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Se queda dormido. En mitad de la noche, despierta junto a ella, en la estrecha cama de su hijo. Aunque está exhausto, intenta despertar en ella el deseo. Ella no le responde. Cuando se le impone, se ha convertido en algo inerte entre sus brazos.

En el acto no hay nada que él pueda llamar placer, sensación siquiera. Es como si estuvieran haciendo el amor a través de una sábana, a través de la sábana grisácea y desgarrada de su pena. En el momento del clímax, él se arroja de vuelta al sueño como si se hubiese arrojado a un lago. Al hundirse, Pavel asciende para encontrarse con él. La cara de su hijo está deformada de pura desesperación: le estallan los pulmones, sabe que se está muriendo, sabe que ya no hay ninguna esperanza, llama a su padre porque eso es lo último que puede hacer, lo último que le queda en este mundo. Esa es la visión que en su fealdad extrema se abalanza sobre él, que sale desde el vórtice de las tinieblas hacia el cual desciende desde dentro del cuerpo de la mujer. Le estalla en la cara, le posee, se acelera.

Cuando despierta ya es de día. La vivienda está desierta.

Pasa el día sumido en una febril impaciencia. Al pensar en ella se estremece de deseo igual que un joven. Pero lo que le posee no es esa douceur que sentía como un nudo en la garganta veinte años atrás. Se siente más bien como una hoja o una semilla a merced de una fuerza brutal, como una semilla alada y arrastrada por un vendaval desacordado, zarandeada hasta la náusea por encima del océano.

A la hora de la cena, Anna Sergeyevna está serena, muy dueña de sí misma, distante; limita sus atenciones a la niña, escucha con todos los sentidos la dispersa narración del día en la escuela. Cuando tiene que dirigirse a él, es cortés, pero reservada y fría. Esa frialdad no hace más que inflamarlo. ¿Cómo puede ser que las ávidas miradas que hurta al cuello de su madre, a sus labios y a sus brazos, pasen del todo inadvertidas para la niña?

Aguarda el silencio que le indique que Matryona se ha ido a la cama. En cambio, a las nueve en punto se apaga la luz de al lado. Espera otra media hora, y luego media hora más. Luego, con la vela protegida por la mano, descalzo, sale sigilosamente. La vela proyecta enormes sombras oscilantes. La deposita en el suelo y cruza hacia la alcoba.

En la penumbra adivina a Anna Sergeyevna en el lado más lejano de la cama, de espaldas a él, con los brazos graciosamente por encima de la cabeza, como los de una bailarina, con el negro cabello suelto. En el lado más próximo, acurrucada y con el pulgar en la boca, con un brazo abandonado sobre su madre, está Matryona. Tiene la inmediata impresión de que está despierta, de que lo observa a la vez que custodia a su madre, pero cuando se inclina sobre ella descubre que respira profunda y regularmente.

Susurra su nombre:

– ¡Anna!

Ella no se mueve.

Vuelve a su cuarto intentando calmarse. Existen razones muy sólidas, se dice, por las cuales esta noche tal vez prefiera dormir sola. Pero él se encuentra más allá de donde alcanza su propio poder de persuasión.

Por segunda vez llega de puntillas hasta la alcoba. Ninguna de las dos se ha desperezado. Tiene de nuevo la curiosa sensación de que Matryona lo está observando. Se acerca más.

No se equivocaba: fija la vista en dos ojos abiertos, que no parpadean. Le recorre un escalofrío. Duerme con los ojos abiertos, se dice. Pero no es verdad. Está despierta, y lo ha estado en todo momento, con el pulgar en la boca, ha estado observando cada uno de sus movimientos vigilante, sin tregua. Mientras él la mira conteniendo la respiración, a ella parecen doblársele levemente hacia arriba las comisuras de los labios en una sonrisa victoriosa, una sonrisa de murciélago. Además, tiene el brazo extendido, no abandonado, sobre la cadera de su madre. También le recuerda un ala.

Pasan juntos una noche más, después de la cual se cierra el portón. Es ella la que se acerca a su cuarto cuando ya es tarde y sin previo aviso. Una vez más, a través de ella, ingresa en las tinieblas y se adentra en las aguas donde flota a la deriva su hijo entre otros ahogados. «No tengas miedo», eso desea murmurarle. «Yo estaré contigo, yo hendiré contigo la amargura.»

Despierta abierto de piernas y de brazos sobre ella, con los labios cerca de su oído.

– ¿Sabes dónde he estado? susurra. Ella se sale de debajo de él-. ¿Sabes adonde me has llevado?

En él existe el apremio incontenible de mostrarle al muchacho, de enseñárselo en plena primavera de su poderío, con sus ojos centelleantes y su mentón preciso, con su boca deliciosa. Desea vestirlo de nuevo con el traje blanco, desea que la voz profunda y clara se oiga de nuevo saliendo de su pecho. «¡Mira qué tesoro se pierde el mundo!», desea exclamar. «¡Mira sin qué nos quedamos!»

Ella le da la espalda. Él acaricia su larguísimo muslo con apremio, de arriba abajo. Ella lo detiene.

– Debo irme -dice, y se levanta.

A la noche siguiente no regresa, permanece con su hija. Él le escribe una carta y la deja sobre la mesa. Cuando se levanta por la mañana, la vivienda está desierta y la carta sigue en su sitio, sin que nadie la haya abierto.

Visita la tienda. La encuentra en el mostrador, pero nada más verlo se desliza en la trastienda y deja que sea el viejo Yakovlev quien le despache.

A última hora de la tarde él la espera a la salida, y la sigue hasta su casa como si fuera un salteador de caminos. La alcanza a la entrada.

– ¿Por qué me rehuyes?

– No le estoy rehuyendo.

La toma del brazo. Está a oscuras, ella lleva una cesta, no se puede soltar. Se aprieta contra ella y aspira el aroma a castaño de su cabello. Intenta besarla, pero ella aparta los labios, y le roza la oreja. En la presión de su cuerpo no hay nada que le responda. La desgracia, piensa: es así como se cae en la desgracia.

Se hace a un lado, pero por la escalera de nuevo la alcanza.

– Una palabra más -dice-. ¿Por qué?

Ella se vuelve hacia él.

– ¿Es que no salta a la vista? ¿Tengo que decirlo con todas las letras?

– ¿Qué salta a la vista? Nada salta a la vista.

– Estaba sufriendo. Estaba usted suplicando.

Él se retrae.

– Eso no es verdad.

– Estaba necesitado de cariño. No hay por qué avergonzarse. Pero ahora está hecho. No le haría ningún bien seguir así, y a mí tampoco me hará bien ser utilizada de este modo.

– ¿Utilizada? ¡Yo no te estoy utilizando! ¡Nada más lejos de mi intención!

– Me está utilizando para llegar a otra persona. No se altere. Solo pretendo explicarme, no acusarlo de nada. No quiero dejarme arrastrar más lejos. Usted tiene su propia esposa. Debería esperar hasta que esté de nuevo con ella.

Su propia esposa. ¿Por qué mete a su esposa en esto? ¡Mi mujer es demasiado joven! Eso es lo que quiere decir. ¡Es demasiado joven para mi! Pero ¿cómo va a decir tal cosa?

Sin embargo, lo que ella le dice es verdad, es más verdad de lo que ella misma imagina. Cuando regrese a Dresde, la esposa que lo reciba con un cálido abrazo habrá cambiado, quedará teñida por la huella que él se lleve de esta viuda sutil y dotada del don de la sensualidad. Mediante su esposa estará intentando llegar a esta mujer, igual que a través de esta mujer intenta alcanzar… ¿a quién?

¿Le delata lo que está pensando? Con un súbito y enojado sonrojo, ella se suelta a tirones de la mano con que él la sujeta de la manga y sube las escaleras dejándolo plantado.

El la sigue, se encierra en su cuarto e intenta apaciguarse. Los latidos de su corazón van más despacio. ¡Pavel!, susurra una y otra vez, usando la palabra como un hechizo. Pero lo que llega no es la forma de Pavel, sino la de ese otro: la de Sergei Nechaev.

Ya no puede seguir negándolo: empieza a abrirse un abismo entre el muchacho muerto y él. Está furioso con Pavel, furioso por sentirse traicionado. No le sorprende que Pavel se dejara arrastrar hacia los círculos radicales, ni tampoco le extraña que no dijera ni palabra en sus cartas. Pero Nechaev es otra cuestión. Nechaev no es un estudiante exaltado, no es un joven nihilista. Es el mongol que ha quedado inscrito en el alma de Rusia, después de que el más grande nihilista de todos los nihilistas se retirase a los desiertos de Asia. ¡Y Pavel, precisamente Pavel, un simple soldado raso en su ejército!

Recuerda un panfleto que se titulaba «Catecismo de un revolucionario», que circuló por Ginebra y fue atribuido a Bakunin, aunque su inspiración e incluso su expresión fuesen claramente de Nechaev. «El revolucionario es un hombre condenado», así empezaba. «No se interesa por nada, no tiene sentimientos, no tiene lazos que le unan a nada, ni siquiera tiene nombre. En él, todo está absorbido por una pasión única y total la revolución. En las profundidades de su ser ha roto amarras con el orden civil, con la ley y la moralidad. Si sigue viviendo en sociedad, es solo con la idea de destruirla» Y más adelante decía: «No espera misericordia alguna. Todos los días está dispuesto a morir».

Está dispuesto a morir, no espera misericordia, qué fácil es decir esas palabras. ¿Qué niño podría comprender plenamente su significado? Pavel no, desde luego; puede que tampoco Nechaev, ese joven que no ama ni es amado.

Regresa ahora un recuerdo del propio Nechaev, de pie y a solas en un rincón del salón donde se celebró la recepción en Ginebra, fulminando a todos con la mirada, engullendo la comida como un lobo. Menea la cabeza, intenta suprimirlo, «¡Pavel, Pavel!», susurra llamando al ausente.

Un golpe en la puerta. La voz de Matryona,

– ¡La hora de cenar!

En la mesa hace un esfuerzo por ser agradable. Mañana es domingo: sugiere una excursión a la isla de Petrovski, donde por la tarde habrá una banda de música y atracciones de feria, Matryona está deseosa de ir. Para su sorpresa, Anna Sergeyevna consiente.

Dispone encontrarse con ellas a la salida de la iglesia. Por la mañana, cuando sale de la vivienda, tropieza con un bulto que hay en el portal, un mendigo que duerme tapado por una manta raída y mohosa. Suelta un improperio; el hombre gime y se incorpora.

Llega a San Gregorio antes de que termine la misa. Mientras las espera en el pórtico, aparece ese mismo mendigo con los ojos enrojecidos, maloliente. Se vuelve hacia él.

– ¿Es que me está siguiendo? -le interpela. Aunque no están ni a dos palmos uno del otro, el mendigo hace como que no lo oye, como que no lo ve. Molesto, le repite la pregunta. Los fieles van saliendo y los miran con curiosidad.

El hombre se aleja renqueando. A media manzana de distancia se detiene, se apoya contra una pared, finge un bostezo. No lleva guantes; hace uso de la manta bien enrollada para protegerse las manos.

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