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A

CLOCHARD

En París, en un día matinal hasta el ocaso,
en París como
en París que
(¡oh, santa ingenuidad de lo descrito,
ayúdame!)
en un jardín junto a una catedral de piedra
(no construida, no,
tocada en un laúd)
en pose de sarcófago se ha quedado
dormido
un clochard, un monje secular, un
renegado.
Si es que tenía algo, lo perdió,
y no quiere recuperar lo perdido.
Le deben todavía el salario por la
conquista de las Galias,
ya no le importa, se ha resignado.
Y en el siglo quince tampoco le pagaron
por posar como ladrón de la izquierda,
lo ha olvidado, ha dejado de esperar.
Gana para vino tinto
pelando a los perros del rumbo.
Duerme con cara de inventor de sueños
con el enjambre imaginario de su barba
al sol.
Las grises quimeras se despetrifican
(volátidos, bajogueros, monógalos y
palomíferos,
hongorranas, derrepentes, cabezapiernas
y multiespecímenes, allegro vivace
gótico)
y lo ven con una curiosidad
que no sienten por ninguno de nosotros,
sensato Pedro,
activo Miguel,
ingeniosa Eva,
Bárbara, Clara.
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