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Barajó distintas posibilidades en un intento de hallar el modo de hacerse con el expediente original de Asuntos Internos, pero no se le ocurrió ninguna idea brillante, pues todos los caminos topaban con la barrera de la hermosa teniente Savard. No podía acceder al expediente sin su ayuda, y ella no tenía la menor intención de ponérselo fácil, en ningún sentido.

La recordaba vívidamente de pie tras la mesa de su despacho, un rostro que parecía sacado de una revista de cine de la era en blanco y negro, de Veronica Lake. Y de algún modo sabía que lo que se ocultaba tras aquel físico era un misterio merecedor de la atención de cualquier gran detective, ya fuera real o de ficción. Eso lo atraía tanto como su belleza. Quería colarse por la puerta secreta y descubrir qué motor la propulsaba.

– Como si tuvieras alguna posibilidad, Kovac -masculló entre dientes, asombrado y avergonzado por sus pensamientos-. Tú y la teniente de Asuntos Internos. Ja, ja, ja.

De repente, mientras perdía el tiempo pensando en una mujer a la que no podía tener, notó que faltaba algo en el despacho de Andy Fallon. No había ordenador. El cable de la impresora, con su ancho conector de puerto, yacía sobre la mesa como una serpiente de cabeza chata, mientras que el otro extremo estaba conectado a una impresora de chorro de tinta. Kovac registró una vez más los cajones y encontró una caja de disquetes vacíos. Al abrir el cajón que contenía los expedientes comprobó que cada uno de ellos incluía un disquete. Se dirigió a la librería y entre la colección de manuales de instrucciones para el teléfono/fax, la impresora y el equipo de música, halló un manual de uso para un ordenador portátil IBM ThinkPad.

– ¿Y dónde está? -se preguntó en voz alta.

Mientras consideraba las distintas alternativas, un sonido penetró en su conciencia. Era un estridente sonido electrónico procedente de otra parte de la casa, un pitido seguido del crujido de un tablón de la tarima que cubría el suelo. Apagó la lámpara de la mesa para sumir la estancia en la oscuridad. Su mano se deslizó automáticamente sobre la Glock que llevaba enfundada en la cintura mientras caminaba hacia la puerta, y salió al pasillo en cuanto sus ojos se habituaron a las tinieblas.

Por la fuerza de la costumbre había apagado la luz de cada habitación después de haberla examinado, a fin de no llamar la atención de los vecinos. La única iluminación de la casa era la escasa luz blanca que se filtraba por los paneles de vidrio de la puerta principal, suficiente para dibujar la silueta de una persona.

Kovac desenfundó la Glock, la sostuvo en la mano derecha y localizó el interruptor de la luz del pasillo con la izquierda.

La figura se llevó una mano al rostro.

Kovac contuvo el aliento, esperando el chasquido del gatillo.

– Sí, soy yo -murmuró una voz masculina-. Estoy en la casa y…

– ¡No se mueva! ¡Policía! -gritó Kovac al tiempo que encendía la luz.

El hombre dio un respingo, profirió un grito, abrió los ojos de par en par, los entornó para protegerse de la luz y se llevó la mano libre al rostro como si pretendiera protegerse de las balas. Del teléfono móvil que sostenía en la mano brotó una voz lejana.

– No, no sucede nada, capitán Wyatt -lo tranquilizó el hombre, bajando muy despacio la mano libre y sin apartarse el móvil del oído-. Solo es uno de los detectives estrella de la ciudad haciendo su trabajo…

– Cuelgue el teléfono -ordenó Kovac, ceñudo.

Kovac estudió con detenimiento al hombre que tenía ante sí, sin guardar la Glock porque estaba cabreado y quería demostrarlo. De inmediato lo reconoció de la fiesta. Era el guaperas de cabello negro y olor a culo de Ace Wyatt.

El guaperas se lo quedó mirando.

– Pero es…

– Cuelgue el puto teléfono, listillo. ¿Qué coño está haciendo aquí? La casa está sellada.

El hombre de Wyatt cerró la pestaña del teléfono y se lo guardó en el bolsillo interior del caro abrigo color carbón que llevaba.

– El capitán Wyatt me pidió que me reuniera con él aquí. Razón más que suficiente para…

– ¿Para qué, listillo? -lo atajó Kovac, avanzando hacia él pistola en ristre-. Podría haberle volado la cabeza. ¿Nunca ha oído hablar del invento del timbre?

– ¿Por qué iba a llamar a la puerta de un muerto?

– ¿Por qué ha venido?

– El capitán Wyatt viene para aquí con Mike Fallon. El señor Fallon tiene que elegir el atuendo funerario para su hijo -explicó en el tono que se emplea para hablar con un retrasado-. Yo trabajo para el capitán Wyatt. Me llamo Gavin Gaines, por si se cansa de llamarme listillo.

Exhibía una sonrisa demasiado autocomplaciente, se dijo. Kovac. Detestaba profundamente a los cabrones con licenciatura.

– ¿Va a esposarme? -preguntó Gaines, extendiendo las manos.

Fuera se oyó el golpe de una puerta de coche al cerrarse.

– No se ponga chulo -advirtió Kovac mientras enfundaba de nuevo la Glock -. Claro que eso no puede evitarlo. ¿Le importaría explicarme qué función desempeña exactamente a las órdenes del capitán América?

– Asistente personal, relaciones públicas, enlace con la prensa… Lo que necesite.

Es decir, recadero y chupapollas.

– Pues ahora lo necesita para que le ayude a entrar al señor Fallon en la casa -anunció Kovac antes de abrir la puerta principal-. ¿O estropeará eso su imagen?

Gaines rechinó los perfectos dientes.

– Como ya le he dicho, estoy aquí para lo que el capitán necesite. Vivo para servir.

Tuvieron que subir a Fallon entre los dos, pues el ex policía colgaba de ellos como un peso muerto. Peor que cuando estaba borracho, pensó Kovac. De algún modo, el dolor había incrementado su masa corporal, y la desesperación lo había despojado de todas sus fuerzas. Ace Wyatt llevaba la silla de ruedas.

– Sam, tengo entendido que has estado a punto de acabar con mi mano derecha -lo saludó Wyatt, rey de la afabilidad.

– Si le pagas por neurona, me parece que te debe algo -comentó Kovac-. Anda un poco justo de sentido común.

– ¿Por qué lo dices? Gavin no ha irrumpido en el escenario de un crimen, de modo que no tenía por qué esperar encontrarse a nadie. ¿A qué has venido tú, por cierto?

– A echar un vistazo, lo de siempre -repuso Kovac-. En busca de piezas.

– Ya sabes que la muerte de Andy fue declarada accidental -murmuró Wyatt en voz baja, mirando a Mike Fallon, que estaba sentado de nuevo en la silla.

Gavin se encontraba a cierta distancia, esperando con las manos entrelazadas ante él y la mirada perdida en el árbol de Navidad, una mirada que a buen seguro había copiado de los actores que representaban a agentes del Servicio Secreto en las películas.

– Eso he oído -espetó Kovac-. Qué amable por tu parte acelerar el proceso.

– ¿Por qué prolongar la agonía de Mike? -comentó Wyatt, sin percatarse del sarcasmo-. No beneficiaba a nadie considerar que fue un suicidio.

– Bueno, sí, a la aseguradora, pero que le den.

– Mike lo dio todo por el departamento -recitó Wyatt-. Dio sus piernas, a su hijo… Lo mínimo que pueden hacer es pagar el seguro e intentar paliar el golpe.

– Y tú te has encargado de que sea así.

– Mi última buena acción como capitán.

Dicho aquello, Wyatt esbozó una versión cansina de su famosa sonrisa. Su piel ofrecía un aspecto algo amarillento a la luz del pasillo, y las arrugas que le rodeaban los ojos parecían más profundas que dos noches atrás. No llevaba maquillaje.

Su última buena acción. Encajaba como anillo al dedo, pensó Kovac, teniendo en cuenta que el caso que había impulsado a Ace Wyatt al estrellato había sido el que acabó con la carrera de Mike Fallon.

– ¿Dónde está mi chico? -rugió Mike.

Kovac se acuclilló junto a la silla.

– No está, Mikey, ¿recuerdas que te lo dije?

Fallon se lo quedó mirando con el rostro impávido, pero lo sabía. Sabía que su hijo ya no estaba, sabía que debería enfrentarse a ello y seguir adelante. Pero si podía seguir fingiendo un poquito más… Los viejos tenían derecho a eso.

– Si quiere puedo ocuparme de escoger la ropa, capitán -se ofreció Gaines, caminando hacia la escalera.

– ¿Es eso lo que quieres tú, Mike? -terció Kovac-. ¿Que un desconocido elija la ropa que llevará tu chico durante toda la eternidad?

– No tendrá vida eterna -masculló Fallon en tono lúgubre-. Se quitó la vida, y eso es un pecado mortal.

– No lo sabes, Mikey. Puede que fuera un accidente, como dice el forense.

Fallon se lo quedó mirando unos instantes.

– Sí que lo sé. Sé lo que era y sé lo que hizo. -Sus ojos se llenaron de lágrimas, y empezó a temblar-. No puedo perdonarlo, Sam -musitó, asiéndolo del brazo-. Que Dios me ayude… No puedo perdonarlo. Lo odiaba. ¡Lo odiaba por lo que hacía!

– No hables así, Mike -intervino Wyatt-. No lo dices en serio.

– Deja que se desahogue -ordenó Kovac con sequedad-. Solo él sabe lo que dice en serio.

– ¿Por qué no se limitó a hacer lo que le decía yo? -masculló Fallon entre dientes, hablando consigo mismo o con su Dios, el Dios que tenía a un gorila en la puerta del cielo para impedir el paso a homosexuales, suicidas y cualquier otro ser que no cupiera en los estrechos confines de la mente de Mike Fallon-. ¿Por qué?

Kovac le apoyó una mano en la cabeza, una bendición de policía a policía.

– Vamos, Mike, hagámoslo de una vez.

Dejaron la silla de ruedas al pie de la escalera, y una vez más, Kovac y Gaines llevaron a Fallon escalera arriba, seguidos de Wyatt. Sentaron al anciano en el borde de la cama, de espaldas al espejo en el que se veía la disculpa por la muerte de su hijo. Sin embargo, nada podía hacerse respecto al olor, un olor que todo policía conocía a la perfección.

Mike Fallon bajó la cabeza y rompió a llorar en silencio, absorto en el tormento de preguntarse qué había salido mal con su hijo. Gaines fue a mirar por la ventana. Wyatt se quedó al pie del lecho, contemplando el espejo con el ceño fruncido.

Kovac fue al vestidor y sacó un par de trajes de Andy Fallon, preguntándose quién se ocuparía de aquellos detalles cuando le llegara la hora a él.

– ¿Te gusta alguno de estos dos, Mike? -inquirió al salir con un traje azul en una mano y uno gris oscuro en la otra.

Fallon no respondió. Tenía la mirada fija en la fotografía de la cómoda, la de Andy el día de su graduación. Una fracción de segundo de orgullo y felicidad.

– Los padres no deberían sobrevivir a los hijos -murmuró-. Deberían morir antes de que los hijos les rompan el corazón.

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