Mr. Ramsay casi había acabado el libro. Sobrevolaba la página la mano, como si aguardara para descender el momento preciso en que hubiera terminado. Allí estaba sentado, sin sombrero, el viento lo despeinaba, estaba francamente desprotegido. Parecía muy viejo. Parecía, pensaba James, al ver la cabeza recortada contra el Faro, o ante la inmensidad de las aguas que se perdían en el horizonte, como una piedra en medio de la arena de la playa; parecía como si se hubiera convertido físicamente en lo que en el fondo de sus mentes ellos pensaban que era: en aquella soledad que era para ambos la verdad más cierta.
Leía con gran rapidez, como si tuviera ganas de llegar al final. A decir verdad, estaban ya muy cerca del Faro. Ahí se erguía, desnudo y derecho, deslumbrantemente blanco y negro, y podían verse las olas deshaciéndose en agujas blancas, como cristal que se arrojara contra las rocas. Veía una las ventanas con toda claridad; una pincelada blanca en una de ellas, y una gavilla de verde sobre la roca. Había salido un hombre que los miraba a través de un catalejo, y había entrado de nuevo. Así que esto era, pensaba James, el Faro que había estado viendo durante todos estos años desde el otro lado de la bahía; era una torre desnuda sobre una roca pelada. Le complacía. Confirmaba algún oscuro sentimiento acerca de su propio carácter. Las ancianas, se decía, pensando en el jardín de casa, estarían arrastrando las sillas por el césped. La buena de Mrs. Beckwith, por ejemplo, siempre estaba diciendo lo bonito que era esto, y lo bonito que era lo otro, y que deberían estar contentos por poder ser tan felices, pero, de hecho, james pensaba, mirando cómo se levantaba el Faro sobre la roca, es así. Veía cómo su padre leía con pasión, con las piernas recogidas. Compartían ese conocimiento. «Navegamos en medio de una tempestad, nos hundimos», comenzó a recitar para sí, murmurando, justo como lo hacía su padre.
Parecía como si hiciera siglos que nadie hubiera hablado. Cam estaba cansada de mirar hacia la mar. Pasaban flotando trocitos de corcho negro. Los peces en el fondo de la barca estaban muertos. Pero su padre seguía leyendo, y James lo miraba, y ella lo miraba, y habían prometido que se enfrentarían con la tiranía hasta morir, pero él seguía leyendo muy ajeno a lo que ellos pensaban. Así es como se escapa, pensaba ella. Sí, con aquella frente despejada, la nariz grande, manteniendo ante sí con firmeza aquel librito moteado, así se escapaba. Ya podía uno pretender cogerlo, porque él, como un pájaro, extendía las alas, se alejaba planeando, para posarse fuera de tu alcance, sobre alguna estaca solitaria. Se quedó mirando la inmensa extensión de agua. La isla se había convertido en algo tan diminuto que apenas parecía una hoja ahora. Parecía el extremo superior de una roca que corriera el peligro de ser cubierta por una ola en cualquier momento. Sin embargo, era en esta minúscula fragilidad donde había todos estos caminos, esas terrazas, estos dormitorios; tantas cosas incontables. Pero como, justo antes de dormir, las cosas se simplifican solas, de forma que sólo una, de toda la miríada de detalles, tiene poder para hacerse valer; de igual forma, creía, mirando soñolienta hacia la isla, todos esos caminos y terrazas y dormitorios se desvanecían y desaparecían, y no quedaba nada sino un incensario de color azul celeste que se movía de un lado a otro en su mente. Era un jardín colgante, era un valle, lleno de pájaros, de flores, de antílopes… Se dormía.
– Vamos -dijo Mr. Ramsay, cerrando el libro de repente.
– Vamos, ¿adónde?, ¿a qué extraordinaria aventura? Se despertó sobresaltada. ¿A desembarcar en cualquier lugar, a subir a cualquier lugar? Porque tras este inmenso silencio las palabras los sobresaltaban. Pero era absurdo. Tenía hambre, había dicho él. Era la hora del almuerzo. Además, mirad, había dicho. Ahí está el Faro.
– Casi hemos llegado.
a-Lo está haciendo muy bien -dijo Macalister, alabando james-, la maneja muy bien.
Pero su propio padre nunca lo alababa, se dijo James de forma sombría.
Mr. Ramsay abrió el paquete, repartió los emparedados. Ahora era feliz, comiendo pan y queso con los pescadores. Le habría gustado vivir en una casita de campo, holgazanear por la bahía, y escupir como los demás marinos, pensaba James, viendo cómo partía el queso en finas láminas amarillas con la navaja.
Está bien, así es, pensaba Cam, mientras desprendía la cáscara del huevo duro. Se sentía ahora como cuando entraba en el estudio, y los mayores leían The Times. Ahora puedo seguir pensando en lo que quiera, no me despeñaré por un barranco, ni me ahogaré, porque está ahí, no me quita ojo, se dijo.
A la vez navegaban tan aprisa junto a los acantilados que era excitante, parecía como si estuvieran haciendo dos cosas a la vez; comían unos emparedados al sol aquí, y se dirigían a puerto en medio de una gran tormenta, tras haber naufragado. ¿Durará el agua? ¿Durarán las provisiones?, se preguntaba, contándose un cuento, pero muy consciente a la vez de la verdad.
Pronto llegarían, le decía Mr. Ramsay al bueno de Macalister, pero sus hijos verían cosas sorprendentes. Macalister dijo que había cumplido setenta y cinco en marzo; Mr. Ramsay tenía setenta y uno. Macalister dijo que nunca había ido al médico, que tenía la dentadura completa. Y así es como me gustaría que vivieran mis hijos: Cam estaba segura de que eso es lo que estaba pensando su padre, porque le dijo que dejara de arrojar migas del emparedado a la mar, y añadió, como si estuviera pensando en los pescadores y en sus hábitos, que si no lo quería, lo que tenía que hacer era volver a envolverlo. No debía desperdiciarlo. Lo dijo con un conocimiento tan seguro, como si tuviera conocimientos precisos acerca de todo lo que ocurría en el mundo, que lo guardó al momento, y entonces él le dio, de su propia bolsa, un pastelillo de jengibre, como si fuera un noble español que ofreciera una flor a una dama en la reja (tan floridos eran sus modales). Pero era un hombre descuidado, sencillo, que comía pan con queso; y no obstante era el guía de una expedición en la que, por lo que ella sabía, podían ahogarse.
– Ahí se hundió -dijo de repente el hijo de Macalister.
– Hubo tres ahogados en este mismo sitio en el que estamos -dijo el viejo. Él mismo los había visto agarrados al palo mayor. James y Cam temían que Mr. Ramsay, que miraba al sitio que señalaban, estuviera a punto de empezar a declamar:
Pero un mar más airado me acogió a mí.
Si lo hiciera, no lo soportarían, empezarían a chillar, no podrían soportar otro estallido de aquella pasión que hervía en su interior; pero ante su sorpresa, lo único que dijo fue: «¡Ah!», como si estuviera pensando: ¿Por qué armar tanto jaleo por esto? Es natural que los hombres se ahoguen en las tormentas, pero es un asunto sencillo, y en el fondo de la mar (sacudía las migas del emparedado sobre ellos), después de todo, no había mas que agua. Luego, tras haber encendido la pipa, sacó el reloj. Lo miró con atención, como si hiciera, quizá, algún cálculo aritmético. Y exclamó con expresión triunfal:
– ¡Muy bien! James los había llevado como un piloto profesional.
¡Vaya!, pensaba Cam, dirigiéndose en silencio a James. Al final te has salido con la tuya. Porque sabía que esto es lo que había estado deseando James, y sabía que ahora que lo tenía estaba tan contento que no la miraría a ella, ni a su padre, ni a nadie. Estaba sentado con la mano en la barra del timón, atento, con aspecto hosco, fruncía levemente el entrecejo. Estaba tan contento que no le dejaba ni a ella ni a nadie que le quitaran ni un gramo de satisfacción. Su padre lo había alabado. Tenía que pensar que le era indiferente. Pero te has salido con la tuya, pensaba Cam.
Habían cambiado la derrota, navegaban ahora rápidamente, con ligereza, sobre largas olas que se reemplazaban con un movimiento extrañamente armónico y excitante, junto al acantilado. A la izquierda se veía una hilera de piedras de color pardo bajo el agua, el agua se hacía más transparente, algunas rocas eran verdes; sobre una, una roca más alta, había una ola que rompía sin cesar, y brotaba una columna de gotas que caían como una ducha. Se escuchaba el pías de la ola, y el rumor de las gotas que caían, y una especie de rumor y siseo de las olas que rodaban, jugaban y salpicaban las rocas, como si fueran animales salvajes libres, que perpetuamente corrieran y jugaran de esta forma.
Ahora se veían dos hombres en el Faro, los observaban, se disponían a recibirlos.
Mr. Ramsay se abotonó el abrigo, se subió los bajos de los pantalones. Cogió el paquete grande, mal envuelto, con papel de estraza, el que había preparado Nancy, se sentó con él en las rodillas. Así, dispuesto a desembarcar, se sentó mirando hacia atrás, a la isla. Su mirada penetrante quizá podía ver con claridad la forma diminuta, semejante a una hoja, que se erguía sobre un plato dorado. ¿Qué es lo que veía?, se preguntaba Cam. Todo era confuso para ella. ¿En qué estaría pensando ahora?, se preguntaba. ¿Qué buscaba, tan decidido, tan tenaz, tan callado? Lo observaban, ambos, sentado con la cabeza descubierta, con el paquete sobre las rodillas, mirando fijamente, sin desviar la mirada, la frágil sombra azul que parecía como el vapor de algo que se hubiera quemado. ¿Qué quieres?, les gustaría preguntarle. Ambos querían decir: Pídenos, y te lo daremos. Pero no les pidió nada. Se quedó sentado, mirando la isla, y podría estar pensando: Morimos, a solas cada uno, o podría estar pensando: He llegado. Lo he hallado; pero no dijo nada.
Se puso el sombrero.
– Traed esos paquetes -dijo, señalando con un movimiento de la cabeza hacia las cosas que había preparado Nancy para que llevaran al Faro.
– Los paquetes para los del Faro -dijo. Se levantó y se dirigió a la proa de la barca, erguido, alto, y tal parecía como si, pensaba james, estuviera diciendo: «Dios no existe»; y Cam pensaba, parece como si fuera a dar un salto en el vacío; ambos se levantaron para saltar tras él; saltó, con ligereza, como un joven, con el paquete; llegó a la piedra.