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Las neuronas emitieron una señal de alarma. Quizá Earl me había seguido, me puse de pie y miré a mi alrededor. Estaba sola.

Todo permaneció inmóvil durante un largo minuto, luego algo sacudió las ramas del rododendro que estaba a mi derecha y oí un gruñido. Me giré pero sólo había hojas y matorrales. Con la mirada clavada en el follaje, salté del tronco y planté con fuerza los pies en la tierra.

Un momento después el gruñido se repitió, seguido de una especie de lamento agudo.

Las neuronas se dispararon y la adrenalina invadió todos los rincones de mi cuerpo.

Me agaché lentamente y busqué una piedra. Oí movimientos a mi espalda y me di la vuelta.

Mis ojos toparon con otros ojos, negros y brillantes. Los labios curvados sobre unos dientes pálidos y húmedos bajo la menguante luz de la penumbra. Entre los dientes, algo horriblemente familiar. Un pie.

Las neuronas lucharon por encontrar un significado. Los dientes estaban clavados en un pie humano.

Las neuronas se conectaron con los recuerdos almacenados recientemente. Un rostro despedazado. El comentario de uno de los ayudantes del sheriff.

¡Oh, Dios! ¿Un lobo? Estaba desarmada. ¿Qué debía hacer? ¿Amenazar?

El animal me miraba fijamente, su aspecto era salvaje y parecía hambriento.

¿Correr?

No. Tenía que recuperar ese pie. Pertenecía a una persona. Una persona con familia y amigos. No lo abandonaría a los depredadores del bosque.

Entonces un segundo lobo surgió de la oscuridad y se colocó detrás del primero, los dientes desnudos, la saliva que oscurecía la piel alrededor de la boca. Lanzó un gruñido y los labios temblaron. Lentamente, me erguí y levanté la piedra.

– ¡Atrás!

Ambos animales se quedaron inmóviles y el primer lobo dejó caer el pie que llevaba entre las mandíbulas. Olfateó el aire, la tierra, nuevamente el aire, bajó la cabeza, alzó la cola, dio un paso hacia mí, luego retrocedió sigilosamente un par de metros y se detuvo, sin hacer el más mínimo movimiento, vigilando. El otro lobo le siguió. ¿Estaban inseguros o tenían un plan? Empecé a retroceder, oí un chasquido y me giré para ver que había otros tres lobos a mi espalda. Parecían estar rodeándome lentamente.

– ¡Alto!

Grité al tiempo que lanzaba la piedra, alcanzando junto al ojo al lobo que estaba más cerca. Lanzó un aullido de dolor y retrocedió. Sus compañeros se detuvieron un momento y luego reanudaron el cerco.

Apoyé la espalda contra el tronco del árbol caído y comencé a mover una de las ramas hacia ambos lados tratando de arrancarla.

El círculo se iba reduciendo. Podía oír sus jadeos, oler sus cuerpos. Uno de los lobos dio un paso hacia el interior del círculo, luego otro, alzando y bajando la cola. Me miraba fijamente sin hacer un solo ruido.

La rama se rompió y el lobo saltó hacia atrás ante el chasquido de la madera, luego volvió a avanzar sin dejar de mirarme.

Aferrando la rama como si fuese un bate de béisbol, grité:

– Atrás, carroñeros. Fuera de aquí -y me lancé contra el lobo líder sacudiendo mi bate.

El lobo se apartó fácilmente, retrocedió unos pasos y luego regresó al círculo sin dejar de gruñir. Mientras preparaba mis pulmones para lanzar el grito más potente que jamás hubiese salido de ellos, alguien se me adelantó.

– ¡Largo de aquí, jodidos sacos de huesos! ¡Fuera! ¡Moved el culo!

Entonces un misil seguido de otro aterrizaron a pocos pasos del lobo que lideraba la manada.

El lobo olfateó el aire, lanzó un gruñido, luego dio media vuelta y se escabulló entre los matorrales. Los otros vacilaron un momento y le siguieron.

Dejé caer la rama con las manos temblando y me abracé al tronco caído.

Una figura vestida con un mono de protección y el rostro cubierto con una mascarilla corrió hacia mí y lanzó otra piedra contra los lobos que se alejaban. Luego alzó una mano y se quitó la mascarilla. Aunque apenas visible a la escasa luz del anochecer, pude reconocer el rostro.

Pero no podía ser. Era demasiado increíble para que fuese real.


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