La primavera, a la que no le quedaba una hoja por echar, desnuda y deslumbrante como una virgen que defendiera su castidad, desdeñosa a causa de su pureza, se había posado sobre la campiña con los ojos abiertos y vigilante sin cuidarse de lo que hicieran o pensaran los que miraban.
[Prue Ramsay, del brazo de su padre, se había casado ese mayo. ¿Qué más apropiado?, decía la gente. Y agregaban: ¡Qué hermosa estaba!]
Al acercarse el verano, al alargarse las tardes, imaginaciones de la más extraña clase visitaban a los despiertos, a los esperanzados que paseaban por la playa, que turbaban la calma del charco: carne que se convertía en átomos que se llevaba el viento, estrellas que rutilaban en sus corazones, acantilados, mar, nube y cielo reunidos intencionadamente para asociar exteriormente las partes desperdigadas de la visión interior. En esos espejos -las mentes de los hombres-, en esos charcos de aguas inquietas, donde las nubes se mueven de forma incesante, y se forman las sombras, persistían los sueños, y era imposible oponerse a la extraña insinuación que cada gaviota, árbol, hombre y mujer y aun la blanca tierra parecían manifestar (pero lo retirarían si se les preguntaba una sola vez): que el bien triunfa, que prevalece la felicidad, que reina el orden; u oponerse al extraño impulso de querer ir de un lado a otro en busca del bien absoluto, de algún cristal precioso, lejos de los placeres conocidos y de las virtudes familiares, algo ajeno a los procesos de la vida hogareña, único, duro, luciente, como un diamante en la arena, que volviera confiado a su posesor. Más aún, velada y complaciente, la primavera, con sus abejas zumbando, con los mosquitos danzando, se ceñía su túnica, velaba sus propios ojos, desviaba la mirada, y entre sombras pasajeras y el vuelo de la menuda lluvia parecía poseer un conocimiento completo de las penas de la humanidad.
[Prue Ramsay murió durante el verano de alguna enfermedad relacionada con el parto, lo cual, en verdad, fue una tragedia, dijeron. Decían que nadie merecía más la felicidad.]
Ahora, con el calor del verano, el viento enviaba sus espías de nuevo a la casa. Las moscas tejían una tela en las soleadas habitaciones; las hierbas, que habían crecido durante la noche hasta el cristal, llamaban al cristal de la ventana de forma disciplinada. Cuando caía la oscuridad, el haz de luz del Faro, que con tanta autoridad se había posado sobre la alfombra en la oscuridad, grabando un dibujo, aparecía ahora, con la luz más delicada de la primavera, mezclado con luz de luna, deslizándose con suavidad como si depositara sus caricias, y se demorara de forma furtiva, y mirase y regresase amoroso. Pero mientras duraba la canción de cuna de la propia caricia amorosa, mientras la larga luz del Faro se posaba sobre la cama, la piedra se desgajaba; otro pliegue del chal se desprendía, se quedaba colgando, se balanceaba. Durante las cortas noches de verano, y durante los largos días de verano, cuando las habitaciones vacías parecían resonar con los ecos del campo, y con el zumbido de las moscas, la larga enseña se movía con delicadeza, se balanceaba inútil; mientras que el sol decoraba con barras las habitaciones, y las llenaba de una calina amarilla, y Mrs. McNab, cuando irrumpió balanceándose -quitaba el polvo, barría-, parecía un pez tropical que nadara entre aguas atravesadas por los rayos del sol.
A pesar del sueño y el sopor, por fin llegaban al final del verano los sonidos ominosos como golpes calculados de martillos que cayeran sobre fieltro, que, con su repetido golpear, terminaran por desprender aún más el chal, y por agrietar aún más las tazas de porcelana. De vez en cuando tintineaba en la alacena algún vaso, como si una voz de gigante hubiese chillado tanto en su agonía que las copas de alguna
alacena hubiesen vibrado también. Todo quedaba en silencio de nuevo; y entonces, noche tras noche, y a veces a plena luz del mediodía, cuando las rosas lucían, y la luz reflejaba su sombra en la tapia con nitidez, parecía descender sobre este silencio, esta indiferencia, esta integridad, el golpe sordo de algo que caía.
[Estalló una granada. Murieron veinte o treinta jóvenes en Francia; entre ellos, Andrew Ramsay; su muerte, misericordiosamente, fue instantánea.]
En esta estación del año, quienes habían bajado a la playa a pasear y a preguntar a la mar y al cielo qué mensaje enviaban, o qué visión confirmaban, tenían que considerar, entre las muestras comunes de la bondad divina, la puesta de sol sobre la mar, la palidez del crepúsculo, la salida de la luna, las barcas de pesca contra la luna, y los niños tirándose unos a otros puñados de hierbas, si no había algo que disonara en esta alegría, en esta serenidad. Estaba la silenciosa aparición del navío de color ceniciento, por ejemplo: venía, se iba; había una mancha púrpura sobre la delicada superficie de la mar, como si algo hubiera hervido y se hubiera desangrado abajo, invisible, en el interior. Esta intromisión en una escena pensada para promover las reflexiones más sublimes, para conducir a las más placenteras conclusiones entorpecía sus pasos. Era difícil, si se era educado, no prestarles atención, abolir su significación en el paisaje; era difícil continuar, mientras se seguía paseando a la orilla de la mar, maravillándose de cómo la belleza del exterior reflejaba la del interior.
¿Complementaba la naturaleza los avances del hombre? ¿Concluía lo que había comenzado? Con la complacencia con la que veía la miseria del hombre, disculpaba su mezquindad, y cohonestaba su tortura. ¿Aquel sueño, pues, de compartir, de completar, de hallar en la soledad de la playa una respuesta, no era sino una imagen en un espejo?; y el propio espejo, ¿no sería sino una superficie pulida que se formase obedeciendo los poderes más nobles que durmieran en su interior? Impacientes, indecisos entre irse o quedarse (porque la belleza ofrece sus atractivos, sus consuelos): pasear por la playa era imposible; la contemplación era insoportable; el espejo estaba roto.
[Mr. Carmichael publicó un libro de poemas en primavera, y tuvo un éxito sorprendente. La guerra, decían, había reavivado el interés por la poesía.]