Yo no «mato», yo «hago morir.»
De «matar» a «hacer morir» va la misma distancia que del criminal al seísmo. Estamos acostumbrados a la calamidad tremenda de la muerte (los innúmeros cadáveres de moluscos que fabrica el mar día a día y que se pudren al sol sobre la arena, o clausurados en el joyero espiral de las caracolas), pero repudiamos la voluntad y los oscuros designios de un pobre asesino como yo -en esa «voluntad», precisamente, reside la condena del crimen-, así que le propongo que piense en mí como en una humilde catástrofe, un diminuto terremoto cuyo epicentro tiembla bajo sus pies.
¿Se percata de su forma de proceder? Antes mi «identidad»; ahora, mis «motivos». ¡Invente los suyos propios! Seguro que no le faltan razones para asesinarse por mediación de un servidor: búsquelas y tranquilícese. Pero dedíqueme su miedo. De nuevo le aconsejo romanticismo urgente.
Ejercicios románticos III
Compre una muñeca de trapo, colóquela en la cama y espíela a ratos perdidos. ¿Qué hace la muñeca cuando usted simula no mirarla? Nada. Pero ¡qué escalofriante vigilarla desde lejos, en un silencio enloquecedor, aguardando a que haga algo! Atísbela desde su escondite durante horas y piense: «No se moverá, no sonreirá, no cerrará los ojos siquiera. No va a hacer nada aunque deje de mirarla, porque es una muñeca de trapo. Sin embargo, si dejo de mirarla no podré asegurarme de que no hará nada. Ahora que ya la miro no podré dejar de mirarla, porque jamás comprobaría lo que quiero comprobar, a saber: que una muñeca de trapo no hace nada cuando yo no la miro. Las posibilidades a favor de esta última hipótesis son muy grandes, pero la hipótesis contraria, aunque imposible, es tan espeluznante que no puedo prescindir de ella, ya que si realmente la muñeca sonriera y enseñara los dientes o moviera una de sus manitas sin dedos, o su¿ ojos destellaran con furia en el instante en que yo dejara de mirarla, significaría algo tan espantoso que debo tenerlo en cuenta». El horror siempre debe ser tenido en cuenta aunque sea imposible. El horror posee su propia verdad.
Usted, que no conoce, indaga. La guadaña del segador conoce, y por eso calla.
No deje de asistir mañana a la fiesta de los Reyes de Mayo. Yo estaré allí.
* * *
Mi inestimable señor. Si es usted Manuel Guerín (ya no sé qué pensar), recordará tan bien como yo todo lo sucedido. Pero como «el horror siempre debe ser tenido en cuenta», pensaré que es otro quien me escribe (mi muñeca de trapo) y narraré los acontecimientos de ayer con absoluta sinceridad. Sin embargo, me dirigiré a ti, Manolo, porque aún sigo aferrándome a tu grandiosa burla. A fin de cuentas, me da igual: es usted tan poca cosa, señor mío, que me parece que hablo a solas. Llegué a la plaza abarrotada de sol y de máscaras, invadida de ojos dirigidos hacia el centro, donde giraban la «Reina» y los «Nobles» al son de clarines y tambores, y te divisé, Manolo, ocupando una de las mesitas de la terraza del bar Romeral. Levantaste una mano y me saludaste sin ganas, como diciendo: «No quiero que pienses que este gesto te obliga a sentarte conmigo. Llevabas uno de tus intemporales jerséis, esta vez rojo, pantalones mal planchados color crema y camisa de rayas. La nariz te destellaba como una luz de tráfico anunciando peligro. Sobre tu mesa se alineaban, como muñecas vudú, seis o siete botellines de cerveza vacíos. Me acerqué y dije:
– ¿Puedo sentarme?
– Tú verás lo que haces -replicaste, sonriendo sin ganas.
Parecías más serio que de costumbre, aunque la impresión que transmitías era, como siempre, doble: «Observa que sonrío, ya que no quiero que percibas mi seriedad, con lo cual te percatarás de que mi seriedad es muy importante y la notarás más». Acerqué una silla, porque ocupabas la única disponible y no te levantaste, y me puse a contemplar el estrépito. La «Reina» erguía su cabeza de monigote sobre la muchedumbre, dando tumbos; era una figura torpe, hecha a retazos, como el juguete de un gigantesco crío.
– Anda, que si tuvieras que pedirme permiso para compartir una mesa… -tu tono de voz era de paciencia etílica, aquella que tiene el enfado sujeto con débiles correas.
– Tienes razón.
Nos miramos. Sonreímos. Pensé: «¿Me hablarás ahora de las cartas?». Pero dijiste:
– ¿Y esa traducción? ¿Qué tal va?
– No va mal.
– ¿La terminas para el verano?
– Debo hacerlo.
Estrangulaste un paquete de cigarrillos después de salvar el último -enfermizo, curvo-: elaboraste todo un ritual para encenderlo con tu viejo mechero metálico; me preguntaste si había visto alguna vez la fiesta de los Reyes de Mayo de Roquedal; la respuesta era obvia; me aconsejaste presenciarla, porque podía ser «una experiencia curiosa para un escritor»; asentí; creamos un silencio a dúo; lo rompiste con una repentina intimidad:
– La verdad, quiero pedirte disculpas, Carmen del Mar.
‹‹Ahora confesarás», sonreí.
– ¿Por qué?
– Porque no te he dedicado mucho tiempo estos días, en la Trocha.
– No tenías que hacerlo.
Y de repente me recordaste a mi padre en instante de un obsequio: la misma sonrisa enigmática.
– Es que me has dado envidia, y me he puesto a escribir…
– ¿Ah, sí? ¿Y qué escribes? -¿Percibiste mi sarcasmo? Mi sarcasmo era como un clavel en la solapa, un signo que sólo reconocerías si eras quien debías ser.
– Lo de siempre, mujer. Poemas, Cuentos infantiles.
– Ya.
– ¿No te lo crees? -abriste un poco más los ojos, aunque con esfuerzo.
– Claro que sí.
Los clarines, de improviso, sonaron a grito de niña horrorizada. Se hizo un silencio tensome cogiste del brazo.
– ¿Quieres ver venir al «Rey»? Ven.
Rodeamos la plaza esquivando a la gente.| Yo me dejé conducir sin que tu brusquedad me molestara. Llegamos a la esquina de la iglesia donde se reunía el público en dos filas, la espalda contra la pared, mirando hacia la costana del fondo.
– Por ahí tiene que llegar -señalaste.
En aquel momento debí presentirlo: empleabas tu más lánguido tono paternal y me sonreías sin motivo aparente. Parecías querer decirme: «Hoy voy a complacerte en todo». Tenías bien calculado el tiempo, porque nada más hallar nuestros huecos entre la multitud escuchamos un fuerte redoble de tambores y aplauso? crecientes, como un circo que se acercara.