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El Rey

Y por fin lo divisamos, encrespándose por la pendiente. Se movía al pesado ritmo de los mazos, acompañado de sus propios «Nobles››. Pasó frente a mí, a la distancia de mi brazo: su rostro blanco y deforme, de pómulos tumorales y mejillas de payaso, poseía una misteriosa dignidad, como las máscaras antiguas; las cejas, bien pintadas, enlazadas en el centro con arabescos venecianos; los labios, femeninos, sonriendo. Escoró la pesada cabeza y sus falsos ojos me abarcaron; me estremecí, aunque sabía que el individuo que hace de «Rey» -mucho más insignificante- se asomaba a unos orificios taladrados en el pecho. La expresión me pareció maligna. El golpe profundo de los tambores me resonó en las entrañas como un colosal embarazo.

– Impresiona, ¿eh? -dijiste.

– Un poco.

Transcurrió una alegre eternidad mientras las dos comitivas se reunían en la plaza. La se inclinó ante el «Rey» y sus extremidades, inflexibles, semejaron las patas de un gran insecto. Hubo un breve silencio -de esa clase que acontece siempre cuando el silencio es insoportable, y el monarca extendió uno de los brazos de palo por detrás de la cabeza de su consorte; la mano, aberrante, parecía ir a estrangularla. Alguien, no sé quién, una voz -después muchas-, gritó: «¡Arrastráaaaaa!» al tiempo que el «Rey» parecía propinarle un fuerte empujón a la «Reina» -se escuchó un choque de maderas: ¡ploc!-y ambos desataban una tumultuosa carrera por la costana. Los monigotes se deformaron con el ímpetu, los mantos volaron a sus espaldas, los brazos adoptaron posturas inhumanas; tras ellos corrían los «Nobles» -adolescentes con calzas negras y capas-, y la mayoría de la gente que nos rodeaba. Volviste a cogerme del brazo, esta vez con más fuerza, te oí gritar con los demás: «¡Arrastra!», y nos despeñamos pendiente abajo, siguiendo la monstruosa estela de los Reyes.

– ¡Manolo! -protesté.

– ¡A. la playa!

Fue una carrera absurda, confusa, salvaje, agotadora como todas las buenas carreras -las de la infancia-, inolvidable. Sólo recuerdo un defecto: haber apretado el bolso contra el costado, como mujer de ciudad que soy, mientras te gritaba, sin aliento:

– ¿Esta es la tradición?

Naturalmente que llegamos los últimos. Nuestra intención era de las mejores pero la edad se hizo notar. Nos detuvimos en la primera ‹‹Parada››, en la arena de la playa. Los muñecotes iniciaron un melancólico minueto estorbado por la algarabía. Había un puesto metálico de bebidas, de los que se montan y desmontan según la ocasión, asediado por la muchedumbre, y hacia él nos dirigimos. Atrapaste dos cervezas entre los brazos que se alzaban y las voces fuertes.

– Ahora a reposar un poco -dijiste-, y después a la siguiente «Parada». Así es la fiesta.

La cerveza me supo a cristal. Sólo dejé de beber para jadear; pensaba que el corazón me estallaría como un globo que se infla en exceso; me dolían el pecho y el vientre; creía que un simple pinchazo de alfiler en un dedo me dejaría exangüe: brotaría la espuma de mis arterias ¡orno una botella de champán muy agitada. Mi hipocondría se inquietó: «Dios mío, qué ridículo que me muriera ahora mismo. Realmente me habrías matado tú, Manolo», Pero reuní aquellas sensaciones en la cabeza y, tras un breve instante de reflexión, decidí que eran la definición más adecuada que una intelectual como yo pue-de dar de «ser feliz».

– Bueno -dijiste tras el primer buche de cerveza-, traspasados mis sesenta tacos, y aquí me tienes. ¡Aún en forma!

– ¡Y que lo digas!

Sin embargo, a pesar de tus palabras, te costaba esfuerzo incluso respirar y tomabas aire entre ellas. Porque hablar es arriesgarnos siempre a sufrir una pequeña asfixia. Hablar es como si no nos importara morirnos: palabras y palabras pronunciadas expeliendo el aire que nos alimenta, derrochando el oro del oxígeno. Por eso yo me callo siempre; temo morirme de un exceso de habla.

– Todos los años participo en «La Arrastrá». Bueno, no todos los años… Hay que tener pareja. A solas, como no arrastres las pulgas…

– Pero tú tendrás una pareja distinta cada año.

– No tantas. -Lograste beber sin dejar de mirarme; la nuez onduló en tu cuello sagrado. lleno de runas-. La de este año es especial.

– ¡Sí, porque corre menos!

Lo negaste entre risas, y me pareció que el milagro del rubor teñía tus mejillas agrietadas como si un ángel te lo hubiera regalado. No quise enfrentarme a aquella repentina floración de tu juventud y me apresuré hasta la «Parada» con la excusa de verlo todo en primera fila.

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