Ayer soñé que penetraba en su casa. Aunque se hallaba cerrada, no precisaba abrirla: mi entidad era tan insignificante que no ofrecía obstáculos reales. El silencio lo llenaba todo, pero era yo; yo difundía silencio, así que mi tarea consistía en llegar hasta usted y acallarla. La encontraba en el dormitorio, bajo una cruz con el Cristo ausente. Había también un vaso de agua lleno de minúsculas pompas y un libro que no pude identificar: sus gafas redondas y frágiles reposaban pulcras sobre él. Al acercarme pude oír su respiración confiada; contemplé las suaves, apenas visibles venas de su cuello como líneas de gasa azul; sus párpados temblaban como si fingiera, como si alguien le hubiera ordenado que cerrara los ojos pero usted deseara mirar sin ser vista. Y, naturalmente, se despertaba. A partir de aquí nuestro encuentro era tan breve como su respiración, tan exiguo como su cuello, y al acabar, yo era el que despertaba, o soñaba que lo hacía, y pensaba: «¿Cómo es posible que me interesara tanto matarla? Ya ni siquiera recuerdo su nombre». Quizá mucho de lo que he soñado vaya a suceder. Se preguntará: ¿coincidencias? No, ambos lo sabemos. ¿Es una coincidencia su cambio de ánimo, su giro hacia el lado oscuro de las cosas? ¿Visita el cementerio? ¿Es observada por locos? ¿Siente que ya nunca estará sola? Lo celebro. Es adecuado que el mundo se oscurezca: buen preámbulo para cerrar los ojos. Duerma con la seguridad de que una noche despertará y me verá.
* * *
A pesar de todo no tengo una cruz en la cabecera de la cama y no suelo leer antes de dormir. Y usted no ha estado en mi dormitorio ni en sueños, nunca mejor dicho. Permítame la pequeña esperanza de la incredulidad, ¿no? Aquí en Roquedal, y sobre todo en estas fechas, a comienzos del verano, con un mes de junio tan noble y dorado como éste, nada es oscuro. Por más que he pensado en cien personas diferentes, tengo que admitirlo, ¡no encaja usted con ninguna! En Roquedal todo es saludable: los pescadores salen de noche y encienden sus barcas en medio del mar; mujeres con cestas de la compra cotillean en las tiendas pequeñas; los bares rebosan de hombres, en su mayoría jubilados, que beben y fuman junto a la barra o golpean las mesas con fichas de dominó, Y todo bajo el estruendo de los televisores, el grito de los goles, el hipnotismo de las películas. ¡Pero usted! ¿Dónde va usted con sus cartas absurdas? ¿Qué papel juega en esta tranquilidad cotidiana? ¿Cómo se puede caminar por Roquedal pensando en usted? De acuerdo, el pueblo no es sencillo. Quizá me engaño. Las cosas no son lo que aparentan. Acaso su voz sea la única verdadera y lo cotidiano resida en mi ignorancia.
Ejercicios románticos realizados
He paseado por la playa y contemplado el mar a la caída de la tarde. Un poco antes de que las últimas gotas de luz se evaporen, deja de advertirse la diferencia entre horizontes, y cielo y mar se difuminan en el inesperado lienzo gris. En el espigón, tan peligroso siempre (un médico que sustituyó al doctor Torres hace varios veranos, Marcelino Roimar, se ahogó al caer por él), estallan las olas con ansia, como hambrientas, incluso las más pequeñas. El clamor del mar contra la piedra es pavoroso: los antiguos hubieran inventado un monstruo con eso. Y, a propósito, el viento, en efecto, tal como escribí hace varios meses, cuando yo era usted y hablaba con la voz de mi asesino Negro, silba al azotar las ventanas. Y las estrellas no son pequeñas; uno las mira fijamente y termina sabiendo la verdad: ante todo, las estrellas están lejos. Es posible que nada de esto sea sencillo, que me haya equivocado y los enigmas cuelguen de los ángulos de las paredes como telarañas viejas. Usted me cuenta un sueño que dice que ha tenido, pero creo que miente.
Yo le contaré uno que tuve hace días, y que fue verdad.