Nadie le acaricia el cabello, nadie le murmura al oído una palabra de consuelo. Pero cuando al fin alza la cabeza, a la vez que con torpeza rebusca el pañuelo en el bolsillo, es la niña, Matryona, la que se halla ante él y la que lo observa con atención. Lleva un camisón blanco; el pelo bien cepillado le cae sobre los hombros. No puede por menos que notar los pechos que despuntan tras la tela. Él intenta sonreírle, pero la expresión de la cara con que ella lo mira no cambia lo más mínimo. Ella también lo sabe, piensa. Ella sabe qué es falso y qué es verdadero; si no, con esa mirada honda se propone averiguarlo.
Se recupera. Mientras derrama las últimas lágrimas, su mirada se entrelaza con la de la niña. En ese instante pasa algo entre ellos dos, algo ante lo cual él se encoge como si le hubiera atravesado un hierro al rojo vivo. Luego, los brazos de su madre la envuelven, se oye una palabra en un suspiro, la niña se retira a la cama.