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– Entonces, no maree la perdiz -espetó Leonard.

De repente pareció muy interesado en los papeles de su mesa, pues se sentó y abrió un expediente.

– No hay nada que investigar Fallon se suicidó adrede o por accidente. Cuanto antes zanjemos este asunto, mejor. Tiene usted otros casos en marcha.

– Ah, sí, mis asesinatos de mañana -replicó Kovac con sequedad.

– ¿Sus qué?

– Nada, señor.

– Cierre este caso y vuelva a concentrarse en el asalto Nixon. El fiscal del condado me está presionando mucho. La violencia de bandas es una prioridad.

Sí, pensó Kovac mientras regresaba a su cubículo; conviene mantener bajas las estadísticas de actividad de bandas para aplacar al ayuntamiento. En comparación, la muerte extraña e inexplicada de un policía carecía de importancia.

Se dijo que debería estar satisfecho. En realidad, le apetecía tan poco como a Leonard que el caso Fallon se prolongara, aunque por motivos distintos. A Leonard se la traía floja Iron Mike; con toda probabilidad, ni siquiera lo conocía. Lo que de verdad le importaba era el departamento. En cambio, Kovac quería cerrar el caso por el bien de Mike, al igual que la persona que había presionado al forense. No obstante, ese puño de tensión del que Kovac quería hacer caso omiso no desaparecía de su estómago, aferrándose a él como una amante. Más aún, teniendo en cuenta el tiempo transcurrido desde su última amante.

Liska le arrojó el abrigo.

– Necesitas un cigarrillo, ¿verdad, Sam?

– ¿Cómo? Pero si lo estoy dejando. Gracias por apoyarme.

– En tal caso, necesitas mucho aire fresco para quitarte la costra de los pulmones.

Se acercó a él y le lanzó una mirada significativa. Kovac la siguió hacia la puerta.

– El caso Fallon se acabó -anunció cuando se ponía el abrigo.

Liska le dedicó la misma mirada que él había dedicado a Leonard, pero más intensa.

– Ya le han practicado la autopsia.

– ¿Qué?

– Todo el mundo espera un dictamen de suicidio, solo que lo llamarán accidental para ahorrarle sufrimientos a Mike. Hoy mismo tendremos el informe preliminar y la bendición de Leonard. Nadie de arriba quiere que Mike… ni el departamento sufra las consecuencias de los detalles sórdidos.

– Claro -musitó Liska, repentinamente pálida.

Guardó silencio hasta que salieron a la calle, y Kovac no le pidió explicaciones. Llevaban juntos tiempo suficiente y había aprendido a leerle el pensamiento. En su profesión, los compañeros desarrollaban una suerte de intimidad no sexual, sino psicológica y emocional. Cuanto más sintonizados estaban, mejor colaboraban en la resolución de los casos. Su experiencia con Liska era de las mejores que había tenido; se comprendían y se respetaban.

Caminó junto a ella por el laberinto de pasillos hasta salir por una puerta poco utilizada en la cara norte del edificio. El sol brillaba cegador sobre la nieve, y el cielo poseía un diáfano color azul claro. Hacía un día engañosamente bonito, pues en realidad la temperatura era bajísima. No se cruzaron con nadie en la escalinata exterior, en la que nunca daba el sol, solo el viento. Por lo general, la gente salía por la cara sur como aves árticas en busca de calor.

Kovac hizo una mueca al exponer el rostro al frío, embutió las manos en los bolsillos y hundió la cabeza entre los hombros para resguardarse del viento.

– Leonard te ha dicho que el caso Fallon está cerrado -constató Liska por fin.

– Me ha ordenado que lo zanje.

– ¿Quién ha conseguido que le hicieran la autopsia tan pronto?

– Alguien más importante que él.

Liska se quedó mirando la calle mientras los músculos de su mandíbula se tensaban. El viento le alborotaba el cabello corto y le humedecía los ojos. Kovac percibió que no le iba a hacer ni pizca de gracia lo que su compañera estaba a punto de decirle.

– Bueno, ¿me quieres explicar de una vez qué te pasa? -preguntó de repente-. Hace un frío de muerte.

– Acabo de recibir una llamada de alguien que afirma saber en qué caso estaba trabajando Andy Fallon.

– ¿Cómo se llama?

– Aún no lo sé, pero lo vi ayer en las oficinas de Asuntos Internos. Otro cliente insatisfecho.

El puño que atenazaba el estómago de Kovac se agrandó y empezó a moverse.

– ¿Y en qué estaba trabajando Andy Fallon según él?

– Un asesinato -repuso Liska, alzando la mirada hacia él.

– ¿Asesinato? -repitió Kovac, incrédulo-. ¿Desde cuándo investiga asesinatos Asuntos Internos? Imposible. Los delitos siempre se asignan a la división porque los de Asuntos Internos no se enteran de nada. ¿Cómo iban a estar trabajando en un asesinato sin que nosotros nos enteráramos? Gilipolleces.

– Es posible si creíamos que el caso estaba cerrado -dijo Liska-. ¿Recuerdas a Eric Curtis?

– ¿Curtis? ¿El agente que fue asesinado cuando estaba fuera de servicio? Pero si el tipo que se lo cargó está entre rejas. ¿Cómo se llamaba, Vermin?

– Verma, Renaldo Verma.

– Una serie de atracos a mano armada a víctimas homosexuales. Cometió… ¿tres o cuatro en dieciocho meses?

– Cuatro. Dos de las víctimas murieron, y la última de ellas fue Curtis.

– Con el mismo modus operandi que los demás, ¿verdad? Atado, apaleado y robado.

– Sí, pero Eric Curtis era policía -señaló Liska.

– ¿Y?

– Pues que era policía y era homosexual. Según mi hombre misterioso, unos meses antes de su muerte, Curtis se había quejado a Asuntos Internos de que lo acosaban en el trabajo a causa de su orientación sexual.

– ¿Insinúas que tal vez se lo cargó un poli? -exclamó Kovac-. Joder, Tinks. Si crees eso, quizá deberías presentarte a la vacante que ha dejado Andy Fallon.

– Que te den, Kovac -espetó Liska-. Odio a los de Asuntos Internos. Odio lo que le hacen a la gente, los odio con una intensidad que ni te imaginas. Pero Eric Curtis era policía y homosexual, y está muerto. Andy Fallon lo estaba investigando, también era gay y también está muerto.

A juzgar por su expresión huraña, tampoco a ella le gustaba lo que estaba diciendo, pero pese a ello, se encaró con él y expuso su opinión. Así era Liska; ningún trabajo era demasiado difícil ni repugnante para ella. Se plantaba en el montículo del bateador y golpeaba lo que hubiera que golpear.

– Y a mí me dicen que el caso Fallon está prácticamente cerrado -añadió Kovac, mirando la calle.

– A ti tampoco te hace ninguna gracia esta historia, Sam -murmuró Liska-. Intuyes algo raro, ¿verdad?

Kovac no respondió enseguida, sino que dejó que las imágenes surcaran su mente mientras las campanas del ayuntamiento daban la hora con la melodía de Blanca Navidad.

– No -reconoció por fin-. No me hace ni pizca de gracia este asunto.

Guardaron silencio unos instantes. Los coches pasaban por la Cuarta, el viento aullaba en los túneles que mediaban entre los edificios, haciendo ondear las banderas del edificio federal situado en la acera de enfrente.

– Lo más probable es que Andy Fallon se suicidara -señaló Liska-. No hay nada en el escenario de su muerte que indique lo contrario. El tipo que acaba de llamarme… ¿Quién sabe si le importa una mierda Andy Fallon? Puede que el asesinato de Curtis no sea más que su causa perdida, y que crea que lo resolveremos si damos un rodeo… Pero ¿y si no es así, Sam? Andy Fallon y Mike solo nos tienen a nosotros. Tú me lo enseñaste… ¿Para quién trabajamos?

– Para la víctima -musitó Kovac sin poderse sacudir la opresión del estómago.

Trabajaban para la víctima. Eso era lo que había procurado inculcar a incontables discípulos. Las víctimas no podían hablar por sí mismas. Era el detective quien debía formular las preguntas pertinentes, indagar, presionar, ponerlo todo patas arriba hasta descubrir la verdad. A veces resultaba fácil, a veces muy difícil.

– ¿Qué perdemos con hacer unas cuantas preguntas más? -añadió, consciente de que podían perder muchísimo.

– Yo me encargo del depósito de cadáveres -propuso Liska, arrebujándose en su abrigo mientras regresaba a la puerta-. Tú ve a Asuntos Internos.

– Ya hablé con su compañera, sargento -dijo la teniente Savard sin apenas levantar la mirada de los informes que se apilaban sobre su mesa-. Y por si no está al corriente, va a dictaminarse que la muerte de Andy Fallon fue un accidente.

– En tiempo récord, por cierto -puntualizó Kovac.

Al oír aquello, la teniente de Asuntos Internos le prestó toda su atención. El verde de sus ojos era abrumador, gélido y cristalino bajo las cejas varios tonos más oscuras que el cabello rubio ceniza. Aquel contraste intensificaba la seriedad de su expresión. A buen seguro, se dijo Kovac, aterraría a un montón de policías con aquella mirada.

Él llevaba demasiado tiempo en el ruedo para aterrarse. La vida lo había curtido, o quizá se debía a que era un imbécil.

Se sentó en la silla frente a ella con los tobillos cruzados. Cien años antes, también él había hecho sus pinitos en Asuntos Internos, cuando la sección la dirigía un policía de verdad, no un trepa deseoso de llegar arriba a toda costa. No le había avergonzado hacer el trabajo, pues no sentía simpatía alguna por los policías malos, pero tampoco le había gustado.

A la sazón no había en el cuerpo tenientes con el aspecto de aquella.

– Qué amable por su parte hacer la autopsia tan deprisa, ¿no le parece? -comentó-. Teniendo en cuenta lo a tope que va el depósito en esta época del año… Tienen cadáveres para parar un tren.

– Cortesía profesional -replicó Savard con sequedad. Kovac se sorprendió mirándole los labios, unos labios de arco perfecto y rematados con una capa de brillo.

– Ya -dijo-. Pues a mí me parece que le debo al viejo Mike la misma cortesía, ¿sabe? ¿Lo conoce usted, por cierto? ¿Conoce a Mike Fallon?

Los ojos verdes volvieron a clavarse en los papeles.

– He oído hablar de él, y hoy le he llamado por teléfono para darle el pésame.

– Ya, claro, es usted demasiado joven para haber estado aquí en la época de Iron Mike. ¿Qué edad tiene? ¿Treinta y siete, treinta y ocho?

La teniente le lanzó una mirada que habría derretido el polo.

– No es asunto suyo, sargento, y si me permite un consejo, cuando intente adivinar la edad de una mujer, tire por lo bajo.

– Vaya, ¿tanto me he equivocado? -se lamentó Kovac con una mueca.

– No, casi acierta, y le diré que soy muy vanidosa. Y ahora, si me disculpa…

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