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A las tres, Boyd y yo estábamos en el asiento trasero de un jeep, Crowe iba al volante, uno de sus ayudantes llevaba una escopeta. Otros dos ayudantes viajaban detrás de nosotros en un segundo vehículo.

El chow-chow estaba tan agitado como yo aunque por razones diferentes. Viajaba con la cabeza asomada fuera de la ventanilla, la nariz moviéndose como una veleta durante una tormenta tropical. De vez en cuando le empujaba hacia abajo por los cuartos traseros. Se sentaba y volvía a levantarse un segundo después.

La radio no dejaba de escupir datos mientras recorríamos la carretera del condado. Al pasar junto al Departamento de Bomberos de Alarka observé que en la zona de aparcamiento sólo había un camión frigorífico y unos pocos coches. Un coche patrulla de la policía de Bryson City protegía la entrada, el conductor estaba inclinado sobre una revista apoyada en el volante.

Crowe continuó hasta el final de la carretera asfaltada, luego cogió el camino del Servicio Forestal donde yo había dejado mi coche hacía ahora tres semanas. Ignoró el atajo que llevaba hasta el lugar del accidente, continuó casi un kilómetro y giró en otro camino destinado al transporte de madera. Después de ascender durante lo que parecieron kilómetros, Crowe se detuvo, estudió el bosque a ambos lados del camino, avanzó, repitió el proceso y luego se apartó del camino. El vehículo de apoyo nos seguía de cerca.

El jeep saltaba y se precipitaba hacia adelante mientras las ramas arañaban el techo y los laterales. Boyd escondió la cabeza como si fuese una tortuga y yo aparté rápidamente el brazo del borde de la ventanilla. El perro sacudía la cabeza de derecha a izquierda, salpicando de saliva a todo el mundo. El ayudante sacó un pañuelo del bolsillo trasero del pantalón y se secó el cuello pero no dijo nada. Traté de recordar su nombre. ¿Era Craig? ¿Gregg?

Luego los árboles parecieron retroceder dando paso a un camino estrecho y cubierto de lodo. Diez minutos más tarde, Crowe frenó, bajó del jeep y abrió lo que parecía ser un matorral muy tupido. Cuando continuamos nuestro camino pude comprobar que se trataba de un portalón, totalmente cubierto de kudzu y hiedra. Un momento más tarde la casa de Arthur apareció ante nosotros.

– Que me cuelguen -dijo el ayudante-. ¿Figura este lugar en el manual 911?

– Figura como abandonado -dijo Crowe-. No sabía que estaba aquí.

Crowe se detuvo delante de la casa e hizo sonar dos veces la bocina. No apareció nadie.

– Hay una especie de patio al lado. -Crowe señaló con la cabeza en esa dirección-. Diles a George y Bobby que cubran esa entrada. Nosotros entraremos por delante.

Ambos salieron del jeep, quitando simultáneamente los seguros de sus armas. Mientras el ayudante se dirigía hacia el segundo vehículo, Crowe se volvió hacia mí.

– Usted se queda aquí.

Quise discutir pero su expresión me dijo que era inútil.

– En el jeep. Hasta que yo la llame.

Puse los ojos en blanco pero no abrí la boca. Sentía que el corazón me golpeaba el pecho y me moví de un lado a otro incluso más que Boyd.

Crowe volvió a hacer sonar largamente la bocina mientras escudriñaba las ventanas superiores de la casa. El ayudante se reunió nuevamente con ella llevaba el Winchester colgado a través del pecho. Se acercaron a la casa y salvaron los pocos escalones del porche.

– Departamento del Sheriff del condado de Swain. -Sus palabras sonaron metálicas en el aire diáfano de la montaña-. Policía. Por favor, respondan.

Golpeó la puerta.

Nadie salió.

Crowe dijo algo. Su ayudante separó las piernas y alzó la escopeta mientras la sheriff comenzaba a golpear la puerta con su bota. Pero no cedió.

Crowe volvió a hablar. Su ayudante le contestó sin apartar el cañón de la escopeta de la puerta cerrada.

La sheriff regresó al jeep, el sudor le humedecía el mechón de color zanahoria que escapaba de su sombrero. Buscó algo en la parte trasera y regresó al porche llevando una palanca en la mano.

Insertó la punta entre dos postigos y aplicó todo el peso de su cuerpo. Una exhibición más poderosa que mi intento de allanamiento.

Crowe repitió el movimiento, añadió un gemido a lo Monica Seles. Uno de los paneles cedió ligeramente. Deslizando la barra metálica dentro de la abertura, la sheriff volvió a hacer presión con toda su fuerza y el postigo acabó por abrirse, golpeando con violencia contra la pared.

Crowe bajó la palanca, se afirmó en el suelo y rompió la ventana de una patada. El cristal saltó en pedazos y centelleó bajo el sol mientras cubría el porche de diminutos fragmentos. Crowe volvió a golpear la ventana una y otra vez, agrandando la abertura. Boyd la estimulaba con insistentes ladridos.

Crowe se apartó de la ventana y escuchó. Al no oír ningún movimiento en el interior de la casa, asomó la cabeza y volvió a llamar. Luego desenfundó el arma y desapareció en la oscuridad. Su ayudante la siguió.

Siglos más tarde la puerta del frente se abrió y Crowe salió al porche. Me hizo un gesto para que me acercara.

Le coloqué la correa a Boyd con movimientos torpes y la aseguré alrededor de la muñeca. Luego saqué una pequeña linterna de mi mochila. La sangre golpeaba con fuerza debajo de mi garganta.

– ¡Tranquilo!

Apunté un dedo hacia su morro húmedo.

Boyd prácticamente me arrastró fuera del jeep y hacia el porche.

– El lugar está vacío.

Intenté descifrar la expresión de Crowe, pero estaba impasible. No había sorpresa, disgusto o intranquilidad. Era imposible adivinar su reacción o emoción.

– Será mejor dejar al perro aquí.

Até a Boyd a la barandilla del porche. Encendí la linterna y la seguí al interior de la casa.

El aire no apestaba a humedad como yo esparaba. Olía a humo y moho y a algo dulce.

Mi lóbulo olfativo examinó su base de datos. Iglesia.

¿Iglesia?

El lóbulo separó la información en sus componentes. Flores. Incienso.

La puerta de enfrente se abría directamente a un salón que ocupaba todo el ancho de la casa. Desplacé lentamente el haz de luz de derecha a izquierda. Había sofás, sillones y algunas mesas, reunidos en grupos y cubiertos con sábanas. Dos de las paredes estaban cubiertas con estanterías del suelo hasta el techo.

Una chimenea de piedra ocupaba la pared norte de la habitación y un espejo decoraba la pared opuesta. En el cristal empañado alcancé a ver la luz de mi linterna que se deslizaba entre las formas amortajadas, nuestras dos imágenes se movían lentamente con ella.

Avanzamos con cautela, tomamos la casa habitación por habitación. Las motas de polvo danzaban en el pálido haz amarillo y alguna polilla lo cruzaba ocasionalmente como un animal sorprendido por los faros de un coche en una carretera. Detrás de nosotros, el ayudante mantenía alzada la escopeta. Crowe llevaba la pistola aferrada con ambas manos y pegada a la mejilla.

El salón daba a un estrecho corredor. Una escalera a la derecha, un comedor a la izquierda, la cocina justo delante de nosotros.

En el comedor sólo había una mesa rectangular muy lustrada y sillas a juego. Las conté. Ocho a cada lado y una en cada extremo de la mesa. Dieciocho.

La cocina estaba al fondo con la puerta abierta.

Fregadero de porcelana. Bomba de agua. Cocina y nevera que habían vivido más cumpleaños que yo. Señalé los aparatos eléctricos.

– Debe haber un generador.

– Probablemente abajo.

Oí voces en el piso de abajo y supe que los ayudantes estaban en el sótano.

En el piso superior un pasillo recorría el centro de la casa. Cuatro habitaciones pequeñas partían de la arteria principal, cada una con dos literas de fabricación casera. Una pequeña escalera de caracol comunicaba el extremo del pasillo con un desván en el tercer piso. Debajo de los aleros había otros dos catres.

– ¡Caramba! -dijo Crowe-. Esto parece los dibujos animados de Spin y Marty cuando están en el rancho Triple R.

A mí me recordaba a la secta de la Puerta del Cielo en San Diego. Pero me mordí la lengua.

Ya estábamos regresando cuando George o Bobby apareció en la escalera principal en el extremo más alejado del pasillo. El hombre estaba agitado y transpiraba profusamente.

– Sheriff, tiene que ver lo que hay en el sótano.

– ¿De qué se trata, Bobby?

Una gota de sudor se desprendió de la frente y bajó por la cara. La enjugó con un gesto nervioso.

– Que me cuelguen si lo sé.


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