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– Veneno -dice con la misma suavidad-. ¿Duele el veneno?

– ¿Y cómo lo hiciste? -pregunta él para ganar tiempo, mientras la mente se le dispara.

– Cuando le di un trozo de pan. No lo vio nadie.

Rememora la escena que de forma tan extraña le afectó: aquella reverencia a la antigua usanza, la ofrenda de comida a la prisionera.

– ¿Y ella lo sabía? -musita con la boca seca.

– Sí.

– ¿Estás segura? ¿Seguro que sabía qué era?

Asiente. Al recordar qué rígida, qué desagradecida estuvo la finesa en aquel momento, no duda más de ella.

– Pero ¿cómo encontraste tú el veneno?

– Lo dejó Sergei Gennadevich para ella.

– ¿Qué más cosas dejó?

– La bandera.

– ¿La bandera y qué más?

– Algunas otras cosas. Me pidió que se las guardase.

– Enséñamelas.

La niña se levanta como puede; se arrodilla, busca a tientas entre los muelles del somier y saca un envoltorio de lienzo. Lo abre sobre la cama. Un revólver americano y cartuchos. Panfletos. Un monedero de algodón con un largo cordel de cierre.

– El veneno está ahí -dice Matryona.

Afloja el cordel y vierte el contenido: tres cápsulas de cristal que contienen un fino polvo de color verdoso.

– ¿Esto es lo que le diste?

Asiente.

– Tenía que haber llevado uno igual atado al cuello, pero se olvidó-hábilmente se cuelga el cordel del cuello, de modo que el monedero le cuelga entre los senos, como un medallón-. Si lo hubiese llevado, nunca la habrían detenido.

– Así que le diste una de estas…

– Ella la necesitaba para cumplir su juramento. Haría cualquier cosa por Sergei Gennadevich.

– Puede ser. Eso es lo que dice Sergei Gennadevich, desde luego. Sin embargo, si no le hubieses dado el veneno, le habría sido más fácil incumplir la promesa que le hizo a Sergei Gennadevich y que tan difícil es de cumplir, ¿no?

Ella arruga la nariz: es un gesto que él ha terminado por reconocer. Se siente arrinconada, y eso no le gusta. No obstante, él sigue adelante.

– ¿No te parece que Sergei Gennadevich se toma demasiadas libertades cuando se trata de la muerte de los demás? ¿Te acuerdas del mendigo al que mataron? Pues lo mató Sergei Gennadevich, o al menos le dijo a alguien que lo matase, y esa otra persona le obedeció, igual que tú le has obedecido.

Vuelve a arrugar la nariz.

– ¿Por qué? ¿Por qué quería matarlo?

– Supongo que por enviar un mensaje al resto del mundo: que él, Sergei Gennadevich Nechaev, es un hombre con el cual no se juega. Si no, habrá sido para comprobar solamente si la persona a la que ordenó que lo matara le obedecía o no. No lo sé. Yo no veo lo que hay en el fondo de su corazón, y tampoco quiero seguir mirando.

Matryona se queda pensativa.

– A mí no me gustaba -dice por fin-. Olía a pescado que apestaba.

Él la mira sin parpadear, y ella le sostiene la mirada con todo candor.

– Pero a ti en cambio sí te gusta Sergei Gennadevich.

– Sí.

Lo que aspira a preguntar, lo que no se atreve a preguntar, es esto otro: ¿le amas? ¿Harías cualquier cosa por él? Pero ella entiende perfectamente lo que él querría decir, y ya le ha dado su respuesta. Así pues, no queda más que una pregunta por formular.

– ¿Más que a Pavel?

Titubea. La ve sopesarlos a los dos, los dos amores, uno en la mano derecha, otro en la izquierda, como si fueran manzanas.

– No -dice por fin con lo que para él no puede ser más que gracia-. Todavía me gusta Pavel más.

– Es porque no podrían ser más diferentes entre sí, ¿a que no? Se parecían como un huevo a una castaña.

– ¿Un huevo a una castaña? -a ella le hace gracia la idea.

– Es una manera de hablar. Como un caballo y un lobo. Como un ciervo y un lobo.

Ella considera la nueva semejanza, aunque con recelo.

– A los dos les gusta pasarlo bien… Les gustaba -corrige, patinando en el verbo.

Él niega con un gesto.

– No, en eso te equivocas. En Sergei Gennadevich no hay ánimo de pasarlo bien. Sí que tiene espíritu, un espíritu seguramente único, pero no es un espíritu amigo de la diversión -se acerca más a ella, le aparta el mechón de negros cabellos que le oculta la cara, le acaricia la mejilla. Escúchame, Matryosha. Esto no se lo puedes ocultar a tu madre dice, señalando los mortíferos instrumentos-. Yo me desharé de ellos, igual que me deshice del vestido. No importa lo que diga Nechaev; no los puedes guardar aquí. Es demasiado peligroso. ¿Lo entiendes?

Se le entreabren los labios, le tiemblan las comisuras de la boca. Se va a echar a llorar, piensa él. Pero nada de eso. Cuando levanta los ojos, él se siente envuelto por una mirada a un tiempo despectiva y descarada. Ella le aparta la mano con la que le acariciaba la mejilla.

– ¡No! dice él. La sonrisa que ostenta la niña es hiriente, provocativa. Pasa entonces el encantamiento y vuelve a ser una niña igual que antes, confundida, avergonzada.

Es imposible que lo que acaba de ver haya ocurrido de veras. Lo que ha visto no procede del mundo que él conoce, sino de otra existencia. Es como si por vez primera hubiese estado presente y consciente durante un episodio, de modo que por vez primera sus ojos han estado abiertos hacia donde está cuando sufre el ataque. En realidad, tiene que preguntarse si episodio sigue siendo la palabra más adecuada, y preguntarse después si la palabra no habrá sido siempre posesión, averiguar si todo lo que durante los últimos veinte años se ha dado bajo el nombre de episodio no habrá sido un mero presentimiento de lo que ahora está ocurriendo, el temblor violento y el baile del cuerpo, un dilatado preludio de un temblor del alma.

La muerte de la inocencia. Jamás, en toda su vida, se ha sentido tan solo. Es como un viajero en medio de una vasta llanura. Allá arriba se amontonan nubes de tormenta; los relámpagos refulgen en el horizonte; las tinieblas se multiplican pliegue tras pliegue. No hay refugio; si alguna vez tuvo un destino al que llegar, hace mucho que lo ha perdido; cuando más se agolpan las nubes, más pesadas se tornan. ¡Qué reviente!, implora: ¿qué sentido tiene aplazarlo más?

Son las seis y las calles aún están llenas cuando se apresura con el paquete encima. Por la calle Gorojovaya llega al Canal de Fontanka y se apiña entre todos los viandantes que cruzan el puente. A medio camino se detiene y se asoma por el pretil.

El agua está helada al menos en la superficie; no corre más que una hilacha por el centro. ¡Qué amasijo tiene que haber bajo el hielo, en el lecho del canal! Con el deshielo, en primavera, se podría agavillar una auténtica cosecha de culpables secretos: cuchillos, hachas, ropas ensangrentadas. Cosas peores. Es fácil matar el espíritu, pero más difícil es deshacerse de lo que queda después. El entierro y sus ensalmos se dirigen, la verdad sea dicha, no al alma, sino al cuerpo obstinado, y lo conjuran para que no se levante, para que no regrese.

De ese modo, con cautela, como un hombre que sondea su propia herida, readmite a Pavel en sus pensamientos. Bajo su manta de tierra y de nieve, en la isla de Yelagin, Pavel, sin apaciguar aún, sigue existiendo con terquedad. Pavel se tensa para aguantar el frío, los eones que debe aguantar hasta el día de la resurrección, cuando los sepulcros se abran de cuajo y bostecen las tumbas, apretando los dientes de su cráneo pelado, soportando lo que ha de soportar hasta que brille el sol sobre él y pueda distender sus miembros tensados. ¡Pobre niño!

Una joven pareja se ha detenido a su lado; el hombre rodea a la mujer con el brazo por los hombros. Se aleja poco a poco de ellos. Bajo el puente, el agua negra corre perezosamente, lamiendo una caja de madera rota y festoneada de carámbanos. Sobre el pretil acuna el paquete de lienzo sujeto a un cordel. La muchacha lo mira, pero aparta la mirada. En ese instante da un codazo al paquete.

Cae sobre el hielo a un lado del canal, y ahí queda quieto, a la vista de todo el mundo.

No puede creer lo que ha ocurrido. Está directamente encima del canal, pero le ha salido mal. ¿Será un truco de la perspectiva? ¿Habrá objetos que no caigan en vertical?

– Ahora sí que se ha metido en un buen lío oye decir a una voz a su izquierda. Un hombre con gorra de obrero, viejo, de barbas grises, le dedica una ancha sonrisa. ¡Qué rostro demoníaco!. No se podrá pisar el hielo al menos hasta dentro de una semana, creo yo. ¿Qué piensa hacer, eh?

Es el momento perfecto para un acceso, piensa. Será la gota que colme el vaso. Se ve a sí mismo en plena convulsión, soltando espumarajos por la boca; ve la multitud que se congrega a su alrededor, ve al de las barbas grises señalar, en beneficio de todos, en dónde está la pistola posada sobre el hielo. Un acceso igual que un rayo del cielo, caído para abatir al pecador. Pero ese rayo no llega.

– ¡Ocúpese de sus asuntos, amigo! susurra. Y se marcha a buen paso.

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