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Llegó a la altura del estudio de tatuaje, listo para echar a correr, aferrando con mano sudorosa el aerosol. El corazón le latía desbocado tras los pechos falsos.

Dios, no quería morir vestido de mujer. Mentalmente ya veía las fotografías del escenario del crimen, oía los comentarios burlones de los policías. Tal vez, si sobrevivía a aquella noche, debería hacerse un tatuaje que dijera: No soy un travestí.

El espectro arrojó el cigarrillo al suelo, creando un arco de luz anaranjada, y de repente se lanzó corriendo hacia él. Ken salió disparado y oyó una carcajada ronca mientras avanzaba dando tumbos y resbalando sobre el hielo. De repente, el tobillo derecho cedió bajo su peso y cayó cuan largo era. El dolor lo asaltó como una batería de martillos en ambas rodillas, en el codo, la cadera y el mentón. Profirió un grito débil y desesperado que fue a morir en los ladrillos y el hormigón del suelo.

Intentó incorporarse, aferrándose a cualquier cosa para darse impulso. Por fin pudo asir el canto de un contenedor y consiguió levantarse a duras penas. Tenía las medias destrozadas, y el frío y la humedad le atacaban la piel desnuda de las piernas. De pronto oyó el chasquido de las costuras de su vestido al rasgarse.

Volvió la cabeza con brusquedad. Sin dejar de reír, el espectro giró sobre sus talones y volvió a entrar en el estudio de tatuaje.

Jadeante, Ken se apoyó contra el contenedor, sintiendo punzadas de aire helado en los pulmones.

Maldita Liska. Le entraban ganas de mandarle la factura de la tintorería.

Echó a andar cojeando. Había perdido uno de los tacones, y le parecía que se había hecho un esguince en el tobillo. Se llevó una mano enguantada a la boca y al retirarla vio el guante blanco manchado de sangre. Joder. Si tenían que ponerle puntos, a su jefe le daría un síncope. De repente, dos manzanas se le antojaban una distancia mucho mayor que al inicio de la velada, y con lo que tardaría en reparar los daños ocasionados a su indumentaria, a buen seguro no estaría listo para el último pase.

Se acercaba a la boca del callejón. No había tráfico en la calle lateral, tan solo un coche solitario y oscuro aparcado junto al bordillo más próximo. No se fijó en él hasta una fracción de segundo antes de que una enorme silueta oscureciera la boca del callejón. Una espantosa premonición lo asaltó en aquel mismo instante.

Voy a morir esta noche.

El maletero del coche se abrió, y la bombilla interior alumbró un rostro cubierto con un pasamontañas oscuro. El hombre metió la mano en el maletero y al sacarlo llevaba una barra de hierro.

Ken Ibsen se detuvo, acometido por una sensación de irrealidad. Al cabo de unos segundos se giró lentamente, pensando en volver sobre sus pasos. El menor de los males. Sin embargo, no había vuelta atrás ni mal menor. Otra silueta sin rostro le cortaba la huida por el otro lado. Una silueta que también llevaba algo en la mano.

Percibió el mal que manaba de ellos mientras se acercaban a él. El terror lo asaltó como un relámpago. Profirió un grito desgarrador, sacó el aerosol e intentó apretar la válvula. El atacante hizo un movimiento rápido, y el brazo de Ken cayó a un lado, roto e inutilizado. El aerosol se estrelló contra el suelo con un golpe metálico. Estaba planteándose echar a correr cuando la barra lo alcanzó en la rodilla y el hueso se quebró como cristal.

Quiso gritar, pero el atacante le hizo añicos la mandíbula, y empezó a escupir dientes.

Una vez más pensó que no quería morir vestido de mujer, y entonces se hizo la oscuridad.

Liska aparcó el coche en zona prohibida a escasa distancia del café en el que Ibsen la había citado. Llegaba con muchísimo retraso. Maldito fuera Speed por tardar tanto.

Los pocos clientes que quedaban se sentaban en grupos de dos o tres, tan alejados los unos de los otros como era posible, absortos en sus respectivas conversaciones. Nadie alzó la mirada cuando Liska entró. Fue derecha a la barra, donde el único empleado visible tenía la nariz metida en un libro más voluminoso que las páginas amarillas.

– ¿Qué estudia? -le preguntó mientras sacaba la placa del bolso.

El camarero la miró a través de unas gafas modernas. Tenía hermosos ojos castaños y la clase de rostro fino y elegante que los pintores solían atribuir a Jesucristo.

– Estudio el fenómeno de que mi padre se está gastando un montón de pasta para que yo pueda aprender a hacer unos capucemos de la hostia -bromeó, echando un vistazo a la placa-. ¿Y usted ha venido a detenerme por hacerme pasar por estudiante de medicina?

– No. Había quedado con alguien aquí, pero me he retrasado. Es un tipo bajito y delgado con el pelo de color platino.

El estudiante de medicina denegó con la cabeza.

– No he visto a nadie con esa pinta. Eso sí, había un travestí vestido de Marilyn Monroe. Parecía estar esperando a alguien, pero se fue hace un rato. Espero que no se tratara de una cita a ciegas.

– No. ¿Cuánto hace que se fue?

– Diez o quince minutos. Salió por la puerta trasera. Trabaja en el Boys Will Be Girls. A veces los currantes vienen a tomar algo entre pase y pase; de lo contrario no lo sabría -se apresuró a añadir.

– Un travestí -masculló Liska entre dientes-. La cosa se pone cada vez más interesante.

Su gran informador iba por el mundo vestido de Marilyn Monroe. Claro que los curas y los banqueros no solían acabar como informadores de la policía, se recordó, y si lo hacían era porque en realidad eran unos pervertidos o unos ladrones.

Y su madre se preguntaba por qué no salía con más hombres.

Recorrió el pasillo, pasó delante de los servicios y llegó a la puerta trasera del café. El estudiante de medicina la seguía como un cachorrillo.

– ¿No conocerá a nadie en el depósito de cadáveres? -preguntó el joven-. Porque tal como está el patio, puede que sea la mejor opción. Al menos nunca te denuncian por negligencia profesional.

– Sí, conozco a bastante gente -asintió Liska-. No es un mal trabajo si soportas el olor.

Abrió la puerta y se asomó al callejón oscuro, húmedo y sucio. Debería haber ratas y unos cuantos huérfanos harapientos para completar el cuadro, pensó justo antes de divisar a un hombre inclinado sobre algo a unos diez metros de distancia. La figura estaba de pie en el pequeño círculo de luz que proporcionaba una bombilla colocada, sobre una puerta. Al oír a Liska dio un respingo y la miró como un coyote sorprendido rebuscando entre la basura, tentado de salir huyendo, pero reacio a soltar el botín. Se movió lo suficiente para que la luz mortecina iluminara su presa, y Liska empezó a comprender lo que veía: un zapato de mujer, una pierna desnuda, un mechón de cabello claro.

– ¡Eh, usted! -gritó al tiempo que desenfundaba el arma y se protegía tras un contenedor-. ¡Policía! ¡Apártese del cuerpo! ¡Llame a la policía y pida una ambulancia! -ordenó al estudiante-. Dígales que se ha producido un asalto. ¡Deprisa!

El coyote echó a correr. Liska salió en su pos gritando y apuntándolo con el arma mientras se preguntaba si tendría un arma, y en tal caso, si se volvería para disparar contra ella. En aquel momento, el hombre dio un traspié y perdió unos instantes preciosos en su intento de recobrar el equilibrio. Liska lo alcanzó, se abalanzó sobre él, lo derribó y lo inmovilizó con la rodilla al tiempo que con la mano lo asía del cuello del abrigo y el cabello grasiento, y con la izquierda lo apuntaba con el arma.

– ¡Queda detenido, cabrón! ¡No se mueva!

– ¡No he hecho nada!

El tipo despedía un hedor nauseabundo a whisky barato y diarrea. Intentó incorporarse, pero Liska lo golpeó en la cabeza con la culata de la Sig.

– ¡Le he dicho que no se mueva!

– ¡Pero si no he hecho nada!

– Si me dieran un dólar por cada capullo que dice eso, tendría una mansión y un criado llamado Raoul.

– ¡Pregúntele a Beano! ¡Fueron otros tipos!

– ¡Silencio!

Otros tipos.

Liska miró a la víctima por encima del hombro. No distinguía sus facciones ni si respiraba. Esposó al coyote con las manos a la espalda.

– Quédese aquí. No se levante ni se mueva.

– Pero no he sido yo -gimoteó el tipo.

– Si vuelve a decir eso, le pego un tiro. ¡Cierre el pico de una puta vez!

El hombre rompió a llorar cuando Liska se apartó de él para examinar a la víctima.

– ¿Está usted bien, señora? -inquirió.

Una pregunta estúpida para obtener una respuesta, cualquier respuesta, un gemido, un gruñido, lo que fuera.

Se acuclilló junto al cuerpo y deslizó la mano bajo el cabello rubio apelmazado para comprobarle el pulso en el cuello. En un primer momento creyó estar ante la parte posterior de la cabeza, una masa ensangrentada de huesos aplastados sin facciones. Pero de repente, la víctima aspiró una brevísima bocanada de aire con un espantoso sonido de succión, y Liska vio burbujas de sangre brotar de lo que debía de haber sido la boca.

– Dios mío -musitó al localizar con dedos temblorosos el pulso débil e irregular.

Con la otra mano apartó cuidadosamente la melena. Era una peluca que se apartó con facilidad al tacto, dejando al descubierto el cabello corto de color platino ensangrentado a causa de la fractura craneal. Ken Ibsen.

El hombre yacía en el suelo como una muñeca rota, las extremidades dobladas en ángulos imposibles. En una mano aferraba un pedazo de papel, una servilleta. Liska se la quitó de entre los dedos espasmódicos y la sostuvo a la débil luz de la bombilla. Garabatos. Probablemente lo que había estado haciendo mientras la esperaba en el café. Palabras casuales y algunos dibujos. Se fijó en unas palabras: «Negligencia con resultado de muerte».

En aquel momento, el estudiante de medicina volvió casi sin resuello.

– Están en camino -jadeó, y en aquel momento se oyó el aullido distante de una sirena-. He traído una linterna -añadió antes de alumbrar con ella el rostro de la víctima.

De repente, la linterna cayó al suelo. El estudiante de medicina se volvió y vomitó, empezando a replantearse su futuro en el campo de la medicina.


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