¿Que significa, qué puede querer decir todo esto?, se decía Lily Briscoe, preguntándose si, al haberla dejado sola, debía acercarse a la cocina a coger otra taza de té, o si debía esperar donde estaba, ¿Qué significa?, estas palabras eran un reclamo, cogidas de algún libro, encajaban entre sus pensamientos vagamente, porque no podía, esta primera mañana con los Ramsay, poner en orden sus sentimientos, sólo podía hacer que esta frase resonase en el vacío de su mente hasta que estos vapores se hubieran desvanecido. Porque, de verdad, ¿qué es lo que sentía al haber regresado tras todos estos años?, ¿tras la muerte de Mrs. Ramsay? Nada, nada, nada que supiera expresar.
Ayer era todo misterioso y oscuro cuando llegó, era tarde. Ahora estaba despierta, en el lugar de siempre en la mesa de desayuno, pero sola. Era muy pronto, aún no eran las ocho. Estaba lo de la excursión: iban a ir al Faro: Mr. Ramsay, Cam y James. Deberían haber salido ya, tenían que aprovechar la marea o algo así. Pero Cam no estaba, james no estaba, y a Nancy se le había olvidado encargar unos emparedados; Mr. Ramsay se había enfadado y había dado un portazo.
«¡Ya no podemos ir!», había exclamado con ira.
Nancy había desaparecido. Ahí estaba, yendo de un lado a otro de la terraza, encolerizado. Parecían oírse portazos y voces por toda la casa. Ahora entraba Nancy de repente, y preguntaba, buscando por la habitación, medio desesperada, medio enloquecida: «¿Qué suele enviarse al Faro?», como si se impusiera la obligación de hacer algo que sabía que nunca sería capaz de hacer.
A decir verdad, ¿qué es lo que solía enviarse al Faro? En cualquier otro momento habría sido sensato que Lily hubiera sugerido té, tabaco, periódicos. Pero esta mañana, todo, ante la pregunta de Nancy, parecía muy extraño -¿Qué hay que enviar al Faro?-; la pregunta abría nuevas puertas en la mente de cada uno, y las puertas no dejaban de dar portazos, de abrirse y cerrase; y obligaban a todos a preguntarse sin cesar, con asombro, con la boca abierta: ¿Qué se envía? ¿Qué se hace? Y, en fin: ¿Qué hace uno aquí?
Sentada sola (porque Nancy había vuelto a salir), ante las limpias tazas sobre la larga mesa, se sintió separada del resto de la gente, y sólo podía seguir mirando, preguntando, asombrándose. La casa, el lugar, la mañana, todo le parecía desconocido. No se sentía vinculada, sentía que, al no reconocer ningún lazo, cualquier cosa podría suceder, y sucediera lo que sucediera, una pisada afuera, una voz que se oyese («No está en la alacena, está en el rellano», gritaba alguien), era una interrogación más, como si el eslabón que habitualmente mantuviese juntas las cosas se hubiera cortado, y flotara todo por aquí, por allá, por todas partes. Qué inútil era todo, qué caótico, qué irreal, pensaba, mientras sus ojos se fijaban en la taza de café. Mrs. Ramsay muerta, Andrew cayó en la guerra, Prue también muerta… lo repitiera como lo repitiera, no despertaba nada de esto ningún sentimiento en ella. Aquí estamos todos juntos en una casa como ésta, en una mañana como ésta, decía, asomándose a la ventana: era un día apacible y hermoso.
De repente Mr. Ramsay levantó la mirada al pasar ante ella, y se quedó mirándola fijamente, con ojos de loco, extraviados, pero penetrantes, como si te viera, durante un segundo, por vez primera, pero como si la mirada fuera para siempre; ella fingió que bebía de la taza vacía, para eludirlo, para eludir sus exigencias, para dejar a un lado, de momento, aquella necesidad imperiosa. Movió la cabeza ante ella, y echó a caminar («a solas», le oyó decir. «Morí», le oyó decir), y, como todo lo demás en esta extraña mañana, las palabras se convirtieron en símbolos, se escribieron solas sobre las tapias verdegrises. Si pudieran ponerse juntas, pensó, concertarse en una frase, entonces habría llegado a la verdad de las cosas. El bueno de Mr. Carmichael entró con pie silencioso, cogió el café, y salió a tomarlo al sol. Esta extraordinaria irrealidad daba miedo, pero no dejaba de ser emocionante. Ir al Faro. Pero ¿qué es lo que se envía al Faro? Morí. A solas. La luz verdegrís en la tapia de enfrente. Las sillas vacías. Éstas eran algunas de las piezas, pero ¿cómo reunirlas?, se preguntaba. Como si cualquier interrupción pudiera destruir la frágil forma que construía sobre la mesa, se volvió de espaldas a la ventana, no fuera que Mr. Ramsay la viera. Tenía que escaparse, tenía que quedarse sola. De repente recordó. Hacía diez años, se había sentado en el mismo sitio, y había un tallo o un ornamento de hojas en el mantel, y se había quedado mirándolo en un momento de revelación. Había un problema con el primer plano de un cuadro. Había que colocar el árbol en el centro, se había dicho. Pero no había acabado aquel cuadro. ¿Dónde estarían sus pinturas?, se preguntó. Las pinturas, sí. Las había dejado en el recibidor la noche anterior. Empezaría ahora mismo. Se levantó aprisa, antes de que Mr. Ramsay regresara.
Cogió una silla. Colocó el caballete en un extremo del jardín con precisos movimientos de solterona, no demasiado cerca de Mr. Carmichael, pero lo suficientemente cerca como para contar con su protección. Sí, aquí es donde debió de estar hace diez años. Ahí están la tapia, el seto, el árbol. El asunto era cómo relacionar estos volúmenes. No se le había ido de la cabeza durante todos estos años. Parecía como si hubiera dado con la solución: ahora sabía qué quería hacer.
Pero con Mr. Ramsay a punto de caer sobre ella, no podía hacer nada. Cada vez que se acercaba -paseaba de un lado a otro de la terraza-, se acercaba el desastre, se acercaba el caos. No podía pintar. Se inclinaba, se daba la vuelta, cogía un trapo, cogía un tubo de pintura. Pero todo lo que conseguía era alejarlo brevemente. Le impedía cualquier actividad. Porque si le daba la menor oportunidad, si la veía desocupada, mirando a algún sitio, se acercaba a ella, y le decía, como le había dicho la noche anterior: «Hemos cambiado mucho.» La noche anterior se le había acercado, se había quedado ante ella, y había dicho eso. Mudos y sorprendidos se habían quedado todos, sentados, los seis niños a quienes solían poner apodos de los reyes y reinas de Inglaterra -El Rojo, La Bella, La Malvada, El Despiadado- callaban su ira. La buena de Mrs. Beckwith dijo algo sensato. Pero era una casa de pasiones encontradas: así lo había sentido durante toda la velada. Y encima de todo este caos, se acercaba Mr. Ramsay, le daba la mano, y le decía: «Ya verá cuánto hemos cambiado.» Nadie se movió ni dijo nada; se habían quedado allí como si se sintieran obligados a dejarle decir eso. Sólo James (El Hosco) miró ceñudo a la lámpara; Cam se enrollaba un pañuelo en torno a un dedo. Entonces es cuando les recordó que iban a ir al Faro al día siguiente. Tenían que estar preparados, en el recibidor, a las siete y media en punto. A continuación, con la mano ya en el tirador de la puerta, se detuvo, se dirigió a ellos: ¿No querían ir?, preguntó. Si se hubieran atrevido a decir que no (él tenía algún motivo para desearlo), se habría arrojado de forma trágica a las aguas de la desesperación. Tal era el talento que tenía para los gestos. Parecía un rey en el exilio. James dijo que sí con insistencia. Cam se retrasó con menos gracia. Sí, claro que sí, los dos estarían preparados, dijeron. Le pareció a ella que esto sí que era la tragedia: no los crespones, el polvo y el sudario; la coerción sobre los niños lo era, la sumisión de sus espíritus. James tenía dieciséis años; Cam, diecisiete, quizá. Había levantado la mirada buscando a alguien que no estaba allí, a Mrs. Ramsay, tal vez. Pero sólo estaba la buena de Mrs. Beckwith, que se dedicaba a sus dibujos a la luz de la lámpara. De forma que, como estaba cansada, y su mente aún se mecía con el ritmo de la mar, el sabor y el olor de los lugares que han estado largo tiempo deshabitados se apoderó de ella; las velas temblaban; se sintió libre de repente, bajó. Era una noche hermosa, las estrellas brillaban, las olas se oían cuando subió la escalera; la luna los sorprendió, enorme, pálida, cuando pasaban ante la ventana del rellano. Se había dormido al momento.
Puso el lienzo con decisión sobre el caballete, como si fuera una barrera, frágil, pero lo bastante buena como para defenderse de Mr. Ramsay y de sus exigencias. Hacía lo que podía, cuando él estaba de espaldas, para mirar el cuadro; aquí, la línea; allí, el volumen. Pero no había manera. Que se vaya a una distancia de cincuenta pies, que no te hable, que no te vea; aun así, se filtraba, prevalecía, lograba imponerse. Todo lo cambiaba. No podía ver el color, no podía ver las líneas; incluso de espaldas, lo único que podía hacer era decirse: Dentro de poco lo tendré aquí, pidiéndome… algo que sabía que ella no podía darle. Rechazaba un pincel, elegía otro. ¿Cuándo vendrán los chicos? ¿Cuándo se irán todos? Se movía nerviosa. Este hombre, pensaba, cada vez más enfadada, nunca ha dado, siempre recibe. Ella, por su parte, se vería obligada a ofrecer. Mrs. Ramsay había dado. Dar, dar, dar. Por eso había muerto, sólo así había podido dejar todo esto. En verdad, estaba enfadada con Mrs. Ramsay. Con el pincel temblando levemente entre los dedos, miró hacia el seto, el escalón, la tapia. Todo era obra de Mrs. Ramsay. Estaba muerta. Aquí estaba Lily, a los cuarenta y cuatro, perdiendo el tiempo, incapaz de hacer nada, ahí puesta, jugando a pintar, jugando a lo que no jugaba nadie, y todo era culpa de Mrs. Ramsay. Había muerto. Estaba vacío el peldaño en el que solía sentarse. Había muerto.
Pero ¿por qué repetir esto una vez tras otra? ¿Por qué esa pretensión de hacer aflorar unos sentimientos de los que carecía? Había una suerte de blasfemia en ello. Todo estaba seco, ajado, consumido. No deberían haberla invitado. A los cuarenta y cuatro una no puede perder el tiempo, pensaba. Detestaba jugar a pintar. Un pincel, lo único de lo que se fiaba en este mundo de lucha, desdicha y caos: con eso no debería jugar una, ni a sabiendas, era algo que detestaba. Pero él la obligaba. No tocarás el lienzo, parecía decirle, cayendo sobre ella, hasta que no me hayas dado lo que quiero de ti. Aquí estaba una vez más, junto a ella, exigiendo, enfadado. Muy bien, pensaba Lily, desesperada, dejando caer la mano izquierda, más sencillo será darlo por concluido. Seguro que podré pintar de memoria esa luz y la expresión entusiasmada, la rapsodia, la entrega que en tantas caras de mujeres había visto (en la de Mrs. Ramsay, por ejemplo) cuando en alguna ocasión como ésta estaban bañadas -podría recordar la mirada de Mrs. Ramsay- en una efusión de consuelo, de complacencia por la recompensa que recibían, y que, aunque ella no entendiera los motivos, era evidente que les otorgaba la más suprema bienaventuranza de la que la naturaleza humana es capaz. Aquí estaba, junto a ella. Le daría lo que pudiera.