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«¡Mrs. Ramsay! ¡Mrs. Ramsay!», gritaba, sintiendo que volvía a ella el antiguo horror: querer y querer y no tener. ¿Es que aún tenía ese poder? Luego, al calmarse, tranquilamente, también eso se convirtió en parte de la vida cotidiana, estaba a la altura de la silla, de la mesa. Mrs. Ramsay -era eso parte de la perfecta benevolencia con la que siempre había considerado a Lily- se sentaba allí con toda sencillez, en el sillón; las agujas destellaban de vez en cuando, tejía el calcetín de color castaño rojizo, proyectaba una sombra sobre el escalón. Allí es donde se sentaba.

Como si tuviera algo más que pudiera compartir, pero apenas fuera capaz de dejar el caballete, tan absorta estaba en las ideas que ocupaban su cabeza, por causa de lo que estaba viendo, Lily fue más allá de donde estaba Mr. Carmichael, con el pincel, hasta el borde del jardín. ¿Dónde estaba la barca en estos momentos? ¿Mr. Ramsay? Lo necesitaba.

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