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Conocía Amsterdam, decía Mr. Bankes mientras caminaba por el jardín en compañía de Lily Briscoe. Había estado viendo los Rembrandt. Conocía Madrid. Desdichadamente era Viernes Santo, y el Prado estaba cerrado. También había estado en Roma. ¿Conocía Roma Miss Briscoe? Ah, pues tenía que… sería una experiencia maravillosa para ella… la Capilla Sixtina, Miguel Ángel; los Giotto de Padua. Su mujer había estado muy delicada de salud durante muchos años, de forma que no habían tenido ocasión de ver muchas cosas.

Ella conocía Bruselas, París, pero aquí estuvo sólo en una visita muy rápida, para ver a una tía enferma. Conocía Dresde, había montañas de cuadros que no había podido ver; sin embargo, Lily Briscoe reflexionó, acaso era mejor no ver los cuadros: le hacían sentirse irremisiblemente descontenta con su propia obra. Mr. Bankes pensaba que ese punto de vista podía llevarse quizá demasiado lejos. No todos podemos ser Tiziano o Darwin, dijo; y, además, creía que los Darwin y los Tiziano existían porque había personas sencillas como nosotros. A Lily le habría gustado decir algo amable sobre él: usted no es una persona cualquiera, Mr. Bankes; eso es lo que le habría gustado decir. Pero a él no le gustaban los cumplidos (aunque sí le gustan a la mayoría de los hombres, pensó), y se sintió un poco avergonzada de esta idea, mientras que le escuchaba decir que acaso esta idea era inaplicable al caso de la pintura. En cualquier caso, dijo Lily, desprendiéndose de su modesta insinceridad, ella nunca dejaría de pintar, porque le interesaba. Sí, dijo Mr. Bankes, estaba convencido de que seguiría, al llegar al extremo del jardín le preguntó si le costaba inspirarse para pintar en Londres; luego, de vuelta, vieron a los Ramsay. Así que eso es el matrimonio, pensó Lily, un hombre y una mujer que miran a una niña que arroja una pelota. Esto es lo que Mrs. Ramsay quería decirme el otro día, pensó. Porque llevaba el chal de color verde, y estaban juntos, miraban cómo Prue y Jasper se arrojaban la pelota. De repente, sin justificación aparente, como cuando alguien salía del metro, o pulsaba el timbre de una puerta, descendía un significado sobre la gente, y la convertía en simbólica, en representativa; acababa de convertirlos, ahí, en pie, en medio del crepúsculo, absortos, en símbolos del matrimonio, marido y mujer. Luego, un momento después, ese perfil simbólico, que había vuelto trascendentes las figuras reales, se desvaneció de nuevo, y volvieron a ser Mr. y Mrs. Ramsay, que miraban cómo los niños se arrojaban la pelota. Pero todavía, durante un momento, aunque Mrs. Ramsay los saludó con la sonrisa de costumbre (ah, estará pensando que vamos a casarnos, pensó Lily), y dijo: «Esta noche he triunfado», con lo que quería decir que, por una vez, Mr. Bankes había aceptado una invitación a cenar, y que no saldría corriendo para ir a su alojamiento donde su criado le cocinaba las verduras a su gusto; todavía, durante un momento, hubo la sensación de que las cosas se habían desperdigado como en una explosión, hubo como una conciencia del espacio, de irresponsabilidad, mientras la pelota ascendía, y la seguían hasta perderla, y veían la estrella solitaria, y las ramas con sus atavíos. En medio de la luz declinante todos parecían más cortantes, más etéreos, y como si estuvieran separados por enormes distancias. Entonces, tras retroceder un buen trecho (parecía como si también la solidez se hubiera desvanecido), Prue comió a toda prisa hacia ellos, y cogió la pelota, con gran destreza, con la mano izquierda, y su madre dijo:

– ¿No han regresado todavía? -lo cual rompió el encantamiento. Mr. Ramsay se sintió autorizado a reírse de Hume en voz alta, que se había caído a una charca de la que no podía salir, y de donde lo había rescatado una anciana con la condición de que dijera un padrenuestro; se dirigió a su estudio riéndose. Mrs. Ramsay, trayendo de nuevo a Prue al seno de la vida familiar, de la que se había escapado para jugar a tirar la pelota, preguntó:

– ¿Ha ido Nancy con ellos?

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