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A pesar de su piel arrugada y flácida, Jack notó que los ojos reflejaban la vehemencia y la inteligencia de siempre.

– Justo cuando empezaba a pensar que por fin se había adaptado a este sitio, me viene con éstas -dijo Bingham.

Jack no respondió. Pensó que era mejor callar hasta que le hiciera una pregunta directa.

– ¿Por lo menos podría explicarme por qué? -preguntó

Bingham con su voz grave y ronca.

Jack se encogió de hombros.

– Por curiosidad -respondió-. Estaba intrigado y no podía esperar.

– ¡Curiosidad! -gruñó Bingham-. Es la misma excusa que usó el año pasado cuando desobedeció mis órdenes y fue al Hospital General de Manhattan.

– Al menos soy coherente.

Bingham gimió.

– Y ahora su impertinencia. No ha cambiado nada, ¿verdad?

– Creo que ahora juego mejor al baloncesto -respondió Jack.

En ese momento oyó la puerta, se volvió y vio a Calvin entrando en el despacho. El grandullón cruzó los enormes brazos sobre su pecho y permaneció de pie, como si fuera el guardia de un harén.

– No hay forma de entenderse con él -protestó Bingham dirigiéndose a Calvin, como si Jack ya no estuviera allí-. Me habías dicho que su conducta había mejorado.

– Y así era hasta este episodio. -Calvin dirigió una mirada fulminante a Jack-. Lo que más me irrita -dijo, clavando los ojos en Jack-, es que sabes perfectamente que los informes del Instituto Forense deben proceder directamente del doctor Bingham o del equipo de relaciones públicas. Vosotros no estáis autorizados a divulgar información. Lo cierto es que este asunto está muy politizado, y con los problemas actuales, lo único que nos faltaba era una mala publicidad.

– Tiempo -dijo Jack-. Algo va mal. Creo que no hablamos el mismo lenguaje.

– De eso no cabe la menor duda-afirmó Bingham.

– Lo que quiero decir es que no estamos hablando de lo mismo. Cuando entré aquí, pensé que iba a reñirme porque convencí al portero de que diera las llaves del despacho para buscar las radiografías de Franconi.

– ¡Diablos, no! -exclamó Bingham señalando con un dedo la nariz de Jack-. Es porque filtró a la prensa la historia sobre la recuperación del cuerpo de Franconi en el depósito.

¿Qué pensaba? ¿Que esto le ayudaría a progresar en su carrera?

– Un momento -dijo Jack-. En primer lugar, no tengo ningún mterés por progresar en mi carrera. En segundo lugar, yo no soy el responsable de que esta historia se difundiera a los medios de comunicación.

– ¿No fue usted? -preguntó Bingham.

– ¿No estará sugiriendo que la responsable fue Laurie Montgomery? -preguntó Calvin.

– En absoluto. Pero no fui yo. Mire, para decirle la verdad, ni siquiera creo que esto sea noticia.

– Es obvio que los periodistas opinan lo contrario -replicó Bingham-. Y también el alcalde, desde luego. Esta mañana ya me ha llamado dos veces preguntando qué clase de circo hemos organizado aquí. El caso Franconi está haciéndonos quedar mal a los ojos de todos los ciudadanos, sobre todo porque los jefes somos los últimos en enterarnos de las noticias sobre nuestro propio instituto.

– Lo sorprendente del caso Franconi no es que su cadáver desapareciera del depósito en plena noche -aseguró Jack-, sino que el hombre aparentemente fue sometido a un trasplante de hígado del que nadie sabe nada, que es difícil de detectar mediante análisis de ADN y que alguien quería ocultar.

Bingham miró a Calvin, que levantó las manos a la de fensiva.

– Es la primera noticia que tengo -dijo.

Jack resumió rápidamente sus hallazgos durante la autopsia y luego informó de los intrigantes resultados del análisis de ADN que había hecho Ted Lynch.

– Esto suena muy extraño -admitió Bingham. Se quitó las gafas y se secó los ojos húmedos-. También suena mal, considerando que me gustaría que el caso Franconi se olvidara pronto. Y si es verdad que ocurre algo raro, como que Franconi recibiera un hígado sin autorización, eso no pasará.

– Hoy sabré algo más -dijo Jack-. He pedido a Bart Arnold que se ponga en contacto con todos los hospitales que hacen trasplantes del país, John DeVries está en el la boratorio intentando detectar inmunosupresores, Maureen O'Connor está haciendo los preparados histológicos, y Ted realiza un análisis de ADN con seis marcadores, que según él nos dará la prueba definitiva. Esta tarde sabremos con seguridad si ha habido un trasplante y, si tenemos suerte, dónde se llevó a cabo.

Bingham miró a Jack por encima del escritorio.

– ¿Está seguro de que no fue usted quien filtró la historia a la prensa?

– Palabra de explorador -respondió Jack levantando dos dedos en V.

– De acuerdo, me disculpo -dijo Bingham-. Pero recuerde, Stapleton, mantenga todo esto en secreto. Y deje de importunar a todo el mundo, así yo no recibiré llamadas protestando por su conducta. Tiene una habilidad especial para sacar de sus casillas a la gente. Y, por último, prométame que la prensa no se enterará de nada si no es directamente por mí. ¿Está claro?

– Más claro que el agua.

– -

Jack rara vez tenía ocasión de montar en su mountain bike durante el día, de modo que fue un placer pedalear entre el tráfico por la Quinta Avenida en dirección a la consulta del doctor Daniel Levitz. No había sol, pero la temperatura rondaba los diez grados, anunciando la llegada de la primavera. Para Jack, la primavera era la mejor estación en la ciudad de Nueva York.

Tras encadenar su bicicleta en un poste en que se leía: Prohibido Aparcar, Jack se dirigió a la entrada de la consulta del doctor Daniel Levitz. Había llamado con antelación para asegurarse de que el doctor estaba allí, pero había evitado adrede concertar una cita. Creía que una visita sorpresa resultaría más fructífera. Si Franconi había sido sometido a un trasplante, era obvio que había sido de manera clandestina.

– ¿Su nombre, por favor? -preguntó la recepcionista de pelo blanco.

Jack le mostró su chapa de médico forense. Su superficie brillante y su apariencia oficial confundían a la mayoría de la gente, que solía pensar que se trataba de una chapa de policía. En situaciones como ésta, Jack no se molestaba en explicar la diferencia. La chapa siempre impresionaba.

– Tengo que ver al doctor -dijo Jack guardándose la chapa en el bolsillo-. Cuanto antes, mejor.

Cuando la recepcionista recuperó la voz, le preguntó a Jack cuál era su nombre. Este se lo dio omitiendo el título de doctor, para no aclarar la naturaleza de su profesión.

La recepcionista se levantó de inmediato de la silla y desapareció en el interior de la consulta.

Jack observó la sala de espera, que era amplia y estaba lujosamente decorada. No se parecía en nada a la sala de espera funcional que él tenía cuando practicaba la oftalmología.

Eso había sido antes de la invasión de las mutualidades médicas. Jack recordaba esos tiempos como si pertenecieran a una vida anterior y, en cierto modo, así era.

En la sala de espera había cinco personas impecablemente vestidas. Todas miraron a Jack por el rabillo del ojo, sin dejar de hojear sus revistas. Mientras pasaban ruidosamente las páginas, Jack percibió un sentimiento de disgusto, como si supieran que estaba a punto de saltarse la cola y hacerlos esperar más. Jack esperaba que ninguna de esas personas fueran criminales capaces de considerar una inconveniencia semejante como un motivo de venganza.

La recepcionista reapareció y con una humildad embarazosa guió a Jack hacia el despacho privado del médico. Una vez que Jack hubo entrado, cerró la puerta tras ella.

El doctor Levitz no estaba en su despacho. Jack se sentó en una de las dos sillas que había frente al escritorio y miró alrededor Vio los típicos títulos y diplomas, fotografías familiares e incluso una pila de revistas médicas sin leer. Jack sintió un escalofrío; todo le resultaba demasiado familiar.

Ahora, en la distancia, se preguntó cómo había podido trabajar tanto tiempo en un entorno similar.

El doctor Daniel Levitz entró por una puerta lateral. Llevaba una bata blanca, con el bolsillo superior lleno de de presores y bolígrafos, y un estetoscopio al cuello. Comparado con Jack, que medía un metro ochenta y tenía una figura musculosa, de hombros anchos, Levitz parecía bajo y frágil.

Jack reparó de inmediato en los tics nerviosos del médico, que incluían giros e inclinaciones de cabeza. Levitz no parecía consciente de ellos. Estrechó la mano de Jack con aparente incomodidad y se refugió detrás del enorme escritorio.

– Estoy muy ocupado -dijo el médico-, aunque, naturalmente, siempre tengo tiempo para la policía.

– No soy de la policía -corrigió Jack-. Soy el doctor Jack Stapleton, del Instituto Forense del estado de Nueva York.

El doctor Levitz hizo un movimiento espasmódico con la cabeza, frunciendo al mismo tiempo su bigote ralo. Jack tuvo la impresión de que tragaba saliva.

– Ah -dijo.

– Quería hablar brevemente con usted acerca de un paciente suyo.

– La historia clínica de mis pacientes es confidencial.

– Desde luego -contestó Jack con una sonrisa-. Pero sólo hasta que mueren y pasan a manos de un forense. Verá, quería hacerle algunas preguntas sobre Carlo Franconi.

Observó cómo Levitz hacía otra serie de extraños movimientos convulsivos. Era una suerte que aquel tipo no hubiera tenido que someterse a cirugía cerebral.

– Aun así, sigo respetando la confidencialidad de mis casos -insistió Levitz.

– Entiendo su posición desde un punto de vista ético, pero debo recordarle que, en estas circunstancias, los forenses del estado de Nueva York tenemos autoridad para citarlo a comparecer. Así que, ¿por qué no mantenemos una conversación amistosa? Quién sabe; es posible que podamos aclarar algunos puntos.

– ¿Qué quiere saber? -preguntó Levitz.

– Tras leer los múltiples informes de ingresos hospitalarios del señor Franconi, he descubierto que tuvo una larga serie de trastornos hepáticos que condujeron a un insuficiencia grave -dijo Jack.

El doctor Levitz asintió, pero su hombro derecho se encogió varias veces. Jack esperó a que estos movimientos involuntarios cesaran.

– Para ir directamente al grano -dijo Jack-, nuestra gran duda es si en algún momento se sometió al señor Franconi a un trasplante de hígado.

El médico no respondió enseguida. Se limitó a contraer los músculos unas cuantas veces más. Pero Jack estaba dispuesto a esperar el tiempo que hiciera falta.

– No sé nada de ningún trasplante de hígado -contestó por fin.

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