– Sí, mañana, por supuesto, si hace bueno -dijo Mrs. Ramsay-. Pero tendréis que levantaros con la alondra-agregó.
Estas palabras proporcionaron a su hijo una alegría extraordinaria, como si la excursión fuera ya cosa hecha; como si toda la ilusión con la que había aguardado este momento, que parecía haber tardado años y años, estuviese, tras la oscuridad de la noche, tras un día de navegación, al alcance de la mano. Pero, puesto que, ya a los seis años, era miembro de ese gran grupo que no consigue mantener en orden los sentimientos, sino que consiente que las esperanzas futuras, con sus penas y alegrías, empañen lo que sí que está al alcance de la mano, y puesto que, para quienes son así, desde la más temprana infancia, cualquier movimiento de la rueda de las emociones tiene el poder de hacer cristalizar y detener el momento sobre el que recae ya la pena, ya la exaltación, James Ramsay, que, sentado en el suelo, recortaba estampas del catálogo ilustrado del economato de la armada y el ejército, mientras su madre hablaba, adomó el cromo del refrigerador con una bienaventuranza celestial. Rodeaba el dibujo un halo de complacencia. La carretilla, la cortadora de césped, el sonido de los álamos, las hojas que blanqueaban antes de la lluvia, el graznido de los grajos, los ruidos de las escobas, el rumor de los vestidos: todo esto tenía en su mente color y forma tan propios que les había dedicado un código personal, una lengua secreta; aunque él, por su parte, era la viva imagen del rigor, de la más inflexible seriedad: frente despejada, apasionados ojos azules, inmaculadamente inocentes y puros, ceño severo ante la fragilidad humana; todo esto hacía pensar a su madre (mientras observaba cómo las tijeras seguían con cuidado el contorno del refrigerador), en los estrados, en visiones de togas rojas y armiños'; o en la responsabilidad de algún asunto a la vez delicado y de gran importancia, algo relacionado con alguna grave crisis de los asuntos públicos.
– Pero no hará bueno -dijo su padre, parado ante la ventana del salón.
Si hubiera tenido a mano un hacha, un espetón, o cualquier otra arma con la que hubiera podido atravesarle el pecho, y haberlo matado en aquel mismo momento, James habría echado mano de ella. Tan desmesuradas eran las emociones que Mr. Ramsay despertaba entre sus hijos con su sola presencia; ahí estaba: flaco como hoja de cuchillo, cortante, con su sonrisa sarcástica; contento no sólo por el placer de aguar la fiesta a su hijo, y de dejar en ridículo a su esposa, diez mil veces mejor que él en todos los sentidos (creía James), sino por poder exhibir además cierta secreta vanidad por la precisión de sus juicios. Decía la verdad. Siempre decía la verdad. No sabía mentir, nunca desfiguraba la naturaleza de un hecho cierto, jamás modificaría una palabra, por desagradable que fuera, para acomodarla a la conveniencia o el gusto de nadie; y menos aún la modificaría para complacer a sus propios hijos, de su carne y sangre, quienes debían saber desde la infancia que la vida es dificil, que con la realidad no se puede jugar, que para el viaje hacia esa tierra de fábula en la que se extinguen nuestras más ardientes esperanzas, donde naufragan nuestras frágiles barquillas en medio de las tinieblas (aquí Mr. Ramsay se erguía, los ojillos azules se convertían en rendijas dirigidas hacia el horizonte), lo que hace falta es, sobre todo, valor, sinceridad, fuerza para conllevar los padecimientos.
– Pero puede que haga bueno, y confio en que haga bueno -dijo Mrs. Ramsay, tirando con un leve movimiento impaciente del hilo de lana castaño-rojiza del calcetín que estaba tejiendo. Si acabara esta tarde, y si, después de todo, fueran al Faro, podría regalarle los calcetines al torrero, para el niño, que tenía síntomas de coxalgia; también les llevaría un buen montón de revistas atrasadas, tabaco y, cómo no, cualquier otra cosa de la que pudiera echar mano, y que no fuera verdaderamente indispensable; cosas de esas que lo único que hacen es estorbar en casa; debían de estar, los pobres, aburridos hasta la desesperación, todo el día allí, de brazos cruzados, sin nada que hacer, excepto cuidar el Faro, atender la mecha, pasar el rastrillo por un jardín no más grande que un pañuelo: necesitaban entretenerse. Porque, se preguntaba, ¿a quién puede gustarle estar encerrado durante todo un mes, o acaso más (cuando había tormentas), en un peñón del tamaño de un campo de tenis?, ¿no recibir cartas ni periódicos?, ¿no ver a nadie?; si estuvieras casado, ¿no ver a tu esposa?, ¿ni saber dónde están tus hijos?, ¿si están enfermos, o si se han caído y se han roto piernas o brazos?; ¿ver siempre las mismas lúgubres olas rompiendo una semana tras otra?; ¿y después la llegada de una horrible tempestad, y las ventanas llenas de espuma, y las aves que se estrellan contra el farol, y el movimiento incesante, sin poder asomar la nariz por temor a que te arrastre la mar? ¿A quién puede gustarle eso?, se preguntaba, dirigiéndose de forma especial a sus hijas. A continuación, cambiando de actitud, añadía que era preciso llevarles todo lo que pudiera hacerles la vida algo más grata.
– Sopla de poniente -dijo Tansley, el ateo, abriendo los dedos de forma que el viento pasara entre ellos; compartía con Mr. Ramsay el paseo vespertino por el jardín, de un lado para otro, y vuelta a empezar. Lo que quería decir es que el viento soplaba en la peor dirección posible para desembarcar en el Faro. Sí, hasta Mrs. Ramsay estaba de acuerdo, vaya si le gustaba decir cosas desagradables; era detestable que les refregara eso, y que hiciera que James se sintiera aún más desdichado; sin embargo, no les consentía que se rieran de él. «El ateo -lo llamaban-, el ateazo.» Rose se burlaba de él; Prue se burlaba de él; Andrew, Jasper, Roger se burlaban de él; hasta el viejo y desdentado Badger había intentado morderlo, porque era el joven número ciento diez (eso había dicho Nancy) que los había perseguido hasta las Hébridas, donde lo que de verdad les gustaba era estar solos.
– Bobadas -dijo Mrs. Ramsay, muy seria. Aparte de una muy general tendencia a exagerar, que habían heredado de ella, y aparte de la insinuación (era verdad) de que invitaba a demasiada gente a quedarse con ellos, y que tenía que hospedar a algunos en el pueblo, no podía soportar que nadie fuera descortés con los invitados, especialmente con los jóvenes, porque solían ser pobres de solemnidad; «qué gran talento», decía su marido; eran sus admiradores, e iban a pasar las vacaciones allí. A decir verdad, ella extendía su protección a todos los miembros del sexo opuesto; por razones que no sabría explicar, por su caballerosidad y valor, porque negociaban tratados, gobernaban la India, controlaban el mundo financiero, y, en fin, por una actitud hacia ella misma que no habría mujer que dejara de considerar halagüeña, una actitud que representaba algo en lo que confiar, algo infantil, reverencial; algo que una anciana podría aceptar por parte de un joven sin merma de su dignidad, y ay de la muchacha -¡al cielo rogaba que no fuera ninguna de sus hijas!- que, en lo más íntimo de su ser, no supiera apreciar esto en su verdadero valor, en todo lo que implicaba.
Se volvió con severidad hacia Nancy. No los había perseguido, dijo, lo habían invitado.
Tenía que haber alguna forma de escaparse de todo esto. Tendría que haber algo más sencillo, algo menos laborioso; suspiró. Cuando se miraba en el espejo, y se veía el pelo gris, las mejillas hundidas, los cincuenta años, pensaba en que quizá podía haber hecho las cosas mejor: su marido, el dinero, los libros de él. Pero, por su parte, ni por un segundo se arrepentía de las decisiones que había tomado, tampoco eludía las dificultades, ni se demoraba en el cumplimiento de su deber. El aspecto que tenía era formidable; y sólo en la intimidad de su conciencia, levantando la mirada de los platos, después de que ella hubiera hablado con tanta seriedad acerca de Charles Tansley, se atrevían sus hijas -Prue, Nancy, Rose- a entretenerse con ideas heréticas, de las que eran responsables exclusivas, acerca de una vida enteramente diferente de la de ella; quizá en París; una vida más animada; no ocupándose siempre del hombre que fuera; porque en todas sus mentes habían brotado dudas inexpresadas acerca de la deferencia, la caballerosidad, el Banco de Inglaterra y el Imperio de la India, las sortijas y los encajes; aunque para todas ellas había en todo esto algún componente fundamental de la belleza, algo que despertaba la admiración por la virilidad en sus corazones infantiles, y que, sentadas a la mesa bajo la mirada de su madre, les hacía honrar aquella extraña severidad, aquella cortesía tan perfecta (como la de una reina que alzara del barro el sucio pie de un pobre para lavarlo), cuando las amonestaba con tanto rigor por lo del desdichado ateo que los había perseguido -hablando con propiedad, a quien habían invitado- hasta la isla de Skye.
– Mañana no se podrá desembarcar donde el Faro -dijo Charles Tansley, dando palmadas, parado ante la ventana, junto a Mr. Ramsay. Vaya si había hablado más de la cuenta. Habría deseado que ambos los hubieran dejado en paz, a ella y a James, y que hubieran seguido hablando de sus cosas. Se le quedó mirando. Según los niños era un espécimen poco afortunado, un escaparate de irregularidades; no sabía jugar al críquet, era gruñón, arrastraba los pies. Un animal insolente, había dicho Ándrew. Sabían muy bien qué era lo que de verdad le gustaba: pasear eternamente, de acá para allá, de allá para acá, con Mr. Ramsay, y hablar de quién había ganado esto, y quién había ganado aquello; quién era un talento «de primera» para la composición poética en latín; quién era «brillante, pero, en el fondo, superficial»; quién era, sin ninguna duda, el «individuo con más talento de Balliol»; quién había sepultado su genio, por poco tiempo, en Bristol o Bedford, pero de quien no se iba a dejar de hablar en cuanto vieran la luz sus Prolegoma dedicados a alguna rama de las ciencias matemáticas o la filosofía, y de los que Mr. Tansley tenía ya las galeradas de las primeras páginas, por si Mr. Ramsay quería leerlas. De cosas como éstas es de lo que hablaban.
A veces ni ella podía contener la risa. Algo había dicho ella acerca de «unas olas como montañas». Sí, estaba algo borrascoso, había respondido Charles Tansley.
– ¡No se ha calado hasta los huesos? -había dicho ella.
– Algo húmedo, no calado -había respondido Mr. Tansley, pellizcando la manga, tocando los calcetines.
Pero no era eso lo que les preocupaba, decían los niños. No era la cara, ni los modales. Era él, eran sus opiniones. Cuando hablaban de algo interesante, gente, música, historia, cualquier cosa, incluso cuando decían que hacía una buena tarde, y que querían salir a sentarse afuera, lo que les molestaba de Charles Tansley es que no se sentía satisfecho si no daba un rodeo para que fuera lo que fuera lo reflejara a él, y les hiciera sentirse conscientes de su superioridad, hasta conseguir irritarlos con su agria forma de exterminar tanto las flaquezas como la grandeza de la humanidad. Si iba a una exposición de pintura, lo primero que hacía era preguntar por la opinión que les merecía su corbata. Bien sabe Dios, decía Rose, que no era precisamente una corbata que pudiera gustar a cualquiera.