La «Reina» ejecutaba una curiosa mímica de clemencia, encorvándose una y otra vez ante el «Rey» mientras alzaba su máscara de porcelana triste. El «Rey», enorme, le daba la espalda con un vaivén sensual de los hombros; no parecía compadecerla. El grupo de tambores y flautas interpretaba una danza que apenas escuché debido al alboroto, pero en la que supe atrapar una fúnebre dulzura. Entonces el sonido se detuvo. Casi sentí cómo la gente contenía el aliento. El «Rey» alzó el brazo y empujó a la «Reina» otra vez -¡ploc!-, y todo comenzó de nuevo.
– ¡Arrastra! -gritaste con los demás.
Y nos arrastramos como un oleaje moribundo hasta la siguiente «Para», que así se dice aquí. Atardecía, y la oscuridad de los bordes del mar inquietó la farsa. Imaginé un verso repentino. Saltó a mi cerebro como un pequeño de colores apagados: