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– Me gustaría poder arrastrarte junto a la cama de Ken Ibsen para que estuvieras allí cuando los médicos lo examinaran Me gustaría poder coger sus recuerdos de lo que esos dos animales le hicieron en aquel callejón y grabártelos para siempre en la memoria para que tuvieras que revivir el ataque cada día de tu mísera vida.

– ¡Lo siento! -gritó Springer.

– Ya.

Kovac se interpuso entre ambos y asió a Liska del brazo.

– Vamos, Tinks. Están a punto de llegar; vayamos a escondernos para la fiesta sorpresa

La condujo hasta la despensa, un cubículo lleno de estantes con comida en lata y vajillas. Liska se apoyó contra una de las estanterías, Kovac contra la otra.

– Los tienes, Tinks -musitó Kovac.

– Casi, pero no del todo. Los quiero bien pillados y machacados.

– Entonces, puede que te convenga no pasarte tanto con el tipo que te los va a entregar.

– Se merece eso y mucho más.

– Se merece exactamente lo que le has dicho, revivir el ataque cada día de su vida, pero tendremos que conformarnos con arruinar su carrera y meterlo en la cárcel.

– Amenazaron a mis hijos, Sam -le recordó Liska, temblando de nuevo al rememorar las fotografías-. ¿Sabes? Me he pasado la semana entera preguntándome qué homófobo mataría a un homosexual de una paliza exponiéndose a semejante cantidad de sangre. No tenía sentido. Todos los tíos que conozco están cagados con el tema del sida. Creen que lo pueden pillar sentándose en un retrete, estrechando la mano o incluso respirando. Tenía que ser alguien que desconociera el riesgo o bien alguien ya infectado. Y entonces vi a Rubel en el hospital…

– Rubel no odiaba a Curtis porque fuera homosexual -constató Kovac-. Lo mató porque Curtis le había contagiado la enfermedad, por venganza.

– Y Ogden falsificó las pruebas contra Verma para proteger a Rubel porque son amantes.

– Son los malos, Tinks, y los has pillado -declaró Kovac, dándole una palmada en el hombro-. Estoy orgulloso de ti, pequeña…

– Gracias -repuso Liska antes de desviar la mirada y morderse el labio inferior-. ¿Crees que Springer puede hacerles confesar lo de Andy Fallon?

– Si fueron ellos, puede.

En aquel momento, Tippen asomó la cabeza a la despensa.

– Acaban de llegar los invitados. Todo el mundo a sus puestos.

Liska desenfundó el arma y la verificó, al igual que Kovac. Ambos adoptaron una expresión resuelta y profesional. Permanecerían donde estaban mientras Springer intentaba que Ogden y Rubel se incriminaran. Una vez hubieran escuchado lo suficiente, tenderían la trampa a ambos en la cocina. Entretanto acudirían varios coches patrulla de la oficina del sheriff.

Sonó el timbre. Se oyeron varias voces, aunque Liska no alcanzó a distinguir las palabras. Visualizó a Springer saludando a los dos hombres, invitándolos a entrar, asegurándoles que estaba de su parte. Sin embargo, el tono de la conversación cambió de repente, y Springer profirió un grito quebrado por un disparo.

– ¡Mierda! -masculló Kovac mientras salía de la despensa como una exhalación.

Liska le pisaba los talones.

– ¡No se muevan, policía! -gritó Castleton.

Otros tres disparos.

Kovac corrió al salón y se agazapó. Liska salió al garaje por la puerta lateral y de allí al sendero de entrada.

– ¡Rubel! -chilló antes de vaciar el cargador y esconderse tras la puerta.

Le respondieron dos disparos muy seguidos, uno de los cuales astilló el marco de la puerta tras la que se ocultaba. Otros tres disparos y el grito de un hombre.

El motor del 4x4 cobró vida con un rugido y salió en marcha atrás del sendero. Al abandonar el cobijo de la puerta, Liska vio a Rubel con el brazo asomado a la ventana, disparando.

Entre luces y aullidos de sirenas, dos coches patrulla se acercaban a toda velocidad al final de la calle sin salida. Rubel no aminoró la marcha y se abrió paso entre ambos vehículos. Uno de ellos chocó contra la parte trasera derecha de su camioneta con un fuerte golpe. Rubel siguió adelante mientras uno de los coches del sheriff daba media vuelta para perseguirlo.

Bruce Ogden yacía sollozante en el sendero de entrada, rodando sobre sí mismo como una foca varada mientras intentaba en vano tocarse la espalda.

Liska corrió hacia él sin dejar de apuntarlo con el arma y apartó su revólver de un puntapié. Kovac llegó desde la acera, mascullando juramentos.

– ¡Springer ha muerto!

– ¡Socorro! ¡Socorro! -gimió Ogden.

Una mancha oscura se extendía bajo su cuerpo sobre el hormigón helado. Liska se lo quedó mirando mientras pensaba en Ibsen. En aquel momento llegó un coche patrulla del departamento de policía de Eden Prairie, del que se apearon a toda prisa dos agentes.

– No lo toquen sin guantes -advirtió Liska al tiempo que se apartaba de Ogden-. Es peligroso para la salud.

– ¿De quién ha sido la brillante idea? -quiso saber Leonard, mirando a Kovac de hito en hito.

– Teníamos que actuar con rapidez, teniente -explicó Liska-. Queríamos grabar pruebas incriminatorias contra Ogden y Rubel antes de que llegaran sus abogados.

Se encontraban en el salón de Cal Springer, con la chimenea fría y el árbol de Navidad apagado. En aquellos instantes estaban metiendo a Cal Springer en una bolsa para llevarlo al depósito. Le habían disparado a quemarropa en el pecho.

– Desde luego, no esperábamos que pasara esto-añadió Kovac.

– Vi que Rubel y Ogden intentaban sacarlo de la casa, probablemente para llevárselo a alguna parte y hacerlo desaparecer -terció Castleton-. Springer lo sabía e intentó resistirse, y Rubel le disparó sin darme tiempo a intervenir.

– Por el amor de Dios -espetó Leonard, mirando asqueado la bolsa colocada sobre la camilla que dos empleados de la oficina del forense sacaban en aquel momento de la casa-. La prensa se va a cebar con esto.

Ah, y por cierto, mi más sentido pésame, señora Springer, pensó Liska.

– Todos los policías del área metropolitana y de los condados circundantes tienen orden de busca y captura contra Rubel -señaló Castleton.

– Seguro que abandona el 4x4 y roba un coche -aseguró Kovac-. Ya no tiene nada que perder. Si le echamos el guante, lo acusarán de dos asesinatos y asalto con agravantes. No volverá a ver la luz del día.

El jefe de policía de Eden Prairie entró en el recibidor.

– Teniente Leonard, la prensa espera.

Leonard masculló un juramento entre dientes y se alejó.

Liska fue a la cocina y sacó el móvil para comprobar cómo estaban los chicos. En aquel momento, Speed llegó por el lavadero, se detuvo en el umbral y la miró con fijeza.

– ¿Estás bien? -preguntó.

– No.

Liska bajó la cabeza y marcó el número de Milo Foreman. Speed esperó y escuchó mientras Liska explicaba la situación a Milo y le preguntaba si los chicos podían quedarse con él hasta el domingo. Por fin cerró el teléfono y se lo guardó en el bolsillo del abrigo.

– Te preguntaría qué haces aquí -suspiró-, pero…

– Me enteré por la radio.

– ¿Ah, sí? ¿No has seguido a Ogden y Rubel desde ese gimnasio del que no eres socio?

Speed se frotó la barba incipiente y desvió la mirada.

– ¿Qué hacías allí, Speed?

– Un trabajo para la brigada de Narcóticos de Minneapolis -explicó con un enorme suspiro-. Sabían que tenían un problema de anabolizantes en el departamento y necesitaban una cara nueva para investigarlo.

– ¿Cuánto tiempo? -preguntó Liska mientras el enojo, el dolor y la frustración se adueñaban de ella.

– Dos meses -confesó Speed tras un titubeo.

Liska se echó a reír y sacudió la cabeza. ¿Por qué me duele tanto?, se preguntó. No debería haberse sorprendido. De hecho, quizá no estaba sorprendida, pero tenía que reconocer que había albergado cierta esperanza, una chispa diminuta de… Después de tantos años, esa chispa seguía allí. No comprendía por qué no se había extinguido sola.

– Así que tu repentino interés por mí y los chicos…

– Es sincero, Nikki.

– Por favor.

Speed se acercó a ella.

– Sabía que ibas detrás de Ogden y Rubel; estaban en el gimnasio la tarde de lo de Fallon.

– ¿Y con qué finalidad me espiaste? -inquirió Liska-. Y todo sin decirme una puta palabra…

– Ya sabes que no puedo hablar de mis casos, Nikki.

– Ah, pero sí sonsacarme información sobre los míos -replicó ella, recordando cada pregunta que Speed le había hecho a lo largo de aquella semana-. Eres tan cabrón…

Speed se acercó más, obligándola a retroceder, adoptando una expresión triste, preocupada y dolida por el bajo concepto que Liska tenía de él. Ella se apartó para eludir cualquier contacto físico con él.

– Nikki, estaba velando por ti, por los chicos…

– ¿Ah, sí? ¿Y cómo, si puede saberse? -lo atajó Liska-. ¿No diciéndome nada? ¿No contándome que estabas allí?

– No me pediste precisamente que estuviera.

– ¡No te atrevas a echarme la culpa!

Speed extendió los brazos y retrocedió un paso.

– Pensé que podía cuidar de vosotros sin poner en peligro mi investigación ni la tuya.

– Y así no quedar como un capullo si la mía se iba al garete -replicó Liska-. ¿O acaso planeabas aparecer en el último momento, como Supermán, y arreglarlo todo en un santiamén? Eso te haría quedar como un rey, ¿verdad? Pillas a los malos, te quedas con la chica…

Speed estaba perdiendo la paciencia, como siempre que el encanto y la falsa sinceridad le fallaban.

– Si es eso lo que piensas de mí, Nikki…

Liska respiró hondo y pugnó por contener las emociones.

– Lo que pienso es que debes irte. Tengo trabajo.

Speed ahogó otro suspiro, reagrupó sus fuerzas e intentó atacar de nuevo con el rollo de amigo preocupado.

– Mira, sé que este no es el lugar ni el momento apropiado, pero quería asegurarme de que estabas bien. Puede que luego me pase por tu casa…

– No.

– Mañana por la tarde puedo llevarme a los chicos un rato si quieres.

– Lo que quiero -masculló Liska con la vista clavada en el lavadero, porque mirarlo dolía demasiado- es no verte durante un tiempo, Speed.

Su ex comprendió por fin que no iba a ganar esa batalla. El encanto personal y la apostura le funcionaban a las mil maravillas en la vida cotidiana, pero se le habían acabado los disfraces que usar con Liska, al menos hasta que volviera a sentirse lo bastante débil para confiar de nuevo en él.

– Llévate a los chicos mañana por la tarde si lo que quieres es estar con ellos, pero no lo hagas para llegar hasta mí.

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