– Te cuelas en mi casa a las once y media de la noche, dándome un susto de muerte, ¿y encima esperas que me alegre de verte? Aquí hay algo que falla.
– No me he colado. Tengo llave.
– Cierto, tienes llave… ¿Tienes también teléfono? Podrías usarlo de vez en cuando en vez de irrumpir aquí como un tornado.
Speed no se molestó en responder, porque nunca contestaba a preguntas que no le gustaban. Dejó el títere sobre la mesita de café y cogió una de las fotografías de Andy Fallon.
– ¿Es esta la clase de fotos que enseñas a mis hijos?
– Tus hijos -masculló Liska al tiempo que le arrebataba la foto-. Como si hubieras hecho algo aparte de suministrar la materia prima… mejor dicho, la mitad de la materia prima. ¿Cómo es que nunca son tus hijos cuando están enfermos, cuando necesitan ropa nueva o cuando tienen problemas?
– ¿Es necesario que me montes una escena? -suspiró Speed con una mueca.
– Eres tú el que ha venido a mi casa, de modo que diré lo que me salga de las narices.
– ¡Papá!
R. J. cruzó el salón como una exhalación. Se abalanzó sobre su padre y le rodeó las piernas con los brazos. Liska se apresuró a dejar la porra y cubrir las fotografías con el periódico, si bien nadie le prestaba la menor atención.
– ¡Hola, R.J.!
Speed sonrió y entrechocó la mano con la de su hijo menor antes de soltarse de su abrazo y ponerse en cuclillas ante él,
– Quiero que me llamen Rocket-puntualizó R. J., restregándose los ojos soñolientos.
El pelo rubio le sobresalía en pequeños mechones sobre la coronilla, y el pijama de los Vikings de Minnesota, heredado de Kyle, le venía grande.
– Quiero tener un mote como tú, papá.
– Rocket… Me gusta-declaró Speed-. Tope guay, colega.
En aquel instante, R. J. descubrió el títere, y ambos se enzarzaron durante cinco minutos en una recreación de South Park. Liska iba perdiendo la paciencia por momentos.
– Es muy tarde, R. J. -advirtió por fin, detestando tener que decirlo y detestando a Speed por convertirla en la mala de la película con su mera presencia.
Entraba y salía de la vida de los chicos como le daba la gana, todo emoción, diversión y aventura. Como madre en posesión de la custodia, Liska tenía la sensación de que ella aportaba demasiado poco de eso y demasiada disciplina y rutina.
– Mañana tienes que ir al cole.
Su hijo la miró con esos ojos azules que eran una réplica exacta de los suyos y en los que en aquel momento se pintaba una expresión de enfado y decepción.
– ¡Pero si papá acaba de llegar!
– Pues enfádate con papá. Es él quien ha decidido que sería una idea genial aparecer en plena noche, cuando la gente normal duerme.
– Tú no estás durmiendo -señaló R. J.
– Tampoco tengo diez años. Cuando tengas treinta y dos podrás quedarte levantado toda la noche y atiborrarte de medicamentos contra la úlcera si quieres. Te espera un futuro maravilloso.
– Trabajaré de incógnito en Narcóticos, como papá.
– Como no te vayas de incógnito a la cama ahora mismo, verás -advirtió su madre.
R. J. y Speed cambiaron una mirada que excluía por completo a Liska. Por fin, Speed se encogió de hombros.
– No puedo hacer nada, Rocket. Será mejor que lo dejemos por hoy.
– ¿Puedo llevarme a Cartman?
– Claro.
Speed alborotó el pelo del pequeño, con la atención ya vuelta hacia su ex.
Liska se inclinó para besar a R. J., pero este se escabulló y desapareció pasillo abajo, hablando con el títere con voz de cómic y emitiendo sonidos de pedo. Liska se volvió hacia Speed y lo fulminó con la mirada.
– Mira que llegas a ser cabrón -espetó, procurando no levantar la voz-. No has venido a ver a R. J…
– Rocket.
– … ni a Kyle, y ahora has puesto a R. J. como una moto. No pegará ojo en toda la noche.
– Lo siento.
– Y una mierda, nunca lo sientes -se quejó ella amargamente-. ¿Qué quieres, Speed? Seguro que no has venido a pagarme el dinero que me debes.
Speed lanzó un profundo suspiro.
– La semana que viene, te lo prometo -dijo con contrición bien ensayada-. Ahora mismo estoy metido en algo gordo, pero la semana que viene…
– Corta el rollo. Más vale que te largues -lo interrumpió Liska mientras apartaba el periódico de las Polaroid y las apilaba-. He tenido un día muy duro y ahora me gustaría acostarme, si no te importa.
Speed guardó silencio unos instantes y por fin golpeteó la fotografía superior con un dedo.
– ¿Lo conozco? -preguntó en voz baja-. He oído que uno de los vuestros se ha suicidado. ¿Es él?
– Eso parece. Es un tipo de Asuntos Internos; seguro que no lo conocías.
Ambos habían empezado patrullando en St. Paul. Speed se había quedado, pero Liska había cruzado el río a Minneapolis. Su ex conocía a muchos policías de Minneapolis, sobre todo a los de Narcóticos y algunos detectives de Homicidios, pero no tenía motivos para conocer a Andy Fallon. Nadie hacía esfuerzo alguno por conocer a los de Asuntos Internos.
Speed le quitó la fotografía y la examinó con detenimiento.
– Menuda forma de acabar con todo. Supongo que los de Asuntos Internos no saben disparar…
– Quién sabe lo que le pasa a la gente por la cabeza.
Hubo un tiempo en su matrimonio en que habían compartido los detalles de sus casos y se ayudaban a resolver los problemas. Pensó en aquella Época Dorada, ese breve período antes de que la infidelidad y la rivalidad profesional empezaran a desgarrar el tejido de su relación.
– Tal vez no lo decidiera él -prosiguió.
– Cómo sois los detectives de Homicidios -criticó Speed mientras dejaba la foto de nuevo sobre la mesa-. No tiene sentido, Nikki. ¿Por qué atormentarte mirando estas fotos? Ese tipo se suicidó. El ahorcamiento siempre es suicidio o accidente, nunca asesinato. Déjalo correr y sigue adelante con tu vida.
– Cuando el forense lo diga, no antes -insistió Nikki, tanto porque lo creía como para mostrarse obstinada-. Es mi trabajo. Soy así.
– Ya, pero no hace falta que te lleves el trabajo a casa.
– No me acuses de corromper a tus hijos -le advirtió Liska-. Ya has oído a R. J. Quiere trabajar en Narcóticos. No hay demasiadas cosas peores que eso.
– Desde luego que sí; podría hacerse de Asuntos Internos. Mira cómo acaban.
Liska no miró la fotografía que su ex sostenía en alto, pues se la sabía de memoria.
– Vale, ya he tenido suficiente charla agradable por una noche. Ha sido lo de siempre. Ya sabes dónde está la puerta.
Speed permaneció inmóvil y adoptó su expresión de «sí, también puedo comportarme como un adulto». Liska suspiró.
– Mira, he venido a ver cómo estabas -confesó Speed-. Me enteré de que llevabas este caso y pensé que podría ser duro… porque era poli, porque era de Asuntos Internos, por lo de tu viejo y todo eso…
– Mi padre no se suicidó -replicó Liska demasiado deprisa, demasiado a la defensiva, un error que la hizo sentirse muy vulnerable.
– Lo sé, pero todo el tema de Asuntos Internos…
– No tiene nada que ver -lo atajó.
Speed consideró sus opciones. Liska sabía que estaba pensando en el mejor modo de jugar sus cartas, jugar con ella. Por fin extendió las manos como un amigo que se limita a ofrecer una sugerencia.
– En fin, pues déjalo en cuanto el forense dictamine que fue un suicidio, o bien podrías dejarlo ahora mismo. Un caso así no requiere dos detectives. Que se ocupe Kojak.
Craso error Liska se mosqueó ante la insinuación de que no era lo bastante dura para manejar el caso.
– ¿Y a ti qué te importa? Llevo el caso y lo llevaré hasta que se resuelva.
– Vale, pero es que…
Exhaló un largo suspiro doliente y se mesó el cabello.
– Es que todavía me importas. Nikki. Tenemos un pasado en común, y eso significa algo, incluso para un cabrón como yo.
Liska guardó silencio, pues no confiaba en su voz ni en el amasijo de emociones que se acumulaban en su interior. El interés de Speed era inesperado, y Liska no estaba preparada para el modo en que la hizo sentir, tan vulnerable y necesitada. No eran términos que le gustara asociar a sí misma.
Speed metió la mano en el bolsillo del abrigo, sacó un cigarrillo y se lo colocó entre los labios.
– Bueno -murmuró, rozándole la mejilla-. No digas que nunca he intentado hacer nada por ti.
Liska se apartó y desvió la mirada.
– Ya -dijo Speed, dejando caer la mano-. Sé dónde está la puerta. Nos vemos, Nikki.
Ya estaba a punto de salir cuando Nikki reunió valor suficiente para hablar.
– Esto… Speed… Gracias por tu interés, pero estoy bien. Me las arreglaré. Es un caso como cualquier otro.
– Ya, lo que tú digas. Lo habrás dejado en menos que canta un gallo.
Le dirigió una última mirada, y Liska tuvo la sensación de que quería añadir algo más, pero por fin se fue.
Corrió el cerrojo de la puerta y apagó las luces. Recogió las fotografías de Andy Fallon y fue a su dormitorio para guardarlas en el maletín. Luego entró un momento en la habitación de los chicos, que fingían dormir, se cepilló los dientes, se puso una enorme camiseta de la academia del FBI y se acostó para así poder contemplar el techo y ver el pasado girar como un remolino en su memoria.
El baile de padres e hijas en el instituto. Liska tenía trece años y estaba humillada, mortificada. El sentimiento de culpabilidad se apelotonaba en su vientre como una inmensa roca a causa de las demás emociones. Su padre rígido junto a ella, los ojos bajos, tan avergonzado como ella por las miradas de la gente. Era un hombre robusto de penetrantes ojos azules, el lado izquierdo del rostro inerte, como si alguien le hubiera seccionado todos los nervios. La gente los miraba con fijeza, no solo por el rostro de su padre, sino también por los rumores que habían oído. Corrupción en el departamento de policía, policías que robaban dinero procedente de las drogas, una investigación de Asuntos Internos…Todo era mentira, y Nikki lo sabía. Por lo visto, lo creía con más firmeza que él, lo cual la enfurecía. Era inocente, así que, ¿por qué no luchaba con más ahínco para demostrarlo? ¿Por qué no les escupía en la cara? ¿Por qué no negaba, desafiaba, emprendía alguna acción? No, se limitaba a presentarse en público con la cabeza gacha a fin de proteger su vergüenza y la parálisis de Bell inducida por el estrés. Las palabras «débil» y «doblegado» surcaban la mente de su hija como una brisa mugrienta, alimentando su sentimiento de culpabilidad y el resentimiento.