Pero, después de todo, ¿qué es una noche? Un espacio muy breve, especialmente cuando oscurece tan temprano, y muy pronto comienzan a cantar los pájaros, los gallos, o a encenderse un débil color verde, o es una hoja la que se da la vuelta en el seno de la ola. La noche, sin embargo, sigue a la noche. El invierno tiene una baraja de noches, y las reparte con justicia, todas iguales; reparte con dedos incansables. Las hay largas y cerradas. Algunas exhiben en lo alto claros planetas, platos brillantes. Los árboles del otoño, expoliados, reciben el reflejo de las deterioradas baldosas que se hallan en los sombríos y fríos nichos de la catedral donde letras de oro sobre páginas de mármol describen las muertes en la batalla, y describen cómo blanquean y arden unos huesos allá lejos, en los desiertos de la India. Los árboles del otoño brillan bajo la luna amarilla, la luz de la luna del equinoccio, la luz que alegra el esfuerzo del trabajo, que pule el rastrojo, que obliga a las olas a lamer la orilla.
Parecía como si, conmovida por el dolor humano, y por sus fatigas, la divina bondad hubiese descorrido una cortina, y hubiese aparecido tras ella, única, clara, una liebre erguida; o bien la ola que rompe, o la barca que se mece; todas ellas son cosas que, si lo mereciéramos, deberían ser nuestras para siempre. Pero, ay, la divina bondad tira del cordón y corre la cortina; no le agrada; oculta sus tesoros con un diluvio de granizo, y tanto los rompe y confunde que parece imposible que puedan regresar a la calma, o que podamos recomponer con los fragmentos un todo perfecto, o que leamos en esos fragmentos, arrojadas con los desperdicios, las claras palabras de la verdad. Nuestro dolor merece sólo una visión fugaz; nuestras fatigas, una tregua.
Las noches están ahora llenas de viento y destrucción, los árboles se hunden y se doblan, y las hojas vuelan en un remolino hasta que ocultan la hierba, y obstruyen las alcantarillas, y taponan los desagües, y cubren los húmedos senderos. También la mar se agita y se mueve, y si el que duerme se imaginara que podría hallar respuesta a sus preguntas en la playa, y compañía para su soledad, y apartara las ropas, y bajase a pasear por la arena de la playa, ninguna imagen acudiría en su ayuda con prontitud para reducir la noche a orden, y para hacer que el mundo reprodujera la brújula del alma. La mano se esfuma en su mano, la voz ruge en sus oídos. Casi sería inútil en semejante confusión hacerle preguntas a la noche sobre el qué y el porqué y el de qué, preguntas cuyas respuestas tientan a quien duerme en la cama.
[Mr. Ramsay trastrabillando por un pasillo extendía los brazos una oscura mañana, pero Mrs. Ramsay había muerto de repente la noche anterior. Nadie recibía su abrazo.]