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Pensamiento prohibido

«Todo esto fue cuando comencé a vivir con Julián… Pero ahora no quiero pensar en Julián.» Cerré de un portazo.

Phantasmagoria II

El profesor Gerardo Gracián, uno de mis gurús de Filología inglesa, tenía una teoría curiosa sobre Jabberwocky, el incomprensible poema que Carroll compone para la segunda parte de su Alice, Through the looking glass. Afirmaba que la idea original de su autor era mostrar la fragilidad de los significados, la ilusión de las palabras de un texto cualquiera en comparación con la impresión que nos produce su conjunto. «Cuando Alicia termina de leer el poema», nos decía, «tiene la sensación de que es muy hermoso, pero no lo comprende. Muchas palabras no pertenecen a su idioma, pero ella capta cierto sentido de "Gestalt". Su cabeza se llena de ideas, pero desconoce cuáles puedan ser éstas. Sólo posee una certeza lógica sobre el argumento: alguien ha matado algo. Le damos la razón: el lector comparte esa certeza. Si ustedes se fijan» -era su manera de decirnos que la frase importante venía ahora-, «todo lenguaje es jabberwockiano para un lector, incluso el propio; las palabras significan muchas cosas según el contexto, la época, el uso que cada autor les otorga. Las palabras desnudas son incomprensibles. La buena traducción será aquélla que capte el sentido del conjunto. Esa magia que se ve y no se ve, esa ilusión óptica, es lo que distingue a los diversos escritores. Ningún autor es un diccionario. Todos juegan con la irrealidad del idioma y forman una figura, pero ésta se desvanece en el aire, porque las palabras son irreales. Sin embargo, al igual que el Gato de Cheshire, un texto se desvanece ante nuestros ojos lógicos dejando siempre una son risa. Esa sonrisa es la que debemos conservar en la traducción».

Pensamiento prohibido II

«Pero no querer pensar en Julián es pensar en él; porque Julián es lo que se piensa y no se piensa, lo que se ve y no se ve, aquello que se desvanece dejando siempre una sonrisa, una maravillosa fantasmagoría de la lógica, el jabber wocky de mi vida. Ahora que ya he recordado a Julián no podré dejar de recordarlo, como no se puede dejar de ver una silueta en un suelo de baldosas o una muñeca de trapo colocada en la cama.» Cerré de un portazo.

Me pregunté qué opinaría el profesor Gracián sobre lo que me estaba ocurriendo. Evidentemente, la idea de conjunto era alguien quiere matar algo. Una sonrisa, pero llena de dientes. Porque la muerte es imposible de traducir a la vida. La muerte es jabberwockiana para todo ser vivo. Sólo el autor de su propia muerte comprende lo que es, los demás percibimos un cuerpo que se desvanece y una sonrisa final. Aquí, en Roquedal, la muerte ha sido traducida de esta forma: «Un señor que te

pide que te pongas guapa y salgas así a la calle, antes de desposarse contigo. La muerte es un buen partido para alguien que ya no quiere vivir. Tú la llamas, le haces señas con tu cuerpo, y ella se acerca y te piropea. Pero puedes ahuyentarla con gritos, como a un gato medroso».

Una mano de hombre orbitó a escasa distancia de mis ojos -abierta como si quisiera estrangularme- y depositó una taza de café caliente sobre la mesa.

– Aquí tiene usted -dijo Joaquín.

Yo había cruzado las piernas permitiendo que la falda las desnudara, pero las tengo tan flacas que creo que ofendo más a la estética que a la ética. Sin embargo, percibí que la mirada de Joaquín, cercana por un instante, no se apartaba de ellas. Eso tendría que haberme halagado de alguna forma. No obstante, en un pueblo donde la muerte piropea, los hombres no tienen más remedio que asustar. Hizo ademán de retirarse pero se detuvo, se rascó la cabeza a la altura a la que siempre se coloca el lápiz y se inclinó para hablarme en voz baja.

– Qué le iba yo a decir… A usted no le pasa nada, ¿verdad?

– ¿Cómo?

– ¿Está usted bien?

Tanta risa me entró que casi derramo el café. Me contuve por un doble motivo: no quería burlarme de su bondad, pero además lo notaba realmente preocupado.

– Claro que estoy bien. ¿Por qué lo dices, Joaquín? No me asustes, por Dios.

– No, qué va -se rió-. Si lo preguntaba por saberlo… Porque me pareció que…

Y se encogió de hombros pidiéndome ayuda con los ojos, como para acabar felizmente lo que él mismo había empezado. Yo ayudé, claro: lo tomé a broma y nos reímos juntos. Se quedó más tranquilo, como el individuo que de repente se da cuenta de que «ha hablado demasiado» y suspira con alivio cuando logra cambiar de tema. Bebí el café a sorbos lentos, demorándolo en el paladar. La suavidad del vestido me hacía pensar que no llevaba nada encima, y me divertía explorar el juego de mi carne en el interior, la sorpresa de mi piel desnuda bajo la gasa fláccida.

Me marché igual de tambaleante y observada que al llegar. Ya en la calle me entraron tentaciones de pasear por todo el pueblo como un santo en procesión, los ojos elevados hacia la luz mientras mi cuerpo sufría tormentos. Incluso avancé un poco cuesta arriba en dirección a la plaza al tiempo que jugaba con aquella imagen. La brisa del mar era como las manos de un hombre torpe y acezante que quisiera desnudarme. Tropecé con dos ángeles luminosos que se dirigían Trocha abajo, dos mujeres, una corpulenta y la otra esbelta, una madura -la corpulenta-, la otra joven. No me saludaron pero supe que me conocían. Sus formas, sus imágenes de soles ardientes, una -la madura y corpulenta- con la débil torre de su pelo dorado por encima, la otra -joven y esbelta- con la torre disuelta en cascadas de oro sobre la espalda y los hombros, me hicieron pensar en Carmen, la matrona del pueblo, y su extraña y hermosa hija Rocío. Si eran ellas, y creo que lo eran, me habían reconocido indudablemente. Carmen me saluda siempre, Rocío nunca. Pensé durante un estúpido instante que ahora las cosas tendrían que haber sucedido a la inversa: Rocío me debería saludar, Carmen no. Era evidente que les había intrigado mi aspecto.

En un momento dado perdí el equilibrio con un tacón y me apoyé en la pared. La brisa, soplando con fuerza por la Trocha, engañaba mis sentidos. Me parecía que estaba mostrando el culo. Pero no era así y a la vez sí lo era. El vestido me dibujaba las cachas, pegado a la espalda como una piel. Mi desnudez se veía y no se veía; era roquedeña, como el gato -de Cheshire- de la Virgen, como el rostro hueco del Rey de Mayo, como la «carta anónima» de Paca Cruz, como una buena traducción -según el profesor Gracián-, como usted, el Asesino de mis días. El hombre que hoy acabará conmigo.

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