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– No es mi hija -dijo, repugnado.

En cierto modo no le faltaba razón, porque durante aquella única noche la crisálida de niña candorosa y modales buenos había acabado de destrozarse, y una mujer de pelo muy negro y repeinado y rostro de duende había desplegado la envergadura de su oscuro cuerpo dentro de ella. Y lo que dijo aquella mujer no fueron poesías. Lo que dijo, vociferando en medio de la calle, perturbó más a la familia que su aspecto. Nadie recuerda muy bien las palabras -a diferencia de las cartas, y pese a que fueron escuchadas por muchos-, pero Juan tradujo algunas:

– ¡Miradme! ¡Soy yo! ¡Qué miedo puedo daros, si soy yo! ¡Por qué cerráis las ventanas, si soy yo, que vengo del bosque!…

Una lluvia torrencial comenzó a enturbiar las aceras, pero la voz no se rompió bajo aquella perdigonada.

– ¡Qué os da miedo de mi cuerpo de mujer! ¡Qué os da miedo de mi carne!…

Dentro de la casa, a oscuras, los padres lloraban sin decir nada, como si velaran su defunción. Sólo la abuela, sentada junto a la ventana, era capaz de hablar:

– Oye cómo la rondan -repetía, como señalando relámpagos.

Algunos cuentan que la voz no cesó; que se desgarró hasta hacerse vieja pero siguió oyéndose cuando la garganta ya no estaba. Y siempre los mismos gritos, u otros más extraños:

– ¡Qué os da miedo del amor de mi muerte, si ya he conocido el amor de mi vida!

La hallaron al día siguiente. La tormenta había borrado las huellas pero se sospechó que había regresado al antiguo camino del bosque. Y sus zapatos perdidos, su vestido roto y el cuajaron de su pañuelo embarrado fueron los rastros que condujeron a la sorpresa temible de su cuerpo, que se hallaba al fondo de un pequeño terraplén con los brazos separados y las manos abiertas. La máscara pintada del rostro, que la lluvia y la muerte habían convertido en una atrocidad, sonreía como preparada para recibir un beso. Se había tronchado el cuello al caer. Su muerte se achacó a un accidente de su locura.

Y esto es todo lo que se sabe sobre Amparo Mohedano.

– ¿Y qué ocurrió con Javier, su predestinado? ¿Sigue en el pueblo?

– Pues no. Se marchó a estudiar a la capital hace mucho tiempo. Creo que es abogado, si es que no ha muerto ya. Nunca volvió a Roquedal, ni siquiera cuando falleció su padre, lo cual no me parece bien, dicho sea de paso. Aunque quizá haya hecho bien al no venir, no sé si me entiende lo que le digo…

– Perfectamente.

– Los recuerdos son como el vino: apetecen de vez en cuando pero no se puede vivir de ellos.

– Es cierto -sonreí-. ¿Y las cartas de Amparito? ¿Las tendrá todavía su hermano?

Juan se ajustó las gafas sobre la nariz con un gesto delicado.

– Pregúntele, pero no lo creo. Es más: estoy seguro de que no, porque Matías también quiso olvidar pronto. Pero pregúntele, vayamos a que tenga alguna…

El niño de la farmacia asomó la cabeza por el pasillo -un rostro del color blancuzco de los botijos decorado con motas de acné-, inquiriendo sobre el paradero de cierto medicamento. Aproveché para despedirme.

Visité a Matías Mohedano en la droguería -hombre apacible y mesurado, de mirada grande, muy avejentado-, y accedió gustoso a enseñarme un cuaderno donde, según me dijo, había copiado con letra de colegial algunas de las frases de las cartas de su hermana -escribir y leer, siempre-, cuyos originales lamentaba no poseer. Con ellas y los recuerdos de Juan y Matías he reinventado a la Amparito de mi historia anterior.

Ahora bien, el enigma crece. ¿Qué quiere que piense de las leyendas de Amparo y Eulogia?

¿Existió usted hace cien años y escribió cartas de amor y de muerte a Eulogia? ¿Acaso también le escribió a Amparito y después la empujó por un terraplén en una noche lluviosa? ¿Fue usted quien la violó cuando tenía doce años? Hay algo que son cartas y algo que es un pañuelo blanco atado al cuello y algo más que es usted, una persona cualquiera, un listillo transmutado por la magia del pueblo y mi propia imaginación (que aún desgrana febrilmente la oscura prosa de Faulkner y medita en la trama de una novela que quizá nunca llegue a escribir). Es verdad que estoy elaborándolo, señor mío, y sospecho que lo único que me podría matar de usted sería comprobar que mi elaboración no es la correcta. Se me ocurre un cuento.

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