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Era difícil rebatir ese argumento.

– Francis Dashwood vivió hace doscientos cincuenta años.

Ella estaba encogiéndose de hombros cuando sonó el móvil. Contesté rápidamente, disculpándome con una sonrisa falsa ante los otros clientes. A pesar de que considero que los móviles en los restaurantes son el colmo de la mala educación, no había querido correr el riesgo de perderme la llamada de Lucy Crowe.

Era la sheriff. Hablé con ella mientras me apresuraba a salir del restaurante. Me escuchó sin interrumpirme.

– Creo que es suficiente para conseguir esa orden de registro.

– ¿Qué pasará si ese cabrón se sigue negando?

– Iré ahora mismo a la casa de Battle. Si sigue practicando el obstruccionismo, ya se me ocurrirá algo.

Cuando regresé a la mesa, Anne había pedido otra copa de Chardonnay y sobre el mantel había aparecido una pila de fotografías. Pasé los siguientes veinte minutos admirando instantáneas de Westminster, del Palacio de Buckingham, de la Torre y del Puente de Londres y de todos los museos de la ciudad.

Eran casi las once cuando llegué a Carol Hall. Mientras giraba alrededor del Anexo, los faros iluminaron un gran sobre marrón apoyado en el porche. Aparqué en la parte trasera, apagué el motor y abrí apenas una ventanilla.

Sólo se oían grillos y el ruido del tráfico en Queens Road.

Corrí hasta la puerta trasera y entré en mi apartamento. Me quedé inmóvil y volví a escuchar atentamente, deseando que Boyd estuviera conmigo.

Los únicos sonidos que rompían el silencio eran el zumbido de la nevera y el martilleo del reloj de la abuela en la repisa de la chimenea.

Estaba a punto de llamar a Birdie cuando apareció en la puerta, estirando una pata delantera y luego la otra.

– ¿Há estado alguien aquí, Birdie?

Se sentó y me miró con sus grandes ojos redondos y amarillos. Luego se lamió una pata, la restregó contra la oreja derecha y repitió la maniobra.

– Es evidente que no estás preocupado por los intrusos.

Pasé a la sala de estar, escuché detrás la puerta, luego retrocedí y corrí el pasador. Birdie me observaba desde el vestíbulo. No había señales de ninguna persona. Cogí el sobre y cerré la puerta con llave detrás de mí.

Birdie seguía observándome atentamente.

En el sobre alguien había escrito mi nombre con un trazo agitado y femenino. No había remitente.

– Es para mí, Birdie.

No hubo respuesta.

– ¿Pudiste ver a la persona que lo dejó en la puerta?

Sacudí el sobre.

– Probablemente el equipo de artificieros no haría esto.

Rasgué una esquina y eché un vistazo al interior. Un libro.

Abrí el sobre y saqué un gran diario encuadernado en piel. En la portada habían pegado una nota, escrita en un delicado papel color melocotón por la misma mano que había dibujado mi nombre en el exterior del sobre.

Mis ojos volaron hacia la firma. «Marion Louise Willoughby Veckhoff.»


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