con dos grandes cuencos humeantes llenos de sopa wonton. Me pasó uno de ellos, que tenía la cuchara de porcelana metida dentro-. Ésta es la tuya. A la mía le he puesto un montón de salsa de chile.
A Eimin le encantaba la salsa de chile y la añadía en todo lo que comía.
– No debes tener miedo. -Retomó nuestra última conversación donde la habíamos dejado al tiempo que removía la sopa con movimientos circulares para que se enfriara-. Habrá muchos hombres a quienes les encantará ayudarte. No te ofendas. Lo digo tal como es, porque lo vi muchas veces cuando estuve en Escocia. Había muy pocas mujeres en el extranjero, la mayoría de ellas casadas, y muchísimos más varones.
Sabía que estaba hablando de la comunidad de estudiantes chinos en el extranjero, a la que había pertenecido durante cinco años.
– Serás muy popular: joven, guapa, sin ataduras, sola… Pero ten cuidado. Se aprovecharán de ti. -Eimin siguió hablando, mientras trataba de enfriar un wonton caliente en la boca-. No intento asustarte. Sólo te estoy explicando a lo que tendrás que atenerte cuando vayas a Estados Unidos, sobre todo allí, donde hay mucha delincuencia. No será fácil para una joven como tú.
Me comí la sopa en silencio. De haber tenido diez años más, o incluso cinco, y de haber sabido más cosas sobre el mundo fuera de China, podría haber cuestionado las palabras de Eimin. Pero en aquel entonces, él creía estar pintando un panorama realista de mi vida en el remoto y desconocido país al que iba a viajar. Y yo pensaba que lo hacía porque me quería y estaba preocupado por mi bienestar. Era el duro amor de mi amante, un hombre con experiencia y, a mis ojos, un hombre de mundo.
Últimamente estaba cada vez más asustada con lo de irme a Estados Unidos, lo cual me tenía muy molesta. Tal vez lo que me daba cada vez más miedo era el hecho de que estaba a punto de dejar atrás todo lo que conocía. Quizá la imposible situación con Dong Yi había agotado mi fortaleza. También pensaba en mis padres. Cuando me marchara, los dejaría también a ellos, tal vez por mucho tiempo. ¿Quién se preocuparía por mí y me ayudaría cuando necesitara que me echaran una mano?
Tenía muchas ganas de ver a Dong Yi, aunque sólo fuera por unos segundos, desde lejos, incluso si no hablábamos. Creía que sólo con verlo obtendría paz. Pero aquella noche no encontraba paz alguna. Durante el camino de vuelta busqué a Dong Yi con la mirada, pero no lo vi en el Triángulo. Pensé que quizá él y Lan hubieran estado allí y ya se habían marchado; tal vez aquel día no habían ido. Eimin se encontró con un compañero de trabajo y empezaron a charlar. Yo di una vuelta para leer los carteles nuevos y, al mismo tiempo, con la esperanza de ver a Dong Yi.
Pero anocheció en seguida y ni rastro de Dong Yi.
Cuando Eimin y yo nos dirigíamos a su habitación, pasamos por delante de una mesa en la que había una petición que exhortaba a los dirigentes del Partido Comunista a iniciar un diálogo con los estudiantes.
– ¿Has firmado ya la petición? -preguntó una de las chicas de la mesa.
– Sí, ya lo he hecho -respondí.
– ¿Cuántas firmas tenéis? -quiso saber Eimin, que echó un vistazo al largo rollo de papel.
– ¡Seis mil! Han firmado muchos intelectuales destacados, incluidos profesores famosos -respondió la joven con excitación, y luego enrolló el papel hasta la última página escrita para que Eimin pudiera añadir su nombre.
Al llegar a la habitación de Eimin, le pregunté por qué había firmado la petición. Siempre se había mostrado prudente con esos temas, sobre todo con las peticiones. En más de una ocasión me había dicho que esas cosas nunca debían firmarse porque podrían convertirse en la prueba mediante la cual podrían destruirlo a uno más adelante. «Puedes manifestarte porque, mientras no haya pruebas concluyentes contra ti, como, por ejemplo, fotografías, siempre puedes negarlo. Pero no puedes negar tu firma», había dicho siempre.
Yo lo consideraba inteligente. Sabía que tenía experiencia en tales cosas por todo lo que había tenido que pasar durante la Revolución Cultural. Si entonces lo hubieran pillado haciendo lo que había hecho aquella noche, seguramente habría sido el fin de su carrera y su ruina, lo habrían encarcelado u obligado a trabajar hasta la muerte en un campo de trabajos forzados.
– Bueno, hay más de seis mil firmas en la petición, ¿qué me haría el gobierno? -dijo-. Además, si quieren, hay peces más gordos que freír. -Corrió la cortina-. De todas formas, no he firmado, he escrito mi nombre en letra de imprenta. Así, si alguien pregunta, todavía puedo negarlo y decir que debió de ser otra persona quien anotó mi nombre. -Se dio la vuelta y sonrió-. Soy listo.
Eso no podía negarlo. Si había algo de lo que estaba segura, era de que Eimin era un hombre inteligente.
Al día siguiente, 18 de mayo de 1989, yo me tocaba con un gran sombrero de paja y llevaba un vestido de algodón de color blanco. A primera hora de la mañana, un aguacero había limpiado las calles de basura y suciedad, que ahora se amontonaba a los lados. Había refrescado; notaba la caricia del aire frío y vigorizante en el rostro y el cuerpo mientras pedaleaba en mi bicicleta. Me sentía ridicula con el sombrero, pero Eimin había insistido en que lo llevara porque me taparía la cara.
– Créeme, la policía secreta sacará fotografías -dijo-. No querrás que tu imagen salga en la película y poner en peligro tu oportunidad de ir a Estados Unidos.
Eimin y yo íbamos de camino a la parada del autobús, en el extremo oeste del bulevar de la Paz Eterna, para participar en la segunda marcha de un millón de personas hacia la plaza de Tiananmen.
En la plaza, la huelga de hambre había entrado en su quinto día. Ya se habían desplomado más de setecientos huelguistas y el número aumentaba con rapidez. Pero el gobierno seguía negándose a hablar con los estudiantes acerca de sus peticiones. Para millones de ciudadanos chinos comunes y corrientes, aquello era escandaloso, vergonzoso y angustioso. Parecía estar claro para todo el mundo, salvo para los líderes de China, que si no había un pronto diálogo, alguien moriría en la plaza de Tiananmen y eso supondría una tragedia para el país. Tal vez el gobierno comprendía muy bien la situación y, sencillamente, optaba por no hacer caso de los huelguistas. Contemplar semejante posibilidad suponía empeorar mucho más la situación. Significaba aceptar que el gobierno podía ser insensible, arrogante y que podía demostrar un interés nulo por la vida. Aquello encendió la indignación y el disgusto entre la gente.