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El día siguiente era sábado y no hay gran cosa que hacer un sábado a menos que Padre me lleve a algún sitio, a remar en el lago o al centro de jardinería, pero ese sábado Inglaterra jugaba al fútbol contra Rumania, lo que significaba que no íbamos a hacer ninguna salida, porque Padre quería ver el partido en la televisión. Así que decidí investigar un poco más por mi cuenta.

Decidí que iría a preguntarles a otros de los vecinos de nuestra calle si habían visto a alguien matar a Wellington, o si habían visto algo extraño la noche del jueves.

Hablar con desconocidos no es algo que yo suela hacer. No me gusta hablar con desconocidos. No es por el Peligro que suponen los Desconocidos del que nos hablan en el colegio, y que es cuando un hombre desconocido te ofrece caramelos o llevarte en su coche porque quiere tener relaciones sexuales contigo. A mí eso no me preocupa. Si un desconocido me tocara yo le pegaría, y puedo pegar muy fuerte. Por ejemplo, aquella vez que pegué a Sarah porque me había tirado del pelo la dejé inconsciente y tuvo una conmoción cerebral y tuvieron que llevársela a Urgencias. Además, siempre llevo mi navaja del Ejército Suizo en el bolsillo y tiene una hoja de sierra que podría cortarle los dedos a un hombre.

No me gustan los extraños porque no me gusta la gente que no conozco. Es difícil comprenderlos. Es como estar en Francia, que es adonde íbamos a veces de vacaciones cuando Madre estaba viva, de camping. A mí no me gustaba nada porque cuando ibas a una tienda o a un restaurante o a una playa no entendías lo que decía la gente y eso daba miedo.

Me lleva mucho tiempo acostumbrarme a la gente que no conozco. Por ejemplo, cuando en el colegio hay un miembro nuevo del equipo de educadores no le hablo durante semanas y semanas. Lo observo hasta saber que no representa un peligro. Entonces le hago preguntas sobre sí mismo, si tiene mascotas, cuál es su color favorito, qué sabe de las misiones espaciales Apolo, y le hago dibujarme un plano de su casa y le pregunto qué coche tiene, para así conocerlo mejor. Entonces ya no me importa si estoy en la misma habitación que esa persona, y ya no tengo que vigilarla constantemente.

Así pues, para hablar con otros vecinos de nuestra calle, tenía que ser valiente. Pero si uno quiere hacer de detective, tiene que ser valiente. No tenía elección.

Primero hice un plano de nuestra parte de la calle, que se llama calle Randolph, y que era así

El Curioso Incidente Del Perro A Medianoche - pic_11.jpg

Luego, me aseguré de que llevaba la navaja del Ejército Suizo en el bolsillo y salí. Llamé a la puerta del número 40, que es la de enfrente de la casa de la señora Shears, y eso significa que era más probable que hubiesen visto algo. La gente que vive en el número 40 se llama Thompson.

El señor Thompson me abrió la puerta. Llevaba una camiseta que decía

Cerveza.

Más de 2.000 años

ayudando a los feos

a tener relaciones sexuales.

El señor Thompson me dijo:

– ¿En qué puedo ayudarte?

– ¿Sabe usted quién mató a Wellington? -dije.

No lo miré a la cara. No me gusta mirar a la gente a la cara, en especial si son desconocidos. Durante unos segundos no dijo nada. Luego preguntó:

– ¿Y tú quién eres?

– Soy Christopher Boone, del número 36, y sé quién es usted. Usted es el señor Thompson -dije.

Y él dijo:

– Soy el hermano del señor Thompson.

– ¿Sabe quién mató a Wellington? -dije yo.

– ¿Quién coño es Wellington? -dijo él.

– El perro de la señora Shears. La señora Shears es la del número 41 -dije.

– ¿Alguien le mató al perro? -dijo.

– Con una horca -dije yo.

– Dios santo -dijo él.

– Con una horca de jardín -dije yo, no fuera a pensar que me refería a un cadalso. Entonces dije-: ¿Sabe usted quién lo mató?

– No tengo ni la más mínima idea -dijo él.

– ¿Vio usted algo sospechoso la noche del jueves? -dije yo.

– Oye, hijo -me dijo-, ¿de verdad te parece que tienes que andar por ahí haciendo preguntas como ésa?

Y yo le dije:

– Sí, porque quiero descubrir quién mató a Wellington y estoy escribiendo un libro sobre eso.

Y él dijo:

– Bueno, pues el jueves yo estaba en Colchester, así que le estás preguntando al tipo que no toca.

– Gracias -dije, y me alejé.

No hubo respuesta en la casa del número 42.

Había visto a la gente que vivía en el número 44, pero no sabía cómo se llamaban. Eran negros, un hombre y una mujer con dos hijos, un niño y una niña. Me abrió la puerta la señora. Llevaba unas botas que parecían botas del ejército y 5 pulseras de un metal plateado que hacían un ruido tintineante. Me dijo:

– Eres Christopher, ¿no?

Dije que sí y le pregunté si sabía quién había matado a Wellington. Ella sabía quién era Wellington, así que no tuve que explicárselo. Y sabía que lo habían matado.

Le pregunté si la noche del jueves había visto algo sospechoso que pudiera ser una pista.

– ¿Como qué? -preguntó.

Y yo dije:

– Como algún desconocido. O ruido de gente peleándose.

Pero ella dijo que no.

Y entonces decidí hacer lo que se llama «Probar una Táctica Distinta», y le pregunté si sabía de alguien que quisiera ver triste a la señora Shears.

Y ella me dijo:

– Quizá deberías hablar de esto con tu padre.

Y yo le expliqué que no podía preguntárselo a mi padre porque la investigación era un secreto porque él me había dicho que no me metiera en los asuntos de los demás.

– Bueno, pues a lo mejor tiene razón, Christopher -dijo.

Y yo dije:

– Entonces usted no sabe nada que pueda ser una pista.

– No -dijo ella, y luego dijo-: Ten cuidado, jovencito.

Le dije que tendría cuidado y luego le di las gracias por ayudarme con mis pesquisas y fui al número 43, que es la casa de al lado de la casa de la señora Shears.

Las personas que viven en el número 43 son el señor Wise y la madre del señor Wise, que está en una silla de ruedas, que es por lo que él vive con ella, para así poder llevarla a las tiendas y a otros sitios.

Me abrió la puerta el señor Wise. Olía a sudor y a galletas rancias y a palomitas, que es como huele una persona cuando no se ha lavado durante una temporada, como Jason, del colegio, que huele porque su familia es pobre.

Le pregunté al señor Wise si sabía quién había matado a Wellington la noche del jueves.

– Vaya -dijo-, los policías sois cada vez más jóvenes, ¿eh? Entonces se rió. A mí no me gusta que la gente se ría de mí, así que me di la vuelta y me fui.

No llamé a la puerta del número 38, la casa de al lado de la nuestra, porque es gente que toma drogas y Padre dice que no hable nunca con ellos, así que no lo hago. Ponen la música muy alta por la noche y a veces, cuando los veo en la calle, me dan un poco de miedo. Además, en realidad no es su casa.

Entonces, me di cuenta de que la anciana que vive en el número 39, al otro lado de la casa de la señora Shears, estaba en su jardín delantero cortando el seto con una podadora eléctrica. Se llama señora Alexander. Tiene un perro. Es un teckel, así que probablemente era buena persona porque le gustaban los perros. Pero el perro no estaba en el jardín con ella. Estaba dentro de la casa.

La señora Alexander llevaba vaqueros y zapatillas de deporte, que no es lo que visten los ancianos normalmente. Los vaqueros tenían manchas de barro. Las zapatillas eran unas New Balance. Con los cordones rojos.

Me acerqué a la señora Alexander y dije:

– ¿Sabe usted que mataron a Wellington?

Entonces apagó la podadora eléctrica y dijo:

– Me temo que vas a tener que repetírmelo. Soy un poco sorda.

Así que le dije:

– ¿Sabe usted que mataron a Wellington?

– Me enteré ayer -dijo-. Espantoso. Espantoso.

– ¿Sabe usted quién lo mató? -dije.

Y ella dijo:

– No, no lo sé.

– Alguien tiene que saberlo -dije- porque la persona que mató a Wellington sabe que mataron a Wellington. A menos que sea un loco y no supiera lo que hacía. O que tenga amnesia.

Y ella dijo:

– Bueno, supongo que tienes razón.

– Gracias por ayudarme en mi investigación -dije.

Y ella dijo:

– Eres Christopher, ¿verdad?

– Sí -dije-. Vivo en el número 36.

– Nunca habíamos hablado, ¿verdad? -dijo.

– No -dije-. A mí no me gusta hablar con desconocidos. Pero estoy haciendo de detective.

Y ella dijo:

– Te veo todos los días, cuando vas a la escuela.

A eso no contesté. Y la mujer dijo:

– Es muy amable por tu parte venir a decir hola.

A eso tampoco contesté, porque la señora Alexander estaba haciendo lo que se llama charlar, que es cuando la gente se dice cosas entre sí que no son preguntas y respuestas y que no tienen relación. Entonces dijo:

– Incluso aunque sólo sea porque estás haciendo de detective.

Y yo volví a decir:

– Gracias.

Estaba a punto de volverme y alejarme cuando dijo:

– Tengo un nieto de tu edad.

Traté de charlar con ella diciendo:

– Tengo 15 años, 3 meses y 4 días.

Y ella dijo:

– Bueno, casi de tu edad.

Entonces no nos dijimos nada durante un ratito hasta que ella dijo:

– Tú no tienes perro, ¿verdad?

Y yo contesté:

– No.

– Probablemente te gustaría tener un perro, ¿no es así? -dijo.

– Tengo una rata -dije yo.

– ¿Una rata? -preguntó.

– Se llama Toby -dije.

– Oh -dijo ella.

Y yo dije:

– A la mayoría de la gente no le gustan las ratas, porque creen que transmiten enfermedades como la peste bubónica. Pero eso es sólo porque las ratas vivían en alcantarillas y se escondían en barcos que venían de países donde había enfermedades raras. Pero las ratas son muy limpias. Toby siempre se está lavando. Y no hay que sacarla a pasear. La dejo corretear por mi habitación para que haga un poco de ejercicio. Y a veces se me sienta en el hombro o se me esconde en la manga como si fuera una madriguera. Pero las ratas no viven en madrigueras en la naturaleza.

La señora Alexander dijo:

– ¿Quieres pasar a tomar el té?

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