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– ¿Jeremiah Mitchell o George Adair?

– Eso es irrelevante. Sus nombres no tienen ninguna importancia. Fui elegido. Estaba preparado. Sólo tuve que seguir el camino.

Deja que continúe hablando, razonó mi mente. Alguien sabrá dónde estás. Alguien estará haciendo algo.

– Kulkulcan es un dios creador. Usted destruye la vida -le dije.

– Los mortales son efímeros. La sabiduría permanece.

– ¿La sabiduría de quién?

– La sabiduría de los siglos, revelada a aquellos que son dignos de recibirla.

– ¿Y ustedes aseguran su permanencia a través del asesinato ritual?

– El cuerpo no es más que un envoltorio material, carece de todo valor perdurable. Al final lo eliminamos. Pero la sabiduría, la fortaleza, la esencia del alma, ésas son las fuerzas que prevalecen.

Dejé que continuase desvariando.

– La especie más inteligente debe ser alimentada. Aquellos que abandonan esta tierra deben entregar su maná a los que quedan en ella, aumentar la fuerza y la sabiduría de los elegidos.

– ¿Cómo?

– A través de la sangre, el corazón, los músculos y los huesos.

Dios bendito, era verdad.

– ¿Cree realmente que puede aumentar su cociente intelectual comiendo la carne de otras personas?

– Cuando la carne se debilita, también lo hace la fuerza. Pero la mente, el espíritu, el intelecto, esos elementos son transferibles a través de las células de nuestros cuerpos.

Aferré el escalpelo con tanta fuerza que me dolían los nudillos.

– Herodoto hablaba de que los Issedones de Asia Central se comían a sus parientes para crecer fuertes y disciplinados. Estrabón encontró la misma práctica entre los clanes irlandeses. Muchos pueblos conquistadores aumentaban su fuerza comiendo la carne de sus enemigos. Come al débil y serás más fuerte. Es algo tan viejo como el hombre.

Pensé en los huesos de los neandertales, en las víctimas en la cámara ceremonial cerca de Mesa Verde. En los esqueletos que yacían en el depósito.

– ¿Por qué los ancianos?

– Los ancianos poseen las mayores reservas de sabiduría.

– ¿O simplemente porque resultan blancos mucho más fáciles?

– Mi querida señorita Brennan. ¿Preferiría que su carne contribuyese al progreso de los seres elegidos o que fuese comida para los gusanos?

La ira comenzó a fluir dentro de mí, superando el miedo.

– Usted no es más que un maldito cabrón demente y ególatra.

– Oh, vaya, huelo la sangre de un inglés. Esté vivo o muerto, moleré sus huesos para preparar mi pan.

El esqueleto eléctrico gimió en la distancia.

¡Me enfrentaba a la locura! ¿Quién era este hombre? ¿Cómo le conocía?

Comencé a moverme lentamente a lo largo de la pared, sosteniendo el escalpelo con la mano derecha detrás de mí, tanteando la superficie de piedra con la izquierda. Había dado media docena de pasos cuando un poderoso haz de luz salió de la oscuridad, cegándome como a un merodeador en la valla del patio trasero. Levanté un brazo.

– ¿Piensa ir a alguna parte, señorita Brennan?

La luz me permitió ver la parte inferior de su rostro, los labios apretados en un gesto de furia asesina.

¡Debes mantenerte alejada de él!

Me di la vuelta para correr, tropecé con algo y caí a tierra. Mientras intentaba incorporarme, la sombra saltó, redujo la distancia que nos separaba y una mano me cogió del tobillo. Mis pies salieron disparados hacia adelante otra vez y las rodillas chocaron contra el terreno húmedo. El escalpelo se perdió en la oscuridad.

– ¡Maldita perra traidora!

Ahora la voz suave y controlada hervía de furia.

Me revolví y lancé patadas al aire pero no pude librarme de él. Sus dedos eran como garras de acero que se clavaban a través del tejano.

Más aterrada que nunca en mi vida, clavé los codos en la tierra, tratando de arrastrarme hacia adelante, lanzando patadas con mi pierna libre. De pronto, todo el peso de su cuerpo estuvo sobre mí. Una rodilla se clavó en mi espalda y una mano me aplastó la cara contra el suelo. La boca y la nariz se me llenaron de tierra y porquería.

Me debatí salvajemente, pateando y arañando para salir de debajo de mi agresor. Él había dejado caer la linterna y ahora yacía en el suelo, iluminándonos como a una bestia de dos cabezas. Mientras pudiese moverme, él no conseguiría pasar ese garrote con alambre de acero alrededor de mi garganta.

Mi mano tocó algo duro y dentado y mis dedos se cerraron, alrededor del objeto. Giré el torso y lancé un golpe a ciegas.

Oí el ruido sordo de la piedra al impactar con el hueso, luego el sonido metálico del acero contra el granito.

– ¡Puta!

Lanzó el puño contra mi oreja derecha. Un castillo de fuegos artificiales estalló en mi cabeza.

Mi agresor aflojó la presión y buscó a tientas el arma. Lancé el codo hacia atrás con todas mis fuerzas y lo alcancé en el borde de la mandíbula. Se le partieron los dientes y su cabeza se sacudió con violencia hacia atrás.

Un chillido como el de un animal herido.

Empujé con desesperación y su rodilla se deslizó de mi espalda. En menos de un segundo me puse de rodillas y me arrastré hacia la linterna. Él recuperó la vertical y nos lanzamos sobre ella al mismo tiempo. Yo llegué primero.

Moví el brazo describiendo un amplio arco y le aticé en la sien. Un ruido sordo, un gemido y cayó hacia atrás. Apagué la linterna, corrí hacia los árboles y me oculté detrás del tronco de un grueso pino.

No me moví. No parpadeé. Intenté razonar.

No te muevas entre los árboles. No le vuelvas la espalda. Tal vez cuando él se mueva puedas deslizarte por un lado, correr hacia el motel y pedir ayuda.

Calma total, alterada sólo por el jadeo de mi agresor. Pasaron los segundos. O tal vez fueron horas. El golpe en la cabeza me había dejado mareada, era incapaz de calcular el tiempo, el espacio o la distancia.

¿Dónde estaba él?

Una voz que llegaba a ras de tierra.

– He encontrado el arma, señorita Brennan.

Un disparo resonó en la quietud de la noche.

– Pero ambos sabemos que no la necesito ahora que su perro está fuera de combate.

Su voz me llegaba como si estuviese hablando debajo del agua.

– Haré que pague por esto. Y ya lo creo que me lo pagará.

Oí que se levantaba.

– Tengo un collar que quiero mostrarle.

Respiré profundamente, tratando de aclarar mi cabeza. Venía hacia mí con el garrote para estrangularme con el alambre de acero.

Con el rabillo del ojo alcancé a vislumbrar algo que brillaba. Me volví. Tres haces de luz se movían en mi dirección. ¿O estaba alucinando?

– ¡Quieto!

Una voz femenina áspera y ronca.

– ¡Suéltela!

Un hombre.

– ¡No se mueva!

Una voz masculina diferente.

La boca de una pistola escupió fuego en la oscuridad justo delante de mí. Sonaron dos disparos.

Desde la dirección de las voces devolvieron los disparos. Una bala rebotó en una piedra con un sonido inconfundible.

Un ruido sordo, aire expulsado. El sonido de un cuerpo que se desliza por la pared de piedra.

Pies que corren.

Manos en mi garganta, mi muñeca.

– … pulso es fuerte.

Rostros encima de mí, nadando como un espejismo en una acera de verano. Ryan. Crowe. El ayudante Anónimo.

– … ambulancia. Está bien. Nuestros disparos no la alcanzaron.

Descargas estáticas en la radio.

Hice un esfuerzo para sentarme.

– Tiéndase.

Una suave presión en los hombros.

– Tengo que verle.

Un círculo de luz se deslizó hacia el risco donde mi atacante permanecía sentado, inmóvil, las piernas extendidas delante, la espalda apoyada en la pared de piedra. Lentamente, el haz de luz iluminó los pies, las piernas, el torso, el rostro. Yo sabía quién era.

Ralph Stover, el propietario no tan feliz del Riverbank Inn, el hombre que no me permitió entrar en la habitación de Primrose. Miraba hacia un punto fijo de la noche, la barbilla hacia delante, el cerebro escurriéndose lentamente y formando una mancha en la roca que había detrás de su cabeza.


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