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Vaya. Una verdadera Meca para senderistas y excursionistas, la Ruta de los Apalaches comienza en el Monte Katahdin en Maine y discurre a lo largo de la cadena de los Apalaches hasta Springer Mountain en Georgia. Gran parte de esta ruta se halla en territorio de las Great Smoky Mountains. Incluyendo el condado de Swain.

– ¿Sigues allí?

– Sí, estoy aquí. ¿Pasó Dashwood algún tiempo aquí, en Carolina del Norte?

– Escribió cinco folletos sobre las Great Smokies. -Oí ruido de papeles-. Árboles. Flores. Fauna. Folclore. Geología.

Recordé lo que Anne me había contado acerca de su visita a West Wycombe, imaginé las cuevas debajo de la casa de H amp;F. ¿Era posible que este tío del que Anne me estaba hablando fuese el Prentice Dashwood del condado de Swain, Carolina del Norte? Era un nombre llamativo. ¿Habría alguna conexión con los Dashwood británicos?

– ¿Qué más descubriste acerca de Prentice Dashwood?

– Nada. Pero sí puedo decirte que el viejo tío Francis se relacionaba con gente bastante extravagante en el siglo dieciocho. Se hacían llamar los Monjes de Medmenham. Escucha la lista. Lord Sandwich, quien en una época dirigió la Marina Real, John Wilkes…

– ¿El político?

– Sí. William Hogarth, el pintor, y los poetas Paul Whitehead, Charles Churchill y Robert Lloyd.

– Una lista impresionante.

– Mucho. Todos eran miembros del Parlamento o de la Cámará de los Lores. O poetas o algo por el estilo. Nuestro Ben Franklin solía frecuentarlos, si bien nunca fue un miembro oficial.

– ¿A qué se dedicaban esos tíos?

– Algunos relatos afirman que practicaban ritos satánicos. Según el actual sir Francis, autor del folleto que cogimos en nuestro viaje, los monjes no eran más que un puñado de tíos divertidos que se reunían para venerar a Venus y a Baco. Supongo que eso significa mujeres y vino.

– ¿Celebraban orgías en las cuevas?

– Y en la Abadía de Medmenham. El actual sir Francis admite los juegos sexuales de sus antepasados pero niega de forma terminante la adoración al demonio. Él sugiere que el rumor acerca del satanismo procedía de la actitud irreverente de los muchachos hacia la cristiandad. Se llamaban a sí mismos Caballeros de Saint Francis, por ejemplo.

Pude oír cómo mordía una manzana y luego la masticaba.

– Todos los demás los llamaban Hell Fire Club [20] .

El nombre me golpeó como si fuese un martillo.

– ¿Qué has dicho?

– El Hell Fire Club. Famoso en Irlanda en las décadas de 1730 y 1740. El mismo rollo. Devotos privilegiados que se mofaban de la religión y se dedicaban a emborracharse y acostarse con todas las mujeres que podían.

Anne tenía un don especial para ir al grano.

– Hubo algunos intentos de prohibir esos clubes, pero fracasaron. Cuando Dashwood reunió a su pequeño grupo de tenorios, la etiqueta de Hell Fire naturalmente se transfirió al grupo.

Hell Fire. H amp;F.

Tragué con esfuerzo.

– ¿Es muy largo ese folleto?

– Treinta y cuatro páginas.

– ¿Puedes enviarme una copia por fax?

– Claro. Puedo incluir dos páginas en una hoja.

Le di el número del fax y volví a mi informe, me obligué a concentrarme en lo que estaba haciendo. Pocos minutos después oí el pitido del fax y la máquina comenzó a escupir páginas. Continué con mi descripción del trauma facial de Edna Farrell. Poco más tarde, la máquina volvió a pitar después de una pausa. Resistí nuevamente el impulso de correr hasta el fax para juntar las páginas enviadas por Anne.

Cuando acabé el informe de Edna Farrell, comencé otro, con un millón de pensamientos agitándose en mi cabeza. Aunque intenté concentrarme, las imágenes volvían una y otra vez. Primrose Hobbs. Parker Davenport. Prentice Dashwood. Sir Francis. El Hell Fire Club. H amp;F. ¿Había alguna conexión? La coincidencia era cada vez mayor. Tenía que haber una conexión.

¿Acaso Prentice Dashwood había reavivado la idea de su antepasado de un club de chicos de élite aquí, en las montañas de Carolina? ¿Habían sido sus miembros algo más que hedonistas diletantes? ¿Cuánto más? Recordé las marcas de los cortes en los huesos y tuve que hacer un esfuerzo para reprimir un escalofrío.

A las cuatro el guardia vino a verme para decirme que uno de los ayudantes de Crowe estaba enfermo y que otro había quedado inmovilizado por una avería en su coche patrulla. Crowe lo sentía pero le necesitaba a él para controlar una situación interna. Le aseguré que podía marcharse, que yo estaría bien.

Cuando el guardia se marchó, continué con mi trabajo, el silencio del depósito vacío me envolvía como si fuese una criatura viva, excepto por el zumbido de uno de los frigoríficos. Mi respiración, mis latidos, mis dedos golpeaban suavemente el teclado. En el exterior del edificio las ramas arañaban los cristales de las ventanas en las plantas superiores. Un tren silbó a lo lejos. Un perro. Grillos. Ranas.

Ninguna bocina. Tampoco ruidos de tráfico. Ningún ser vivo en kilómetros a la redonda.

Mi sistema nervioso simpático mantenía la adrenalina en primera fila, en el centro. Cometía frecuentes errores, saltaba ante cada chirrido. En más de una ocasión deseé la compañía de Boyd.

Hacia las siete ya había acabado con Farrell, Odell, Tramper y Tucker. Me ardían los ojos, me dolía la espalda y un intenso dolor de cabeza me confirmó que mi nivel de azúcar estaba en el sótano.

Copié los archivos en un disquete, apagué el ordenador portátil y fui a buscar el fax que me había enviado Anne.

Aunque me sentía ansiosa por leer la historia de sir Francis en el siglo XVIII, estaba demasiado cansada, demasiado hambrienta y demasiado nerviosa para ser objetiva. Decidí regresar a High Ridge House, dar un paseo con Boyd, hablar con Crowe y luego leer el folleto en la tranquilidad y seguridad de mi cama.

Estaba juntando las páginas cuando oí el sonido de lo que parecía el crujido de la gravilla. Me quedé inmóvil, escuchando.

¿Neumáticos? ¿Pisadas?

Quince segundos. Treinta.

Nada.

– Hora de largarse -dije en voz alta.

La tensión hacía que mis movimientos fuesen torpes y varios papeles cayeron al suelo. Al recogerlos vi que uno de ellos no coincidía con los demás. La letra era más grande, el texto estaba ordenado en columnas.

Examiné el resto de las hojas. La cubierta de Anne. La portada del folleto. El resto era el texto del folleto, dos páginas por cada hoja de fax, numeradas por orden.

Recordé la pausa que había hecho la máquina del fax. ¿Habría llegado esa página diferente como una transmisión separada? Busqué pero no encontré ningún número de fax.

Lo llevé todo a la oficina, guardé el material de Anne en el maletín y dejé la hoja diferente sobre el escritorio. Al leer el contenido mi adrenalina se disparó como un cohete.

La columna izquierda contenía nombres en clave, la del medio nombres reales. Unas fechas aparecían después de algunos individuos, formando una tercera columna incompleta.

Ilos Henry Arlen Preston 1943

Khaffre Sheldon Brodie 1949

Omega A. A. Birkby 1959

Narmer Martin Patrick Veckhoff

Sinué C. A. Birkby

Itzamna John Morgan 1972

Arrigatore F L. Warren

Rho William Glenn Sherman 1979

Chac John Franklin Battle

Ometeotl Parker Davenport

Sólo uno de los nombres no me resultaba familiar. John Franklin Battle.

¿O sí? ¿Dónde había oído ese nombre?

Piensa, Brennan. Piensa.

John Battle.

No. No es correcto.

Franklin Battle.

Nada.

Frank Battle.

¡El juez que había negado la autorización de la orden de registro de la casa de Arthur!

¿Podía un simple magistrado reunir las condiciones necesarias para aspirar a ser miembro de la organización? ¿Había estado protegiendo Battle la propiedad de H amp;F? ¿Había sido él quien me había enviado el fax? ¿Por qué?

¿Y por qué la fecha más reciente se remontaba a más de veinte años? ¿Estaba incompleta la lista? ¿Por qué?

En ese momento me asaltó un pensamiento horrible.

¿Quién sabía que yo me encontraba aquí?

Sola.

Volví a quedarme inmóvil tratando de descubrir la más leve señal de otra presencia en aquel lugar. Cogí un escalpelo y salí de la oficina en dirección a la sala de autopsias principal.

Seis esqueletos miraban hacia el techo, con los dedos de manos y pies extendidos, las mandíbulas en silencio junto a las cabezas. Comprobé las secciones de rayos X y de ordenadores, la pequeña cocina del personal y la sala de conferencias provisional. Los latidos de mi corazón eran tan fuertes que parecían resonar en el absoluto silencio que reinaba en el depósito.

Estaba asomando la cabeza en el lavabo de los hombres cuando mi teléfono sonó por tercera vez. Estuve a punto de ponerme a gritar.

Una voz, como una sierra.

– Estás muerta.

Luego el aire pareció vaciarse.

[20] Literalmente Club del Fuego del Infierno. (N. del T.)



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