Pero los amigos de su abuela, dijo ella, mirando con discreción al pasar, tenían más dificultades: para empezar, tenían que mezclar ellos mismos los colores, y los molían, después los colocaban bajo paños húmedos, para mantenerlos frescos.
Supuso que quería que él se diera cuenta de que el dibujo de ese señor era convencional, ¿se decía así?; ¿que los colores no eran consistentes?, ¿es así como había que decirlo? Bajo la influencia de aquella extraordinaria emoción que había ido ganando fuerza durante el paseo, que había nacido cuando, todavía en el jardín, él le había pedido que le dejara llevar la bolsa, que había madurado en el pueblo, cuando quiso contarle toda su vida; bajo esa influencia estaba empezando a verse a sí mismo y a toda su sabiduría como si en el conjunto hubiera alguna leve imperfección. Era algo muy, muy extraño.
Se quedó ahí en el salón de la casucha a la que lo había llevado, esperándola, mientras ella subía un momento, a visitar a una señora. Oyó los rápidos pasos que daba por arriba, oyó la voz alegre; luego, más apagada; se quedó mirando las esteras, la bandeja del servicio del té, las pantallas de cristal; esperaba con impaciencia; estaba ansioso por volver a casa caminando con ella, estaba decidido a llevarle la bolsa; después le oyó salir, cerrar una puerta, decir que debían cerrar las puertas y dejar las ventanas abiertas, preguntarles si necesitaban algo (debía de estar hablando con una niña); cuando, de repente, entró, se quedó inmóvil un instante (como si arriba hubiera estado fingiendo, y ahora se permitiera ser ella misma), estaba frente a un retrato de la reina Victoria, que llevaba la banda azul de la Orden de la Jarretera; de repente se dio cuenta, se dio cuenta: era la persona más hermosa que había visto jamás.
Estrellas en los ojos, velos sobre el cabello, ciclamen y violetas silvestres: ¿en qué tonterías estaba pensando? Por lo menos tenía cincuenta años, tenía ocho hijos. Caminaba por campos llenos de flores, y recogía contra el pecho los capullos derribados, los corderos que no podían andar; estrellas en los ojos, el cabello al viento… Le cogió la bolsa.
«Adiós, Elsie», dijo; salieron a la calle; llevaba la sombrilla derecha, se movía como si esperara encontrarse con alguien a la vuelta de la esquina; por primera vez en toda su vida, Charles Tansley se sintió extraordinariamente orgulloso; un hombre que cavaba en una zanja dejó de trabajar, se quedó mirándola; dejó caer los brazos, siguió mirando. Charles Tansley se sentía extraordinariamente orgulloso; notaba el viento, se daba cuenta de los ciclámenes y las violetas, porque caminaba junto a una mujer hermosa por primera vez en su vida. Le llevaba la bolsa.