Si usted me vigilaba, sabrá que me atreví a salir este mediodía sin hacerle demasiado caso al sol de junio, que a esas horas tiene vigor, y crucé el pueblo en dirección a la carretera que llaman «del cementerio» y que es la única propicia para los automóviles. Ganas me entraron de desviarme y coger el viejo camino del bosque, pero decidí que era más prudente visitar antes la tumba de Amparito que tropezarme con su fantasma.
El paisaje, de improviso, dejó de ofrecerme casas blancas, y me encontré rodeada por terrenos de cultivo. Llevaba un ligero conjunto de blusa y pantalones de algodón y calzado deportivo, pero aun así comencé a sudar. El olor acre a estiércol de los campos no me pareció desagradable. El poliedro del cementerio se anunciaba desde lejos adornando un pequeño teso donde la carretera ejecuta un cambio de rasante: eran visibles la tapia acostada y pálida y las antorchas apagadas de los cipreses. De repente me pareció que no existía nada más que aquel cementerio y aquella soledad con la brisa abonada, el coro confuso de los insectos y mis propias pisadas. El mundo era eso; la carretera sólo servía para que yo la recorriese: era el camino que usted menciona, aquél por el que vamos ambos y en el que yo caeré muerta mientras las nubes se desplazan.
El muro del camposanto está repujado de grafitis de aerosol, casi todos tan incomprensibles para mí como lo fue para Fernando la carta de Eulogia; bajo su sombra rectangular se siente un frío inusitado, como si se filtrara por sus paredes el helor de la muerte. Pero en el interior, al que se accede por una arcada pequeña, el paisaje cambia.
Era un amor. Una aldea blanca adornada de flores tiernas. Las tumbas parecían cunas con sábanas cubiertas de amapolas. Una doncella se erguía sobre una columna, ceñida de rosas: apenas importaban su corona y su manto de Virgen. El silencio existía, pero era cálido, profano, de noche de bodas. La belleza del lugar me enajenó. No olía a muerte sino a jardín. Allí se encontraban, para mi sorpresa, el enrejado de las ventanas, el misterio de los portales, el perfume del azahar, los bancos a la sombra de los árboles, las callejuelas estrechas y limpias y el ampo de las casas pequeñas. Me asaltó un pensamiento
absurdo: «Dios mío, esto es el pueblo. Lo otro, aquello en lo que vivo, son las tumbas de sus habitantes. Aquí está Roquedal».
Un breve paseo confirmó mi primera impresión: encontré versos. El roquedeño se vuelve poeta con la muerte. La muerte aquí es hermosa, casi linda, como una flor en el sombrero de una niña pequeña, y el roquedeño se inspira en ella para componer breves estrofas sobre la piedra. Las lápidas de los seres queridos son, a su modo, poderosas cartas sin remite ni destino. Una decía: «Amada del Señor», tan sólo, anónima. En otras podía leerse: «El Señor Te Amaba y Esperaba Tu Presencia»; «Ven a los Brazos Eternos, Tú que Alguna Vez Fuiste»; «Que el Amor Sagrado Te Reciba». En la de un niño, el mármol muy limpio y arreglado, sobre la cruz una foto dorada como la flor del alazor: «Ya Se Nos Ha Concedido Amarte Como El Señor Te Ha Amado Siempre». En la de un anciano, bajo el nombre y las fechas: «Porque Sé Que Me Amarás Eternamente», un epitafio de ambigua traducción. ¿Quién se lo dedicó a quién? ¿Quién lo escribió para quién? ¿Fue un pensamiento que el anciano le expresó un día a su esposa? ¿O una certeza que ella quiso poner en sus labios cuando él murió? ¿O es ella quien habla, y por tanto el «amor» hace referencia al fallecido? Cartas sin remite ni destino. En otra, un acertijo: una losa desnuda con una sola letra grabada sobre ella, «W». Una inicial absurda en estos contornos. Posiblemente la tumba de un extranjero.