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Como de costumbre, pensó Lily. Siempre había algo que era obligatorio hacer en ese preciso momento, algo que Mrs. Ramsay había decidido, por razones propias, que era urgente hacer, aunque estuvieran todos contando chistes, como ahora, sin atreverse a decidir si iban a pasar a la biblioteca, al salón, o si iban a subir al ático. De repente veía una a Mrs. Ramsay, en medio de la confusa conversación, en pie, con Minta cogida del brazo, recordándose: «Sí, esto es lo que hay que hacer ahora», para irse a continuación, con aires de secreto, a hacer algo a solas. En cuanto se hubo ido, se separaron: dudaron, se dispersaron; Mr. Bankes cogió a Charles Tansley del brazo, y se fueron a seguir hablando de lo que se había hablado en la mesa, de política: otorgaban una nueva correlación de fuerzas a la velada, haciendo que el peso recayera en un sentido diferente, como si, pensaba Lily, al verlos salir, al oír una o dos palabras sobre la política del Partido Laborista, se hubieran subido al puente del barco para fijar la demora; eso le pareció la sustitución de la poesía por la política; salieron Mr. Bankes y Charles Tansley, mientras que los demás se quedaban mirando cómo Mrs. Ramsay subía sola por las escaleras con la lamparilla. ¿Adónde iba tan aprisa, se preguntaba Lily?

No es que en realidad corriera o pareciera tener prisa; a decir verdad, subía muy lentamente. Se sentía inclinada a quedarse quieta después de tanta charla, y a quedarse con una sola cosa, con la más importante; algo que fuera verdaderamente importante; separarla, aislarla, quitarle todas las emociones y las adherencias extrañas, y contemplarla, llevarla ante un tribunal, diligente como un cónclave, donde se sentaran los jueces que ella hubiera elegido para juzgarla. ¿Es buena?, ¿mala?, ¿está bien?, ¿está mal?, etcétera. Así se recomponía tras la violencia del acontecimiento, y de forma tan inconsciente como incongruente, utilizaba las ramas del olmo de afuera para dar estabilidad a su posición. El mundo de ella cambiaba: ellas estaban quietas. El acontecimiento le había dado una sensación de movimiento. Todo tenía que estar ordenado. Tenía que conseguir que esto estuviera bien, y lo de más allá, pensaba, dando por buena la digna quietud de los árboles; una vez más, y dando por buena también la soberbia elevación (como el pico de un barco sobre la cresta de una ola) de las ramas del olmo cuando el viento las subía. Porque hacía viento (se asomó un momento a mirar). Hacía viento, y las hojas se apartaban a veces, dejaban ver una estrella; las propias estrellas parecían estremecerse, parecían destellar entre los bordes de las hojas. Sí, ya estaba hecho: logrado; y, como todo lo concluido, era solemne. Ahora que lo pensaba, lejos de charlas y emociones, siempre había sido así, y sólo ahora se mostraba como era, y al mostrarse se volvía estable. Pensaba que, para el resto de la vida, siempre tendrían esta noche a la cual recurrir: la luna, el viento, la casa, también a ella. La halagaba, era su punto débil, el pensar que por mucho que vivieran, arraigada en los corazones, siempre estaría en ellos; esto, esto y esto, pensaba, mientras subía por las escaleras, riéndose, aunque afectuosamente, del sofá del rellano (de su madre), de la mecedora (de su padre), del mapa de las Hébridas. Todo esto viviría de nuevo en las vidas de Paul y Minta; «los Rayley», hacía pruebas con el nuevo nombre; y sentía, con la mano en el tirador de la puerta del cuarto de los pequeños, esa comunidad de sentimientos con otras personas que brinda la emoción, como si los tabiques hubieran adelgazado tanto que prácticamente (era una emoción de alivio y felicidad) fuera todo un torrente; como si sillas, mesas y mapas fueran de ella, de ellos, no importaba de quién; como si Paul y Minta cogieran el relevo cuando ella hubiera muerto.

Asió el tirador con fuerza, para que no chirriara, y entró, apretando levemente los labios, como si recordara que no tenía que hablar alto. Pero, en cuanto entró, se dio cuenta, con pesar, de que la precaución era innecesaria. Los niños no estaban dormidos. Era un fastidio. Mildred tenía que tener más cuidado. James estaba completamente despierto, Cam estaba sentada en la cama, y Mildred se había levantado, estaba descalza, eran casi las once, y estaban todos hablando. ¿Qué pasaba? Era otra vez el horrible cráneo. Le había dicho a Mildred que se lo llevara, pero a Mildred, por supuesto, se le había olvidado; Cam estaba completamente despierta, James estaba completamente despierto, y estaba disputando, cuando hacía horas que deberían haber estado todos dormidos. ¿En qué estaría pensando Edward para enviar este horroroso cráneo? Había sido demasiado inocente, y había dejado que lo colgaran allí. Estaba clavado, había dicho Mildred; Cam no podía dormir si lo veía, pero James gritaba cuando intentaban quitarlo.

Cam tenía que dormirse (tenía unos cuernos muy grandes, decía…), tenía que dormirse y soñar con bonitos palacios, dijo Mrs. Ramsay, sentándose en la cama, junto a ella. Veía los cuernos, decía Cam, por toda la habitación. Era verdad. Pusieran donde pusieran la luz (James no podía dormir si no había luz) siempre había una sombra de los cuernos en algún sitio.

– Pero, Cam, piensa que es sólo un cerdo -decía Mrs. Ramsay-, un bonito cerdo negro, como los del campo.

Pero Cam pensaba que se trataba de algo horrible, cuyos cuernos la amenazaban desde cualquier punto del dormitorio.

– Bueno, bueno -decía Mrs. Ramsay-, lo taparemos. Vieron cómo se dirigía a la cómoda, y cómo abría los cajoncitos con rapidez, uno tras otro; al no ver nada que sirviera, se quitó el chal, y lo enrolló sobre el cráneo, una y otra y otra vuelta; volvió donde Cam, y puso la cabeza casi a la misma altura que la de ella sobre la almohada, y le dijo que ahora tenía un aspecto muy bonito; que a los duendes les gustaría; que era como un nido, como una hermosa montaña de las que había visto en el extranjero, con valles y flores, con campanas que repicaban, con pájaros que trinaban, con cabritos y antílopes… Podía ver cómo las palabras le devolvían el eco del ritmo en la mente de Cam, cómo Cam las repetía a continuación: era una montaña, un nido, un jardín, y había diminutos antílopes; los ojos se abrían y cerraban; y Mrs. Ramsay seguía hablando de forma más monótona, más rítmicamente, más sin sentido; cómo tenía que cerrar los ojos para dormirse, para soñar con montañas y valles y estrellas que caían y loros y antílopes y jardines, y todo maravilloso, decía, levantando la cabeza muy despacio, y hablando cada vez más mecánicamente, hasta que se irguió por completo, y vio que Cam estaba dormida.

Ahora, susurraba, acercándose a su cama, James también tiene que dormirse, porque, mira, decía, el cráneo del jabalí sigue ahí; no lo habían tocado; habían hecho lo que él quería; está ahí, intacto. Le aseguró que el cráneo estaba debajo del chal. Pero él quería hacer otra pregunta. ¿Irían al Faro al día siguiente?

No, mañana, no, dijo, pero irían pronto, le prometió; el próximo día que hiciera bueno. Era un niño bueno. Se tumbó. Lo arropó. Pero nunca se le olvidaría, ella lo sabía; estaba enfadada con Charles Tansley, con su marido, con ella misma, porque ella le había hecho abrigar esperanzas. Al ir a colocarse bien el chal, recordó que lo había enrollado sobre el cráneo del jabalí; se levantó, bajó la ventana una o dos pulgadas más, escuchó el viento, respiró la fresca brisa de la tranquila noche, susurró buenas noches a Mildred, salió del dormitorio, y dejó que se deslizara con cuidado el resbalón de la cerradura.

Esperaba que no tirara los libros sobre el suelo en el piso de arriba, pensaba, recordando todavía lo molesto que era Charles Tansley. Porque ninguno de ellos dormía bien, eran niños nerviosos, y como había dicho lo que había dicho sobre el Faro, no le extrañaría nada que derribara una pila de libros, justo cuando estuvieran a punto de dormirse, que los hiciera caer de la mesa de un codazo. Porque supuso que se habría ido arriba a estudiar. Tenía un aspecto tan triste…, pero se sentiría aliviada cuando se fuera; mañana procuraría que lo trataran mejor; sin embargo era admirable con su mando; tenía que cuidar los modales; sin embargo a ella le gustaba cómo se reía; al pensar en esto, mientras bajaba por las escaleras, se dio cuenta de que se veía la luna por la ventana del rellano, la luna amarilla del equinoccio de primavera, se volvió, y la vieron, por encima de ellos, en pie, en las escaleras.

«Mi madre», pensó Prue. Sí, Minta debería mirarla, Paul debería mirarla. Eso es lo auténtico, sintió, como si sólo hubiera una persona así en todo el mundo; su madre. La adulta que había sido, hacía un momento, cuando hablaba con los demás, volvió a ser una niña; estaban jugando, lo que habían estado haciendo era un juego; y eso, se preguntaba, ¿le gustaría o le disgustaría a su madre? Pensaba en lo afortunados que eran Paul y Minta por poder verla, y en qué suerte tan grande la suya propia por tenerla. No quería crecer, ni irse de casa, y dijo, como una niña pequeña: «Estábamos pensando en bajar a la playa a ver las olas.»

Al momento, sin razón alguna, Mrs. Ramsay se convirtió en una muchacha de veinte años, llena de alegría. Se apoderó de ella, repentinamente, un espíritu festivo. Claro que tenían que ir, claro que tenían que ir, exclamaba, riéndose; y bajó corriendo los últimos tres o cuatro escalones; empezó a ir de uno a otro, a reírse, se puso el chal de Minta, empezó a decir que también a ella le gustaría ir, ¿regresarían muy tarde?, ¿tenía alguien reloj?

– Paul tiene -dijo Minta.

Paul extrajo un hermoso reloj de oro de una funda de gamuza para mostrárselo. Al exhibirlo en la palma de la mano, él pensó: «Lo sabe todo. No tengo que decir nada.» Decía al mostrarlo: «Lo he hecho, Mrs. Ramsay. Se lo debo todo a usted.» Al ver el reloj de oro en la palma de la mano, Mrs. Ramsay pensó: ¡Qué extraordinariamente afortunada es Minta! ¡Va a casarse con un hombre que guarda el reloj de oro en una funda de gamuza!

– ¡Cómo me gustaría ir con vosotros! -exclamó.

Pero algo muy fuerte la retenía, algo que nunca pensó en preguntarse qué era. Claro que era imposible para ella ir con ellos. Pero, si no hubiera sido por lo otro, le habría gustado ir. Divertida por lo absurdo de su idea (qué afortunada por casarse con un hombre que guarda el reloj en una funda de gamuza), se fue con una sonrisa en los labios a la otra habitación, donde leía su marido.

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