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– ¿Dónde queda eso?

– En el extremo norte de la ciudad.

– ¿CUM?

La Police de la Communauté Urbaine de Montreal tiene jurisdicción sobre todo lo que sucede en la isla de Montreal.

– Oui. Sargento-detective Luc Claudel.

Claudel. El respetado detective bulldog que trabajaba de mala gana conmigo, seguía convencido de que las antropólogas forenses no eran de mucha ayuda para hacer cumplir la ley. Justo lo que necesitaba.

– ¿Han identificado a la mujer?

– Hay una presunta identificación y han arrestado un hombre. El sospechoso afirma que la mujer se cayó, pero monsieur Claudel no está convencido. Me gustaría que usted se encargase de examinar el trauma craneal.

El francés de LaManche, siempre tan correcto.

– Lo haré mañana.

El segundo caso era menos urgente. Una pequeña avioneta se había estrellado hacía dos años en las proximidades de Chicoutimi, el copiloto nunca fue encontrado. Recientemente había aparecido un segmento de diáfisis en esa zona. ¿Podía determinar si ese hueso era humano? Le aseguré que podía hacerlo.

LaManche me lo agradeció, me preguntó por las tareas de recuperación de cuerpos en el accidente de la TransSouth Air y expresó su pesar por la trágica muerte de Bertrand. No hizo ninguna pregunta sobre mis problemas con las autoridades. Seguramente las noticias habían llegado hasta él, pero era un hombre demasiado discreto como para sacar un tema delicado.

Ignoré los mensajes de los vendedores.

El graduado de McGill hacía tiempo que había conseguido la referencia que necesitaba.

Mi amiga Isabelle había organizado una de sus famosas veladas el sábado anterior. Me disculpé por haber pasado por alto su llamada y su fiesta. Me aseguró que pronto organizaría otra.

Acababa de colgar cuando comenzó a sonar el móvil. Atravesé la habitación a la carrera y logré desenterrarlo, jurándome por enésima vez que buscaría un lugar mejor que mi bolso. Me llevó un momento identificar la voz.

– ¿Anne?

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó.

– Concluyendo un tratado de paz mundial. Acabo de hablar con Koffi Anan.

– ¿Dónde estás?

– En Montreal.

– ¿Por qué demonios has vuelto a Canadá?

Le conté lo sucedido a Bertrand.

– ¿Es por eso que se te oye tan apagada?

– En parte. ¿Estás en Charlotte? ¿Cómo te fue en Londres?

– ¿Qué significa eso? ¿En parte?

– No quieres saberlo.

– Por supuesto que sí. ¿Qué ha pasado?

Me desahogué. Mi amiga escuchó. Veinte minutos más tarde me tomé un respiro, no lloraba pero estaba a punto de hacerlo.

– ¿O sea que la cuestión de la propiedad de Arthur y el pie sin identificar no tiene nada que ver con la cuestión de la denuncia relacionada con el accidente?

– Algo así. No creo que ese pie pertenezca a ninguna de las personas que viajaban en el avión. Tengo que probarlo.

– ¿Piensas que pertenece a ese tal Mitchell que desapareció en febrero?

– Sí.

– ¿Y el NTSB aún no sabe cuál fue la causa del accidente?

– No.

– Y todo lo que sabes sobre esa propiedad es que un tío llamado Livingstone se la dio como regalo de bodas a un tío llamado Arthur, quien a su vez se la vendió a un tío llamado Dashwood.

– Así es.

– Pero la escritura esta a nombre de un grupo de inversiones, no de Dashwood.

– H amp;F. En Delaware.

– Y algunos de los nombres de los integrantes de ese grupo de inversiones coinciden con los nombres de personas que murieron justo antes de la desaparición de algunos viejos locales.

– Eres buena.

– Tomo notas.

– Suena ridículo.

– Sí. ¿Y no tienes idea de por qué Davenport la tiene tomada contigo?

– No.

Nos quedamos en silencio.

– Oímos hablar de un lord en Inglaterra llamado Dashwood. Creo que era amigo de Benjamin Franklin.

– Eso debería resolver el enigma. ¿Cómo te fue en Londres?

– Genial. Pero demasiado tour OJC.

– ¿Tour OJC?

– Otra Jodida Catedral. A Ted le encanta la historia. Incluso me arrastró a visitar unas cuevas. ¿Cuándo regresarás a Charlotte?

– El jueves.

– ¿Adonde iremos para el Día de Acción de Gracias?

Anne y yo nos habíamos conocido cuando éramos jóvenes y estábamos embarazadas, yo de Katy y ella de su hijo, Brad. Aquel primer verano hicimos el equipaje y nos largamos con nuestros bebés al mar durante una semana. Desde entonces, todos los veranos y todos los días de Acción de Gracias habíamos ido a la playa.

– A los chicos les gusta Myrtle. Yo prefiero Holden.

– A mí me gustaría visitar las islas Pawley. Almorcemos juntas. Lo discutiremos y te contaré mi viaje. Tempe, las cosas volverán a su cauce. Ya lo verás.

Me dormí escuchando el sonido del aguanieve, pensando en arena y palmeras, y preguntándome si tenía alguna posibilidad de volver a tener una vida normal.

El Laboratoire de Sciences Judiciaires et de Medicine Légale es el principal laboratorio criminal y médico legal para la provincia de Quebec. Está situado en los dos últimos pisos del Edifice Wilfrid-Derome, conocido por la gente de Montreal como la Süreté du Quebec, o edifico SQ.

A las nueve y media de la mañana del lunes me encontraba en el laboratorio de antropología-odontología, había asistido ya a la reunión de personal y había recogido el impreso de solicitud de Demande d'Expertise en Anthropologie como patóloga asignada a ese caso. Después de determinar que el fragmento óseo del copiloto realmente pertenecía a la pata de un ciervo, redacté un breve informe y regresé al caso de Claudel.

Dispuse los huesos sobre mi mesa de trabajo siguiendo un orden anatómico, realicé un inventario esquelético, luego comprobé los indicadores de edad, sexo, raza y altura para ver si coincidían con la presunta identificación de la mujer. Esto podría ser importante, ya que la víctima carecía de dentadura y no existían informes dentales.

Hice una pausa a la una y media y di buena cuenta del pan con queso cremoso, plátano y galletas mientras contemplaba desde la ventana de mi oficina cómo navegaban los veleros debajo de los coches que cruzaban el puente Jacques Cartier. A las dos estaba concentrada de nuevo en los huesos y, hacia las cuatro y media, había terminado mi análisis. La víctima podría haberse destrozado la mandíbula, la órbita y el pómulo, y haberse aplastado la cabeza como consecuencia de una increíble caída. Desde un globo aerostático o desde un rascacielos, por ejemplo.

Llamé a Claudel y le di mi opinión: era un homicidio. Cerré la oficina con llave y me fui a casa.

Pasé otra noche sola, cociné un muslo de pollo, miré una reposición de Doctor en Alaska y leí algunos capítulos de una novela de James Lee Burke. Era como si Ryan se hubiese evaporado del planeta. A las once estaba dormida.

El día siguiente lo pasé analizando a la mujer apaleada: fotografiando mis hallazgos sobre el perfil biológico y fotografiando, dibujando, describiendo y explicando los modelos de heridas en el cráneo y la cara. A última hora de la tarde había completado el informe y lo dejé en la secretaría. Me estaba quitando la bata del laboratorio cuando Ryan apareció en la puerta de mi oficina.

– ¿Necesitas que te lleven al funeral?

– ¿Cómo lo llevas? -pregunté, cogiendo mi bolso del último cajón del escritorio.

– No entra mucho el sol en el despacho.

– No -dije, mirándole a los ojos.

– Estoy completamente atascado con el caso Petricelli.

– Ya. -Mis ojos no se apartaban de los suyos.

– Parece que ahora Metraux no está tan seguro de haber visto a Pepper.

– ¿Por lo de Bertrand? Se encogió de hombros.

– Esos cabrones serían capaces de vender a su madre para salir de aquí.

– Peligroso.

– Como beber del grifo en Tijuana. ¿Quieres que te lleve?

– Si no es mucha molestia.

– Te recogeré a las ocho y cuarto.

Puesto que el sargento detective Jean Bertrand había muerto en el cumplimiento de su deber fue enterrado con todos los honores del estado. La Direction des Communications de la Süreté du Quebec había informado a todos los cuerpos policiales de Norteamérica, utilizando el sistema CPIC en Canadá y el sistema NCIC en los Estados Unidos. Una guardia de honor flanqueaba el ataúd en la funeraria. Desde allí, los restos de Bertrand fueron escoltados hasta la iglesia y luego al cementerio.

Aunque esperaba una gran concurrencia me asombró la enorme cantidad de personas que acudió a los funerales. Además de la familia y los amigos de Bertrand, sus compañeros de la SQ, miembros del CUM y muchos del laboratorio médico legal, parecía que cada departamento de policía de Canadá, y muchos de Estados Unidos, habían enviado representantes. Medios de comunicación franceses e ingleses enviaron periodistas y equipos de televisión.

Hacia el mediodía, los restos de Bertrand yacían en la tierra del cementerio de Notre-Dame-des-Neiges y Ryan y yo bajábamos en coche por el sinuoso camino que llevaba desde la montaña hasta Centreville.

– ¿Cuándo sale tu avión? -preguntó, giró en Cóte-des-Neiges y continuó por St. Mathieu.

– Mañana a las once y cuarto.

– Te recogeré a las diez y media.

– Si aspiras a conseguir el puesto de chófer el sueldo es miserable.

El chiste murió antes de que yo acabara de decirlo.

– Voy en el mismo vuelo.

– ¿Por qué?

– Anoche la policía de Charlotte detuvo a un delincuente de Atlanta llamado Pecan Billie Holmes.

Sacó del bolsillo un paquete de Du Maurier, golpeó ligera mente un cigarrillo contra el volante y luego se lo llevó a los labios. Después de encenderlo con una mano, inhaló profundamente y expulsó el aire por la nariz. Bajé el cristal de mi ventanilla.

– Parece que este Pecan tenía muchas cosas que decir acerca de cierto soplo telefónico al FBI.


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