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Se cubrió los hombros con el chal verde. Le dio el brazo. Era tan hermoso, dijo ella, hablando de Kennedy, el jardinero; era tan guapo que no podía despedirlo. Había una escalera apoyada contra el invernadero, y había saquitos de cemento por todas partes, porque estaban comenzando a reparar el invernadero. Sí, pero mientras ella paseaba con su marido sabía que ya había una nueva fuente de inquietudes. Estuvo a punto de decir, mientras paseaban: «Nos costará cincuenta libras»; pero no se atrevió a hablar de dinero, y se dedicó a hablar de los pájaros que mataba Jasper, y él le dijo, para calmarla inmediatamente, que era normal en un muchacho, y que estaba seguro de que no tardaría mucho tiempo en hallar mejores formas de diversión. Era tan sensato su marido, tan justo. Y ella dijo: «Sí, todos los niños pasan por las mismas etapas», y empezaba a pensar en las dalias del parterre grande, y a preguntarse por las flores del año próximo, y que si había oído cómo llamaban los niños a Charles Tansley. El ateo, lo llaman, el ateazo.

– No es persona muy refinada -dijo Mr. Ramsay.

– Ni mucho menos -dijo ella.

Creía que estaba bien eso de dejarlo solo un rato, dijo Mrs. Ramsay, preguntándose si estaría bien enviarles semillas, ¿las plantarían?

– Tiene que escribir la memoria -dijo Mr. Ramsay. Demasiado bien lo sabía, dijo Mrs. Ramsay, no hablaba de otra cosa. Era lo de la influencia de alguien sobre algo.

– Bueno, es con lo único que cuenta -dijo Mr. Ramsay.

– Al cielo pido que no se enamore de Prue -dijo Mrs. Ramsay. La desheredaría si se casara con él, dijo Mr. Ramsay. No miraba hacia las flores, su esposa sí; él miraba hacia arriba, hacia un punto que estaba a unos treinta centímetros por encima de su cabeza. Era inofensivo, agregó él, y estaba a punto de decir que era el único hombre de Inglaterra que admiraba su…, pero se contuvo. No quería molestarla con sus libros. Las flores eran un logro, dijo Mr. Ramsay, bajando la mirada, y viendo algo rojo, algo de color castaño. Sí, pero éstas las había plantado ella con sus propias manos, dijo Mrs. Ramsay. La pregunta era: ¿qué sucedería si mandaba las semillas?, ¿Kennedy acostumbraba a plantarlas? Qué perezoso era, añadió ella, avanzando. Cuando ella se pasaba todo el día con la azada en la mano, entonces, a veces, él se animaba y hacía algo. Siguieron caminando, hacia las liliáceas como barras al rojo vivo.

– Estás enseñando a tus hijas a exagerar -dijo Mr. Ramsay a modo de reproche. Su tía Camilla era mucho peor que ella, observó Mrs. Ramsay.

– Que yo sepa, nadie ha dicho que tía Camilla sea un modelo de nada -dijo Mr. Ramsay.

– La mujer más guapa que he conocido -dijo Mrs. Ramsay.

– Ha habido otras -dijo Mr. Ramsay. Prue iba a ser mucho más guapa que ella, dijo Mrs. Ramsay. No había señales de eso, dijo Mr. Ramsay.

– Bueno, fíjate en ella esta noche -dijo Mrs. Ramsay. Se detuvieron. Él dijo que le gustaría hallar el modo de inducir a Andrew a esforzarse más en sus tareas. Si no lo hacía, perdería la ocasión de obtener alguna beca.

– ¡Ah, las becas! -exclamó ella. Mr. Ramsay pensó que era una tontaina por hablar así de un asunto tan serio como era el de las becas. Sería un orgullo para él que Andrew obtuviera una beca, dijo. Y ella estaría igual de orgullosa aunque no la obtuviera, dijo ella. Nunca se ponían de acuerdo en esto, pero no importaba. A ella le gustaba que él creyera en las becas, y a él le gustaba que ella estuviera orgullosa hiciera lo que hiciera. De repente, ella se acordó de los senderos junto a los acantilados.

¿No se había hecho tarde?, preguntó ella. Aún no habían regresado. Abrió, sin ningún cuidado, la tapa de resorte del reloj. Pero acababan de dar las siete. Mantuvo el reloj abierto durante un momento, estaba decidiendo si le diría o no lo que había estado pensando en la terraza. Para empezar, no era sensato estar tan nerviosa. Andrew sabía cuidarse bien. Entonces quiso decirle que cuando había estado paseando por la terraza, hacía unos minutos… y al llegar a este punto se sintió incómodo, como si estorbara la soledad, el aislamiento, la distancia de ella… Pero ella le pidió que siguiera. Qué es lo que quería decirle, le preguntó, pensando en que se trataba de algo del Faro, que se arrepentía de haberle dicho: «Maldita seas.» Pero no. Es que no le gustaba verla tan triste. Es sólo que pienso en las musarañas, dijo ruborizándose. Ambos se sintieron incómodos, como si no supieran si tenían que seguir paseando o si tenían que volver. Había estado leyéndole cuentos a James, dijo. No, eso no podían compartirlo; no podían decirlo.

Habían llegado a la abertura en el seto, flanqueada por los dos grupos de liliáceas como barras al rojo vivo, y de nuevo se veía el Faro, pero no quiso mirar en aquella dirección. Si hubiera sabido que la miraba, pensó, no se habría quedado allí. No le gustaba nada que le recordaran que la habían visto sentada, pensativa. Miró por encima del hombro, hacia el pueblo. Las luces hacían ondas, y discurrían como si fueran gotas de agua que el viento sujetara con firmeza. Y toda la pobreza, todo el sufrimiento habían dado en aquello, pensó Mrs. Ramsay. Las luces del pueblo y de la bahía y las de los barcos parecían una red fantasmal que flotara allí como la baliza de señales de algo que se hubiera hundido. Bueno, si él no podía compartir los pensamientos con ella, se dijo Mr. Ramsay, entonces se dedicaría a los suyos, por su cuenta. Quería seguir reflexionando, repetirse la anécdota de cómo Hume se había caído a una charca; quería reírse. Pero, en primer lugar, era una necedad preocuparse demasiado por la ausencia de Andrew. A la edad de Andrew, él solía caminar por los campos durante todo el día, con unas galletas en el bolsillo, y nadie se preocupaba por él, ni temían que se hubiera despeñado por los acantilados. Dijo en voz alta que estaba pensando hacer una marcha de un día si hacía buen tiempo. Ya estaba algo harto de Bankes y Carmichael. Quería algo de soledad. Sí, dijo ella. Le fastidiaba que ella no protestara. Ella estaba segura de que no lo haría. Era demasiado viejo para pasar todo el día de marcha con unas galletas en el bolsillo. Se preocupaba por los niños, pero no por él. Hacía muchos años, antes de casarse, se acordó, mientras miraban al otro lado de la bahía, entre los dos grupos de liliáceas como barras al rojo vivo, de que había estado andando todo un día sin parar. Había almorzado pan con queso en un bar. Había estado caminando diez horas sin detenerse; había una vieja que de vez en cuando entraba en casa y atendía el fuego. Esa era la comarca que le gustaba, por allí, por las colinas arenosas que se difuminaban en la oscuridad. Podía estar uno andando todo el día sin encontrarse con nadie. Apenas había alguna casa o un solo pueblo en muchas millas a la redonda. Podía cualquiera expulsar, en completa soledad, las preocupaciones a fuerza de pensar en ellas. Había pequeñas ensenadas a las que no había llegado nadie desde el principio de los tiempos. Las focas se sentaban y se te quedaban mirando. A veces pensaba que en una casita por allí perdida, solo…, se separó, con un bostezo. No tenía ningún derecho. Tenía ocho hijos: recordó. Habría sido un animal, un bruto si deseara cambiar algo. Andrew sería mejor de lo que había sido él. Prue sería una mujer muy hermosa, según su madre. Apenas un momento podrían detener la marea que subía. No había estado nada mal, lo de los ocho hijos. Demostraban que después de todo no maldecía todo el desdichado y triste universo; porque en una tarde como ésta, al ver cómo la tierra se difuminaba en el horizonte, la islita parecía ridículamente pequeña, medio sepultada por el mar.

«Triste lugar», murmuró suspirando.

Lo oyó. El decía siempre cosas muy melancólicas, pero ella se daba cuenta de que en cuanto las había dicho parecía más contento que de costumbre. Ella creía que todo esto de decir frases rotundas era un jueguecito, porque si ella hubiera dicho la mitad de las cosas que decía él, a estas horas le habría estallado la cabeza.

La fastidiaba esto de las frases, y, de la forma más natural posible, le dijo que hacía una tarde espléndida. Y que no se quejara, le dijo, medio riéndose, medio quejándose, porque intuía en qué estaba pensando: habría escrito mejores libros si no se hubiera casado.

No se quejaba, dijo. Ella sabía que no se quejaba. Sabía que no tenía de qué quejarse. Le cogió la mano, se la llevó a los labios con tal pasión que hizo que a ella se le llenaran los ojos de lágrimas, y de repente la soltó.

Dieron la espalda a la vista, comenzaron a subir, cogidos del brazo, por el camino donde crecían unas plantas en forma de lanza, de color verde plateado. El brazo era casi como el de un joven, pensaba Mrs. Ramsay, flaco y duro, y pensó complacida en lo fuerte que era todavía, aunque tenía más de sesenta años, y qué indómito y optimista, y lo extraño que era que, sabiendo lo horroroso que era todo, no pareciera estar muy deprimido, sino, al contrario, alegre. ¿No era raro?, se dijo. A decir verdad, a veces le parecía que era diferente al resto de la gente: ciego, sordo y mudo ante los acontecimientos triviales, pero con una vista de águila para las cosas extraordinarias. Su capacidad de comprensión a veces la asombraba. Pero ¿advertía la presencia de las flores?, no. ¿La del paisaje?, no. ¿Advertía siquiera la belleza de su hija, o si estaba comiendo embutidos o un asado? Se sentaba a la mesa con ellos como si fuera un personaje de un sueño. Y, se temía ella, esa costumbre de hablar en voz alta, o de recitar poesía, se le acentuaba cada vez más; porque a veces era un tanto preocupante:

Best and brightest, come away!

A la pobrecita Miss Giddings, cuando aparecía gritándole cosas como ésta, casi se le salía el corazón del pecho por el susto. Pero, al momento, Mrs. Ramsay se ponía de su parte contra todas las estúpidas Giddings del mundo; entonces, haciendo una leve presión en el brazo de él, le hizo saber que subían la cuesta demasiado aprisa para ella, y que quería detenerse para ver si las toperas de la orilla eran nuevas; entonces, al agacharse a mirar, pensó que una mente como la de él a la fuerza tenía que ser diferente de las nuestras. Todos los grandes hombres que ella había conocido, pensó, tras concluir que debía de haber dentro un conejo, eran iguales, y estaba bien que los jóvenes (aunque la atmósfera de las clases estaba muy cargada, y la deprimía hasta lo insoportable), sencillamente, se acercaran a escucharle. Pero si no se cazaban los conejos, ¿cómo impedir que proliferaran?, se preguntó. Podría ser un conejo, podría ser un topo. Alguna alimaña le destruía las hierbas de asno. Al levantar la mirada, vio sobre los delgados árboles la primera estrella, y quiso que su marido la viera también; porque ver una estrella le proporcionaba un gran placer. Pero se contuvo. Él nunca miraba las cosas. Si hubiera mirado, lo único que se le habría ocurrido decir sería: Pobrecito mundo, y habría suspirado.

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