Brevísima historia policíaca
La víctima muere porque descubre que su asesino no es, ni fue nunca, como ella se lo imaginaba. Por tanto, su asesino no necesita matarla, y no es descubierto. Pero como su asesino no la mató, no se siente verdaderamente asesino. Para sentirse asesino, se entrega a la policía asegurando que fue él quien mató a la víctima. La policía no lo cree, y lo expulsa de la cárcel. El asesino, frustrado, se desespera porque tiene la íntima convicción de que la víctima no hubiera muerto sin él. Él no ha matado a la víctima, pero la víctima no hubiera muerto sin él. Entonces se suicida. Pero antes de morir piensa algo horrible: «Dios mío, la víctima me ha matado. La víctima es el asesino». Y muere.
Claro está que he visitado el cementerio. Todos terminamos en uno, y yo, además, necesitaba saber de alguna forma que las extrañas historias de Eulogia «la de la flecha» y Amparito eran reales. Quiero decir, no sus historias, que ya sólo son un conjunto de palabras, dos fábulas desarrolladas con las convenciones propias del género y por ende mentirosas, sino sus vidas de seres humanos, de mujeres que nacieron en Roquedal. Y como la mayor seguridad que poseemos en la vida es la muerte, nada mejor para cerciorarnos de que alguien ha existido que asegurarnos de que dejó de existir alguna vez. La visita, sin embargo, ha tenido otras consecuencias.