Salí de la autopista, atravesé el centro de la ciudad y aparqué en la zona destinada a los visitantes en el Centro de Aplicación de la Ley.
Los policías entraban y salían del edificio, todos ellos con uniformes azul oscuro. Boyd gruñó levemente cuando uno pasó junto al coche.
– ¿Ves el emblema que llevan en el hombro? Es el nido de un avispón.
Boyd hizo un sonido similar al de un cantante tirolés pero siguió con el hocico pegado al cristal.
– Durante la Revolución, el general Cornwallis encontró unos focos de resistencia tan fuertes en Charlotte que bautizó la zona como un nido de avispones.
Sin comentarios.
– Debo entrar, Boyd. Pero tú tienes que quedarte aquí.
A pesar de no estar de acuerdo, Boyd se quedó en el coche.
Le prometí que regresaría antes de una hora, le di la última barra de chocolate con cereales para emergencias, cerré las ventanillas y lo dejé.
Encontré a Ron Gillman en su oficina de la esquina en el cuarto piso.
Ron era un hombre alto, de pelo gris con un cuerpo que sugería baloncesto o tenis. El único defecto era un agujero en la dentadura superior.
Me escuchó sin interrumpir mientras le hablaba de mi teoría acerca de Mitchell y el pie. Cuando terminé de hablar, extendió una mano.
– Echémosle un vistazo.
Se colocó unas gafas con una montura de concha y examinó el diminuto fragmento, haciendo girar el frasco entre los dedos. Luego cogió el teléfono y habló con alguien en la sección de ADN.
– Las cosas se mueven más rápido si la solicitud procede de aquí -dijo, colgando el teléfono.
– Cuanto más rápido, mejor -dije.
– Ya he examinado tu muestra ósea. Eso está hecho y el perfil ha sido incorporado a la base de datos que creamos para las víctimas del accidente. Si obtenemos algún resultado de esto -dijo, señalando el frasco-, también lo incorporaremos a la base de datos y buscaremos algún rasgo común.
– No puedo decirte cuánto te agradezco lo que estás haciendo.
Se reclinó en su sillón y entrelazó las manos detrás de la cabeza.
– Realmente le has metido el dedo en el ojo a alguien importante, doctora Brennan.
– Supongo que sí.
– ¿Alguna idea de quién puede ser?
– Parker Davenport.
– ¿El vicegobernador?
– El mismo.
– ¿Cómo conseguiste irritar a Davenport?
Levanté las palmas y me encogí de hombros.
– Es difícil evitarlo si no eres amable.
Le miré, apesadumbrada. Yo había compartido mi teoría con Lucy Crowe. Pero aquello era el condado de Swain. Aquí estaba en mi casa. Ron Gillman dirigía el segundo laboratorio criminal más importante del estado. Mientras que el cuerpo de policía recibía fondos locales, el dinero llegaba al laboratorio a través de subvenciones federales administradas en Raleigh.
Como el departamento del forense. Como la universidad.
¡Qué diablos!
Le di una versión resumida de lo que le había explicado a Lucy Crowe.
– ¿De modo que el M. P. Veckhoff de tu lista es el senador del estado Pat Veckhoff de Charlotte?
Asentí.
– ¿Y Pat Veckhoff y Parker Davenport están relacionados de alguna manera?
Volví a asentir.
– Davenport y Veckhoff. El vicegobernador y un senador del estado. Eso es muy fuerte.
– Henry Preston era juez.
– ¿Cuál es la relación?
Antes de que pudiese responderle, un hombre apareció en la puerta, el nombre «Krueger» estaba bordado sobre el bolsillo de su bata de laboratorio. Gillman presentó a Krueger como técnico jefe de la sección de ADN. Él, junto con otros analistas, examinaban todas las pruebas de ADN en el laboratorio. Me levanté y nos estrechamos las manos.
Gillman le entregó a Krueger el frasco con el fragmento dental y le explicó lo que yo deseaba.
– Si allí hay alguna cosa, la encontraremos -dijo, levantando el pulgar.
– ¿Cuánto tiempo les llevará?
– Tendremos que purificar, ampliar y documentar el material durante el proceso. Podría darle un informe verbal en cuatro o cinco días.
– Eso sería genial.
Cuarenta y ocho horas sí hubiera sido genial, pensé.
Krueger y yo firmamos los impresos de transferencia de pruebas y se marchó con la muestra. Esperé a que Gillman hiciera una llamada. Cuando colgó el teléfono, le hice una pregunta.
– ¿Conocías a Pat Veckhoff?
– No.
– ¿A Parker Davenport?
– Le he visto algunas veces.
– ¿Y?
– Es un tío popular. La gente le vota.
– ¿Y?
– Es como un enorme grano en el culo.
Saqué la fotografía de los funerales de Tramper.
– Es él. Pero hace muchos años.
– Sí.
Me devolvió la fotografía.
– ¿Cómo te explicas todo esto?
– No tengo ni idea.
– Pero la tendrás.
– La tendré.
– ¿Puedo ayudarte?
– Hay algo que puedes hacer por mí.
Encontré a Boyd profundamente dormido junto a algunas migajas de cereales. Al oír el sonido de las llaves se levantó de un brinco y comenzó a ladrar. Al comprender que no se trataba de un ataque por sorpresa apoyó una pata sobre cada asiento delantero y meneó la cola. Me deslicé detrás del volante y comenzó a quitarme el maquillaje de un lado de la cara.
Cuarenta minutos más tarde me detuve delante de la dirección que Gillman había encontrado para mí. Aunque la residencia se encontraba a sólo diez minutos del centro de la ciudad, y a cinco minutos de mi urbanización en Carol Hall, me había llevado todo ese tiempo abrirme paso a través de la habitual confusión en Queens Road.
Los nombres de las calles de Charlotte reflejan su personalidad esquizoide. Por un lado la elección de los nombres de las calles era simple: encontraban un nombre y lo exprimían. La ciudad tenía Queens Road, Queen Road West y Queens Road East. Sharon Road, Sharon Lane, Sharon Amity, Sharon View y Sharon Avenue. Yo me había detenido en el cruce de Rea Road y Rea Road, Park Road y Park Road. También había una influencia bíblica: Providence Road, Carmel Road, Sardis Road.
Por otro lado, ninguna denominación parecía adecuada para más que unos pocos kilómetros. Las calles cambian de nombre de forma caprichosa. Tyvola se convierte en Fairview y luego en Sardis. En un determinado punto Providence Road llega a un cruce en el que un brusco giro a la derecha lo mantiene a uno en Providence; si se continúa recto se llega a Queens Road, que inmediatamente se convierte en Morehead; y desviarse a la izquierda significa llegar a Queens Road, que inmediatamente se convierte en Selwyn. La avenida Billy Graham da origen a Woodlawn, luego a Runnymede. Wendower es el origen de Eastway.
Las hermanas Queen son, con diferencia, las peores. A todos los visitantes o recién llegados a la ciudad les doy un método práctico para circular: si llega a cualquier calle llamada Queens, largúese inmediatamente de allí. Es un truco que a mí siempre me ha dado resultado.
Marion Veckhoff vivía en una gran casa de piedra estilo Tudor en Queens Road East. El estuco era color crema, la madera oscura y todas las ventanas de la planta baja exhibían un elaborado trabajo de plomo y cristal. La propiedad estaba rodeada por un seto perfectamente cortado y flores de brillantes colores llenaban los parterres a lo largo del frente y los laterales de la casa. Dos enormes magnolias ocupaban la mayor parte del patio delantero.
Una mujer con un collar de perlas, zapatillas finas y un traje pantalón turquesa estaba regando los pensamientos a lo largo de un sendero de losas que atravesaba el césped de delante. Tenía la piel pálida y el pelo del color del jengibre.
Previa advertencia a Boyd, bajé del coche y cerré la puerta. Grité, pero la mujer pareció no advertir mi presencia.
– ¿Señora Veckhoff? -repetí, acercándome a ella.
Se volvió, salpicándome los pies con el agua de la manguera. Movió la mano y el agua volvió a dirigirse hacia la hierba.
– Ay, querida. Lo siento.
– No se preocupe. -Me aparté del agua que formaba un charco en las losas del sendero-. ¿Es usted la señora Veckhoff?
– Sí, cariño. ¿Eres la sobrina de Carla?
– No, señora. Soy la doctora Brennan.
Sus ojos quedaron ligeramente desenfocados, como si estuviese consultando un calendario por encima de mi hombro.
– ¿He olvidado alguna cita?
– No, señora Veckhoff. Me preguntaba si podría hacerle algunas preguntas acerca de su esposo.
Volvió a fijar su mirada en mí.
– Pat fue senador del estado durante dieciséis años. ¿Es usted periodista?
– No, no lo soy. Tres reelecciones, es todo un logro.
– La función pública le alejó de nuestro hogar durante mucho tiempo, pero amaba su trabajo.
– ¿Adonde viajaba?
– A Raleigh principalmente.
– ¿Sabe si visitaba Bryson City?
– ¿Dónde se encuentra eso, querida?
– En las montañas.
– Oh, a Pat le encantaban las montañas, iba siempre que podía.
– ¿Acompañaba usted a su esposo en sus viajes?
– Oh, no, no. Tengo artritis y…
Su voz se desvaneció como si no estuviese segura de cómo seguir.
– La artritis puede ser muy dolorosa.
– Sí, así es. Y aquellos viajes Pat los disfrutaba con los muchachos. ¿Le molesta si acabo de regar las plantas?
– Por favor.
Caminé junto a ella mientras recorría los parterres con la manguera.
– ¿El señor Veckhoff viajaba a las montañas con sus hijos? -Oh, no. Pat y yo tenemos una hija. Ella está casada. Él iba con sus compañeros. -Se echó a reír, un sonido a medias entre una tos y un ataque de hipo-. Él siempre decía que era para escapar de sus mujeres, para recuperar energía.
– ¿Viajaba a las montañas en compañía de otros hombres?
– Estaban muy unidos, eran amigos desde el instituto. Echan terriblemente de menos a Pat. A Kendall también. Sí, estamos envejeciendo…
Nuevamente su voz se fue apagando hasta el silencio.
– ¿Kendall?
– Kendall Rollins. Fue el primero en irse. Kendall era poeta. ¿Conoce usted su obra?
Sacudí la cabeza, por fuera parecía tranquila. Por dentro el corazón latía con fuerza. El nombre «Rollins» figuraba en la lista de H amp;F.
– Kendall murió de leucemia a los cincuenta y cinco años.
– Era muy joven. ¿Cuándo fue eso, señora?
– En mil novecientos ochenta y seis.
– ¿Dónde se alojaban su esposo y sus amigos cuando iban a las montañas?
Su rostro se puso tenso y la piel debajo del ojo izquierdo dio un brinco.