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El chico dejó el cómic que estaba leyendo y me miró, entrecerrando los ojos como si fuesen demasiado sensibles a la luz. Cogió un cigarrillo que quemaba en un plato de metal ondulado, dio una calada y señaló con la barbilla en dirección a Swayney Creek.

– Cae a unos cuatro kilómetros al norte.

El humo salió junto con la respuesta.

– ¿De qué lado?

– Busque un buzón verde.

Cuando me marchaba sentí sus ojos pequeños clavados en mi espalda.

Swayney Creek era una delgada lengua negra que descendía abruptamente una vez que se abandonaba la autopista. El camino continuaba aproximadamente un kilómetro, luego se nivelaba y atravesaba un estrecho tramo ocupado por un bosque de coniferas. A un lado corría un arroyo de aguas tan claras que podía ver perfectamente las piedras que cubrían el fondo.

Continué hacia el norte y apenas vi señales de presencia humana. Luego el camino torcía hacia el este, ascendía ligeramente y alcancé a divisar un claro entre los árboles con un buzón verde oxidado a la derecha. Al acercarme leí el nombre «Bowman» tallado en una placa que colgaba de dos cortos trozos de cadena debajo de la caja.

Giré hacia el polvoriento camino y comencé a ascender, esperaba que fuese el Bowman que andaba buscando. Pinos, abetos y cicutas se alzaban hacia el cielo dejando que la luz apenas se fíltrase entre sus frondosas ramas. Unos treinta metros más adelante, la casa de Bowman se alzaba como un centinela solitario que protegía el camino forestal.

El reverendo vivía en una cabaña que había conocido mejores tiempos, con un porche en un extremo y un cobertizo en el otro. Había leña suficiente para calentar un castillo medieval. A ambos lados de la puerta principal había ventanas cubiertas por marquesinas de color turquesa y, en aquella penumbra, parecían tan fuera de lugar como los Arcos Dorados en una sinagoga.

El patio delantero estaba a la sombra y en el suelo se extendía una espesa alfombra de hojas y pinaza. Un sendero de grava lo cruzaba y unía la puerta con un rectángulo de grava en el extremo del camino.

Aparqué junto a la camioneta de Bowman, apagué el motor y conecté el teléfono. Antes de que pudiese bajar del coche, se abrió la puerta de la casa y el reverendo apareció en el porche. Vestía nuevamente de negro, como si quisiera recordarse incluso a sí mismo la sobriedad de su vocación.

Bowman no sonrió, pero su expresión se relajó al reconocerme. Salí del coche y recorrí el sendero hacia la casa. A cada lado crecían pequeñas setas marrones.

– Lamento molestarle, reverendo Bowman. Me dejé la bolsa de la compra en su camioneta.

– Así es. Está en la cocina. -Dio un paso hacia atrás-. Por favor, adelante.

Pasé junto a él y accedí a un interior oscuro con un fuerte olor a beicon quemado.

– ¿Quiere beber algo?

– No, gracias. No puedo quedarme.

– Por favor, siéntese.

Señaló una pequeña sala de estar llena de muebles. Parecía como si hubiesen sido comprados todos juntos para luego disponerlos como en una exposición. Sólo que más juntos.

– Gracias.

Me senté en un sofá tapizado con una tela marrón parecida al terciopelo, el centro de un grupo de tres piezas aún cubiertas con plástico. Aunque el tiempo era fresco, las ventanas estaban abiertas y las cortinas de tela escocesa marrón a juego con los muebles se hinchaban con la brisa.

– Iré a buscar sus cosas.

El reverendo desapareció y se abrió una puerta, me llegaron claramente las voces, los sonidos y los aplausos de un concurso de la televisión. Eché un vistazo a mi alrededor.

No había objetos personales en la habitación. No había fotos de boda o de graduación. Ni una sola instantánea de los niños en la playa o del perro jugando a destrozar sombreros. Las únicas imágenes pertenecían a personas rodeadas con un halo. Reconocí a Jesús y a un tío que pensé que podía ser Juan Bautista.

El reverendo Bowman regresó unos minutos después. La funda de plástico crujió cuando me levanté.

– Gracias.

– Ha sido un placer, señorita Temperance.

– Y gracias otra vez por su ayuda ayer.

– Me alegra haber podido ayudarla. Peter y Timothy son los mejores mecánicos del condado. Hace años que les llevo mis camionetas.

– Reverendo Bowman, hace mucho tiempo que usted vive en esta zona, ¿verdad?

– Toda la vida.

– ¿Sabe usted algo acerca de una casa con paredes de piedra y un patio cerca del lugar donde cayó el avión?

– Recuerdo que mi padre hablaba de un campamento cerca de Running Goat Branch, pero nunca de una casa.

Tuve un presentimiento. Cambié el bolso de lado, saqué el fax de McMahon y se lo enseñé a Bowman.

– ¿Alguno de los nombres de esta lista le resulta familiar?

Dobló el papel y lo leyó. Le observé atentamente pero no se produjo ningún cambio en su expresión.

– Lo siento.

Me devolvió el fax y volví a guardarlo en el bolso.

– ¿Alguna vez ha oído hablar de un hombre llamado Víctor Livingstone?

Bowman sacudió la cabeza.

– ¿Edward Arthur?

– Conozco a un Edward Arthur que vive cerca de Sylva. Durante un tiempo perteneció a la congregación, pero hace años que abandonó el movimiento. El hermano Arthur solía afirmar que había sido conducido ante el Espíritu Santo por el mismísimo George Hensley.

– ¿George Hensley?

– El primer hombre que trabajó con serpientes. El hermano Arthur decía que se habían conocido cuando el reverendo Hensley estuvo en Grasshopper Valley.

– Comprendo.

– El hermano Arthur debe rondar ya los noventa años.

– ¿Aún vive?

– Igual que la palabra sagrada de Dios.

– ¿Era miembro de su iglesia?

– Fue uno de los fieles de mi padre, uno de los hombres más devotos que ha respirado el aire del Señor. El ejército le cambió. Cuando acabó la guerra conservó la fe durante algunos años, luego simplemente dejó de seguir los signos.

– ¿Cuándo fue eso?

– Aproximadamente en el cuarenta y siete o el cuarenta y ocho. No. No es correcto. -Señaló con un dedo deformado-. El último servicio al que asistió el hermano Arthur fue cuando falleció la hermana Edna Farrell. Lo recuerdo bien porque mi padre había estado rezando por la renovación de la fe del hombre. Aproximadamente una semana después del funeral, mi padre visitó al hermano Arthur y se lo encontró rezando ante el cañón de una escopeta. Después de eso, lo dejó.

– ¿Cuando murió Edna Farrell?

– En mil novecientos cuarenta y nueve.

Edward Arthur le había vendido su tierra al Grupo de Inversiones H amp;F el 10 de abril de 1949.


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