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Nota del editor

La imaginación es un palacio abstracto. No debe dársele mayor importancia a la correspondencia que sigue de la que permite deducir su lectura completa. Se publica tal como llegó a nuestras manos, incluso las cartas inacabadas o interrumpidas. Todos los per sonajes descritos en ellas existen o han existido. Todos, salvo uno. La persona que me las envió, me rogó en carecidamente que no desvelara bajo ningún concepto la identidad de este personaje irreal. No importa: sé que el lector la descubrirá por sí mismo.

Estimada señorita. Voy a matarla y usted lo sabe, así que me asombra su silencio. La flor del almendro ya destella de blancura en las ramas, pero no advierto la flor de sus cartas en el muro. Eso no es lo convenido. Yo me tomo en serio mi papel de verdugo: haga lo mismo con el suyo de víctima. Le sugiero, por ejemplo, que se vuelva romántica.

He aquí algunos ejercicios.

Ejercicios románticos

a) Aproveche la geofísica de Roquedal. El viento tiene fuerza en los pueblos costeros: escuche atentamente su silbido cuando azota las ventanas de su casa. Pensará: «No puede sen No es el viento. Es el horror».

El mar y la soledad. Camine sola hacia la playa a horas inusuales, idealmente el crepúsculo, y diríjase al espigón. Acceda a salpicarse con los rociones de espuma. Contemple la poderosa túnica azul oscura y la guadaña blanca de las olas. Y hágase nuevas preguntas: «¿Qué significa esta gélida mortaja? ¿Cómo es posible que esto sea "el mar"? ¿Cómo he podido pensar alguna vez que esto era "el mar"?».

De noche, escoja la ruta de los solares, hacia el norte, para que las luces del pueblo no la estorben. Entonces levante la cabeza y observe detenidamente las estrellas. Piense en la Tierra con minúsculas: tierra, un pedazo de ella que gira sin vértigo en la pulcritud del espacio. Concédale, en cambio, mayúsculas a la luna: Luna, una roca helada y blanca, un satélite muerto. Y piense: «En teoría, mientras admiro esta negrura, debería amar. Pero ¿acaso podemos amar bajo la noche?». Haga como si, por un descuido, el mundo se le hubiese caído en la oscuridad y usted lo perdiera.

Aceche los ángulos de las paredes; perciba el inagotable trajín de los fantasmas; vague por los pasillos hasta que un espejo emboscado la sorprenda; encienda velas y columbre la forma de las sombras; plántese en medio de la oscuridad y recele de su propio cuerpo respirador.

e) Y si no puede evitarlo, ríase. Pero descifre la risa, compruebe su semejanza con la agonía -garganta convulsa, espasmos de vientre, gritos-. Cese de reír riéndose.

Sobre su muerte, señorita, elaboramos una ilusión: la de que todo lo que usted haga antes de morir será trascendental. La solución perfecta consiste en que se vuelva romántica.

* * *

Mi inestimable señor. Ya sé quién es usted. No te escondas tras las palabras, Luis, que destacarías hasta en un desfile de locos. No es preciso ser psicópata para interesarle a una escritora cuarentona como yo, por mucho que me dedique a traducir a Faulkner. Además, te tomas demasiadas confianzas, dado lo poco que nos conocemos: apenas un intercambio de cervezas en la Trocha y un mal día, o una mala noche, para ser exactos, en que me invitaste a tu casa de más allá del espigón con el pretexto de mostrarme tus nuevos cuadros y la encontré invadida por: a) una pareja de yonquis germanos que apenas hablaban mi idioma; y b) una escuálida y alienada pintora fuengiroleña que parecía no hablar ningún idioma. Recuerdo que la copa en que me escanciaste el vino estaba orlada de labios fósiles y que la fondue resultó un engrudo incomible. Y lo mejor: cuando desertaste de la espantosa conversación para ensayar con la flauta en la terracita y los demás nos pusimos a escucharte como cobras hipnotizadas. La verdad, confiaba en que la velada fuera más íntima. No por nada: ya te dije en cierta ocasión que padezco una especie de claustrofobia social, y no soporto la asfixia de dos o más personas hablando a mi alrededor. Añadiré que no soy de tu época, de igual forma que tú tampoco eres de ésta, porque -seamos sinceros, Luis- tu trasnochado aspecto hippy, con chaleco de cuero abierto, tejanos raídos y el make love not war colgado del cuello podrá parecer rebelde en el pueblo, pero queda carrozón para los tiempos que corren. No obstante, debo admitirlo, eres el mejor Joe Christmas de Roquedal, el número uno de la lista de los candidatos a Negro, palabra de la señorita Burden.

Sólo te encuentro un pequeño defecto: que estés muerto.

Qué lástima que te mataras hace dos semanas, que te abrieras el cráneo con la moto y tu cerebro drogado se derramara sobre el asfalto (me imagino un estallido versicolor, como en tus lienzos). Razón de más, por otra parte, para no contestar las cartas que subrepticiamente me dejas en el muro. Qué lástima de accidente, y de afición a las drogas, y de moto peligrosa.

Perdona, pero he tenido que llorar un poco.

Sigue escribiéndome, por favor.

* * *

Muy bien, señorita. Descúbrame en alguien. Finjamos por un momento que me encarno en cualquier idiota y disimulo frente a usted, pero que mis ojos brillan al fondo con el relumbre del engaño. Juegue, pues, a creer que soy un vecino del pueblo. De inmediato empezará a pensar que puedo no serlo. Y entre éstos y otros pasatiempos, el día acabará y vendrá la noche.

* * *

Ayer tomé en la Trocha unas cañas con el bueno de Manolo Guerín, «el solitario de la torre». Manolo ejerce de ermitaño como yo, aunque no creo que disfrute del placer de cartearse con alguien que quiere matarle. Es verdad que lleva viviendo en Roquedal una pila de años y conoce al dedillo el laberinto de sus leyendas, pero yo escatimo nuestros encuentros, porque ya sabe usted que no me interesa el pasado de nadie y no veo de qué otra cosa podría hablar el pobre Manolo. El, no obstante, me aprecia y rastrea mi compañía. A veces me lanza guiños de complicidad, una especie de morse de miradas que yo, traductora siempre, vierto como: «Somos diferentes, Carmen del Mar. Debemos tener paciencia con la gente de aquí, porque nosotros somos distintos». Y es cierto que con Manolo se puede hablar, y que eso es lo que hago cuando lo veo, pero posee sus defectos de viejo, como todos los viejos. Sé que nunca le agradó, por ejemplo, mi párvula afición a Luis Blasco y a su conversación esnob, aunque comprendía que ahí tenía que callarse y no podía invocar sus consignas, porque yo me ponía de parte de Luis y, si era preciso, lo defendía con tanta vehemencia que terminaba enfadándolo (sospecho, por tanto, que se ha tomado su muerte con el júbilo mal disimulado de quien ve desaparecer un rival).

– ¿Y cómo va la novela? -indagó ayer-. ¿Marchando?

– Así, así. Todavía estoy con la traducción. Creo que ya te lo dije.

– Ah, sí, el americano ése…

– Faulkner.

– Eso es. Qué memoria la mía. Por cierto, échame una visita un día, mujer, que no te voy a soltar los perros.

Últimamente insiste mucho en que invada su soledad. Antes la defendía, pero cedió terreno al comprobar que yo amparaba aún más la mía. Así ocurre, según creo, con todos los hombres solitarios: que dejan de serlo cuando descubren a una mujer solitaria.

– No tienes perros, Manolo.

– Pues por eso.

Nos reímos. Llegó Juan Hernández con su mujer. Su exagerada deferencia al saludarme me puso en guardia -pese a que sé lo bien que le caigo- porque en Roquedal la mucha cortesía es siempre ficticia, como los gestos que imitan los monos o las palabras de las cotorras (en la ciudad no importa, ya que la cortesía ficticia es la única posible), y el roquedeño la usa cuando busca algo; aunque es difícil discernir lo que busca Juan, pues su conducta es jánica, bifronte. Se acercó a nuestra mesa y me tendió la delgadez de su mano:

– Escritora, mucho me alegro de verla. -Y, sin permitirme replicar, altanero, volviendo la cabeza casi con desprecio-: Que pase un buen día.

¿Se burlaba? No lo creo. Si Juan escribiera un libro, la mitad lo dedicaría a contradecir lo escrito en la otra mitad. Su personalidad, como la de la piedra filosofal soñada por los alquimistas, consiste en la oposición de los contrarios, el yin y el yang de la metafísica oriental. Sus días pueden ser «frescos» aunque él mismo admita que hace «un calor espantoso»; la lluvia es «saludable» aunque «mala para el cuerpo». No obstante, se resume en un hombre cortés y tranquilo, el farmacéutico estándar, y no carece de ironía. No es tan serio como aparenta, lo que ocurre es que su delgadez de quijote lo entenebrece. ¡Quizá él es mi asesino Negro!

Pero ¿por qué le estoy contando a usted todo esto? Sepa que mis investigaciones me llevarán, por fin, a desenmascararlo. Y aunque así no fuera, no me importa. Me hallo demasiado atareada con Faulkner para seguir haciéndole caso. ¡Adiós!

* * *

Prescinda de Faulkner y continúe con mi enigma; comprobará que es bastante más satisfactorio. La razón es sencilla: descubrirme le costará mucho más esfuerzo, y no le servirá de nada, porque yo la mataré. De este modo, su afán resultará completamente inútil, así que podrá malgastarlo cuanto quiera. Muy al contrario de lo que comúnmente se piensa, el tiempo se pierde a gusto cuando se tiene la seguridad de perderlo por gusto. Todo intento es fútil; cada hazaña está preñada de un fracaso inexorable; cualquier empeño constituye un desastre lejano… Pero, ah, qué diferencia saberlo.

Véase, si no, la mosca.

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