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– Te he preparado tu desayuno favorito -dijo Darlene.

Fue hasta la cómoda, donde había dejado una bandeja de mimbre. La llevó a la cama y la colocó sobre el regazo de Raymond. Este miró la bandeja. Había zumo de naranja natural, dos lonchas de beicon, una tortilla de un huevo, una tostada y café recién hecho. A un lado estaba el periódico de la mañana.

– ¿Qué te parece? -preguntó Darlene con orgullo.

– Perfecto -contestó Raymond y se irguió para darle un beso.

– Avísame cuando quieras más café -dijo ella. Luego salió de la habitación.

Con un placer infantil, Raymond untó la tostada con mantequilla y bebió lentamente el zumo de naranja. Para él, no había nada tan maravilloso como el olor del café y del beicon por la mañana.

Tomando un bocado de beicon y de tortilla al mismo tiempo para disfrutar de la combinación de sabores, Raymond levantó el periódico, lo desplegó y leyó los titulares.

Su ahogada exclamación de horror hizo que se atragantara con la comida. Tosió con tanta fuerza que la bandeja cayó de la cama y su contenido se desparramó sobre la alfombra.

Darlene entró corriendo en la habitación y se detuvo en seco, restregándose las manos mientras Raymond se ponía como un tomate y tosía desesperadamente.

– ¡Agua! -chilló entre un acceso de tos y otro.

Darlene corrió hacia el baño y regresó con un vaso de agua. Raymond lo cogió y consiguió beber un sorbo. Los restos de beicon y tortilla trazaban ahora un arco alrededor de la cama.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó Darlene-. ¿Llamo a urgencias?

– He tragado mal -dijo él con un hilo de voz, señalándose la nuez.

Tardó cinco minutos en recuperarse. Para entonces su garganta estaba irritada y su voz ronca. Darlene ya lo había limpiado todo, salvo la mancha de café en la alfombra blanca.

– ¿Has visto el periódico? -preguntó a Darlene.

Ella negó con la cabeza, así que Raymond se lo enseñó.

– ¡Oh, Dios! -exclamó ella.

– ¡Oh, Dios! -repitió Raymond con sarcasmo-. Y tú me preguntabas por qué seguía preocupado por Franconi.

– Arrugó el periódico con furia.

– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó Darlene.

– Supongo que tendré que volver a ver a Vinnie Dominick -dijo Raymond-. Me prometió que el cuerpo había desaparecido. ¡Vaya faena!

Sonó el teléfono y Raymond se sobresaltó.

– ¿ Quieres que conteste yo? -preguntó Darlene.

El asintió. Se preguntó quién podía llamar tan temprano.

Darlene levantó el auricular y pronunció un "hola" seguido de varios "síes". Luego pidió a su interlocutor que esperara un momento.

– Es el doctor Waller Anderson -dijo con una sonrisa-.

Quiere unirse al grupo.

Raymond suspiró. No se había dado cuenta de que estaba conteniendo el aliento.

– Dile que nos alegra mucho, pero que no puedo hablar con él ahora. Lo llamaré más tarde.

Darlene obedeció y colgó el auricular.

– Al menos tenemos una buena noticia -dijo.

Raymond se restregó la frente y gruñó:

– Ojalá todo fuera tan bien como la parte económica del proyecto.

El teléfono volvió a sonar y él hizo una seña a Darlene para que respondiera. Después de saludar y escuchar durante unos instantes, la sonrisa de la joven se desvaneció. Cubrió el micrófono del teléfono con la mano y le dijo a Raymond que era Taylor Cabot.

Raymond tragó saliva, su garganta irritada se había secado. Bebió un rápido sorbo de agua y cogió el auricular.

– Hola señor -dijo con voz todavía ronca.

– Llamo desde el teléfono de mi coche -dijo Taylor-, así que no me explayaré. Me han informado que ha vuelto a plantearse un problema que yo creía resuelto. Lo que dije antes sobre ese asunto sigue en pie. Espero que lo comprenda.

– Desde luego, señor -balbuceó Raymond-. Haré que…

– Se detuvo, separó el auricular de la oreja y lo miró. Taylor había cortado la comunicación-. Justo lo que necesitaba -dijo mientras le devolvía el auricular a Darlene-. Cabot ha vuelto a amenazarme con cancelar el proyecto.

Bajó de la cama. Mientras se levantaba y se enfundaba con la bata sintió un remanente del dolor de cabeza del día anterior.

– Tengo que buscar el teléfono de Vinnie Dominick. Necesito otro milagro.

A los ocho en punto, Laurie y los demás estaban en el foso, comenzando las autopsias. Jack se había quedado en la sala de identificaciones para leer los informes de los ingresos hospitalarios de Carlo Franconi. Cuando reparó en la hora, volvió al área forense para averiguar por qué el investigador jefe, Bart Arnold, aún no había llegado. Jack se sorprendió de encontrarlo en su despacho.

– ¿Janice no ha hablado contigo esta mañana?

El y Bart eran buenos amigos, así que no tuvo ningún reparo en entrar directamente en el despacho y dejarse caer en una silla.

– Llegué hace apenas quince minutos -repuso Bart-. Janice ya se había marchado.

– ¿No te dejó un mensaje sobre la mesa?

Bart rebuscó entre el caos de su escritorio, que se parecía al de Jack. Por fin encontró una nota y la leyó en voz alta:

"¡Importante! Llamar a Jack Stapleton de inmediato". Estaba firmado: "Janice".

– Lo siento -se disculpó Bart-. Aunque la habría visto tarde o temprano -esbozó una pequeña sonrisa, consciente de que no era una buena excusa.

– Supongo que estarás al tanto de que hemos identificado casi con seguridad a mi último cadáver como Carlo Franconi -dijo Jack.

– Eso he oído.

– Eso significa que quiero que vuelvas a ponerte en contacto con UNOS y con todos los hospitales que hacen trasplantes de hígado.

– Ahora que tenemos un nombre, será mucho más sencillo que averiguar si ha desaparecido alguna persona con un trasplante reciente -dijo Bart-. Tengo todos los teléfonos a mano, así que lo haré en un santiamén.

– Yo me he pasado la mayor parte de la noche hablando por teléfono con todos los bancos de órganos europeos -explicó Jack-, pero no he descubierto nada.

– ¿Hablaste con Eurotransplant, en Holanda? -preguntó Bart.

– Los llamé en primer lugar. No tienen ningún antecedente de un hombre llamado Franconi.

– Eso es prácticamente como decir que Franconi no fue sometido a un trasplante en Europa -dijo Bart-. Eurotransplant registra todos los trasplantes que se practican en el continente.

– También quiero que alguien vaya a ver a la madre de Franconi y la convenza de que dé una muestra de sangre.

Quiero que Ted Lynch compare el ADN mitocondrial con el del cadáver; de ese modo confirmaremos la identificación.

Dile al investigador que pregunte a la mujer si su hijo fue sometido a un trasplante de hígado. Puede que sepa algo al respecto.

– ¿Qué más? -preguntó Bart, tras apuntar las indicaciones de Jack.

– Creo que eso es todo por el momento. Janice me dijo que el médico de Franconi se llama Daniel Levitz. ¿Lo conoces?

– Si es el Levitz de la Quinta Avenida, sí, lo conozco.

– ¿Qué sabes de él? -preguntó Jack.

– Tiene una consulta lujosa y una clientela rica. Por lo que sé es un buen internista. Lo curioso es que atiende a varias familias del crimen organizado, así que no es sorprendente que fuera el médico de Carlo Franconi.

– ¿Familias diferentes? -preguntó Jack-. ¿Incluso familias rivales?

– Es extraño, ¿verdad? -admitió Bart-. La pobre recepcionista debe de vérselas moradas para concertar las citas. ¿Te imaginas que coincidan dos mafiosos rivales, con sus respectivos guardaespaldas, en la sala de espera?

– La vida es más rara que la ficción -dijo Jack.

– ¿Quieres que vaya a ver al doctor Levitz y le pregunte lo que sabe de Franconi?

– Prefiero hacerlo yo mismo -respondió Jack-. tengo la sospecha de que durante la conversación con el médico de Franconi lo que no se diga será tan importante como lo que se diga. Tú concéntrate en descubrir dónde le hicieron el trasplante a Franconi. Creo que será la pieza de información clave en este caso. ¿Quién sabe? Es probable que lo explique todo.

– ¡Aquí estás! -rugió una voz estridente.

Jack y Bart alzaron la vista y vieron que el umbral estaba prácticamente ocupado por la imponente figura del doctor Calvin Washington, el subdirector del Instituto Forense.

– Te he buscado por todas partes, Stapleton -gruñó Calvin-. Vamos, el jefe quiere verte.

Antes de levantarse Jack hizo un guiño a Bart.

– Seguro que quiere darme otro de los muchos premios que me tiene reservados.

– Yo en tu lugar no me lo tomaría a broma -dijo Calvin mientras hacía sitio a Jack para que pasara-. Una vez más has hecho enfurecer al viejo.

Jack siguió a Calvin hacia la zona de administración. Antes de entrar en el despacho central, Jack echó un vistazo a la sala de espera. Había más periodistas que de costumbre.

– ¿Pasa algo? -preguntó Jack.

– Como si no lo supieras -gruñó Calvin.

Jack no entendió, pero no tuvo ocasión de preguntar nada más. Calvin ya estaba preguntando a la señora Sanford, la secretaria de Bingham, si podían pasar al despacho del jefe. Sin embargo, no habían llegado en el momento oportuno, así que Jack tuvo que esperar en la silla que estaba frente al escritorio de la señora Sanford. Al parecer, ella estaba tan alterada como su jefe y dirigió a Jack varias miradas de desaprobación. Jack se sintió como un colegial travieso esperando para ver al director. Calvin aprovechó el tiempo y desapareció en su oficina para hacer una llamada telefónica. Jack, que tenía una sospecha razonable del motivo de la furia del jefe, intentó pensar en una explicación. Por desgracia, no se le ocurrió ninguna. Después de todo, podría haber esperado hasta que llegara Bingham para recoger las radiografías de Franconi.

– Ya puede entrar -dijo la señora Sanford sin levantar la vista del teclado del ordenador.

La mujer había notado que la luz del supletorio se había apagado, lo que significaba que el jefe había terminado de hablar por teléfono.

Jack entró en el despacho y tuvo toda la sensación de haber vivido esa experiencia con anterioridad. Un año antes, durante una epidemia, Jack había conseguido volver loco a su jefe, y habían tenido varios enfrentamientos similares.

– Entre y siéntese -dijo Bingham con brusquedad.

Jack se sentó al otro lado del escritorio. En los últimos años, Bingham había envejecido notablemente y se lo veía muy mayor para sus sesenta y tres años. Dirigió una mirada fulminante a Jack a través de sus gafas de montura metálica.

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