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El gato

Por una parte, una Virgen enlutada y áspera de crespones que emergió con la oscura fuerza de un novillo desde el interior de la iglesia, cimbrada por los porteadores. El gato tallado a sus pies resultaba perfectamente visible. Jamás había visto antes la figura de una Virgen con un gato; en Roquedal hay una. El animal, que es negro, se yergue como un bizarro repliegue del manto de la efigie; hasta tal punto es pequeño, extraño y tenebroso que podría confundirse fácilmente con otros adornos del atuendo, de no ser por el claror de sus ojos de barniz ictérico. Ya me habían dicho que la llamaban la «Virgen del Gato», y la razón de tal apodo parece obvia; pero lo más curioso es que, en realidad, el gato no existe: se trata verdaderamente de un de talle del manto, una de esas malévolas ilusiones ópticas que la multitud comparte con la misma intensidad que los ideales, influida también por los dos cristales amarillos que sobreviven cosidos a lo que antaño era una hilera de broches similares, que el azar debió de colocar en la posición idónea y la tradición, después, se ocupó de mantener. «¿Ve usted el gato?», me preguntaban los que me rodeaban en aquel momento, porque en Roquedal se afirma (oh, mí cronista infatigable, el señor Guerín) que el turista no siempre lo descubre, y que eso trae mala suerte, de la misma forma que la trae buena pedirle cera de los velones a los nazarenos. Por supuesto, yo había acertado al situarme en el costado felino de la Virgen, ya que desde el otro el espejismo se derrite.

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