Toulouse
No hacía falta ser demasiado perspicaz para saber que Jacques Monnerie no estaba de buen humor. Cuando eso sucedía, la atmósfera de su despacho se hacía irrespirable; apenas entraba luz a través de los cristales tintados de su despacho, y su mesa, habitualmente ordenada, se llenaba de montañas caóticas de papeles y virutas de lápiz por todas partes.
Y ése era, exactamente, el desolador panorama que Michel Témoin, simulando apatía, tenía frente a sí.
– ¡Imposible! -exclamó el profesor al examinar las imágenes del ERS-1-. ¡Imposible! ¡Imposible! -repitió-. No han podido fallar los sistemas otra vez, ¡y justo en los mismos lugares que ayer! ¿No comprende que esto es estadísticamente inaceptable?
El ingeniero, de pie, tembló. Aunque sabía que su director era un hombre de temperamento incontrolado, jamás le había visto sumido en aquella extraña mezcla de abatimiento y cólera a la vez. Lo peor era que las imágenes procesadas por Zeus no dejaban margen para la duda: las tomas del satélite presentaban claras deficiencias en zonas geográficas muy concretas.
– Si usted me lo permite -apuró Témoin tras un incómodo silencio-, tal vez lo mejor sea explicarle al cliente que contrató este servicio lo que hemos encontrado. A fin de cuentas, profesor, no deja de ser extraño que justo los lugares que le interesaba fotografiar sean los que nos han dado problemas.
– Usted no lo entiende, ¿verdad?
– ¿Entender?
Meteor man se llevó la mano izquierda a la frente, como si quisiera secarse un sudor que aún no había aflorado.
– Nuestro cliente es, en realidad, una sociedad filantrópica que ha donado casi treinta millones de dólares a esta institución durante el último año para que hagamos bien nuestro trabajo. Estas manchas -dijo señalando una de las fotos- ponen en evidencia que no somos capaces de hacerlo. Nuestro fracaso nos arrastrará a una catástrofe administrativa sin precedentes. Lo comprende, ¿verdad?
Su rostro afilado enrojeció.
– Pero, señor, yo no creo que el error sea atribuible a nuestra tecnología. Más bien debe tratarse de algo ajeno al ERS.
– ¿Ajeno? ¿Qué quiere usted decir?
Témoin sabía que no tendría otra oportunidad como aquella para convencer a meteor man, así que decidió jugar fuerte.
– Piense que es la segunda vez que repetimos el proceso, y los píxels en blanco están situados, como usted ha visto, exactamente en las mismas coordenadas que ayer. ¿No le parece significativo?
Monnerie se inclinó de nuevo sobre una de las imágenes.
– ¿Un defecto en la antena? -murmuró.
El ingeniero negó con la cabeza. La toma seleccionada – la CAE 992610- mostraba la inconfundible línea recta que traza la rue Libergier hasta el corazón mismo de Reims, y que debía desembocar frente al pórtico principal de su catedral gótica. Sin embargo, en lugar de ésta lo único que podía verse era uno de aquellos malditos borrones.
El profesor se pellizcó la mejilla suavemente tratando de convencerse de lo que tenía frente a los ojos. Repasó una vez más cada una de las imágenes servidas por el ERS y propinó un buen puñetazo a la mesa. Impresas sobre papel fotográfico y acompañadas de una serie de dígitos que indicaban las coordenadas y altitud desde donde fueron tomadas. Las fotos impresionaban por su extraordinaria nitidez. Y lo que mostraban era, sin duda, lo más extraño que había visto en sus treinta y cinco años de carrera.
– Hágame un favor, señor Témoin -habló al fin, cuando terminó de barajar aquellas tomas-, trate de averiguar qué demonios es lo que tapan esas manchas. Si está usted en lo cierto, quizá hayamos tenido la mala suerte de tropezarnos con algún instituto científico, un laboratorio de magnetismo o un centro experimental que a la misma hora de nuestro barrido estaba enviando emisiones al espacio que afectaron a nuestros sistemas. Si ése fuera el caso, al menos podríamos entregar las fotos a nuestro cliente acompañadas de una explicación convincente.
– No, no -el ingeniero mudó por primera vez su rictus temeroso-. Eso no será necesario.
– ¿Ah, no?
Monnerie se reclinó en su asiento giratorio, aguardando una explicación que, evidentemente, estaba a punto de llegar.
– El problema es fácil de plantear, señor.
– Le escucho.
– Verá, si sobrepone estas imágenes a un plano de la misma escala de las ciudades con que se corresponden, estoy seguro de que podremos comprobar que las áreas afectadas se ajustan como un guante al lugar donde se levantan sus catedrales.
Monnerie arqueó las cejas, incrédulo, mientras su ingeniero se esforzaba por mostrarse lo más convincente posible.
– ¿Lo ve? -insistió Témoin mapa en mano-. En Chartres es la place de la Cathédrale el centro del borrón; en París, la Île-de-France , en Amiens…
– ¿Catedrales? -le interrumpió.
– No hay duda, señor. Compruebe los planos.
– ¿Y cómo cree usted que debo entender su afirmación, Témoin?
– Lo ignoro. Le dije que el problema era fácil de plantear, no de resolver.
– Pero tendrá alguna idea al respecto, ¿no es cierto?
Monnerie observó cómo Témoin tomaba por fin asiento frente a su mesa, enjugándose el sudor con un pañuelo color crema y acariciándose su pulcro bigote. No sabía por dónde empezar.
– Le he dado muchas vueltas a esto desde que vimos los resultados de ayer, y sólo he encontrado una excepción a mi teoría, que me deja un tanto desconcertado -el ingeniero hizo una pausa imperceptible para dar más profundidad a sus palabras, y remató-: Dijon. Ahí la anomalía, que se sitúa bastante más al noroeste de la ciudad, se corresponde, curiosamente, con otro enclave religioso llamado Vézelay.
– Vaya… ¿Y eso le dice algo?
– No. ¿Y a usted?
– Lo siento… -titubeó Monnerie-. Ya sólo faltaba que los campanarios afectasen ahora a nuestros satélites.
– No, no, claro. Pero ante esta información creo que la hipótesis de una contraemisión de microondas debe ser descartada. La razón es otra, quizá de índole arquitectónica; algún extraño efecto de absorción de microondas de las piedras, una mala reflexión de las ondas, ¡qué sé yo!
– Entonces, ¿no tiene nada… digamos… sólido?
– Si me permite otra sugerencia, señor, tal vez podría hablar con el cliente que ha encargado al Centro este trabajo y tantearle sobre si esperaba encontrar algo «especial» en las imágenes que nos pidieron.
– ¿Y qué le hace pensar que esa gestión pueda aportarnos alguna pista?
– Piénselo. De momento, es lo único que podemos hacer. Sabemos que ningún campo magnético natural es capaz de provocar un efecto como ese, y que lo que aparece en las fotos del satélite lo hemos descubierto porque un cliente nos ha pedido datos específicos de esas ciudades.
Monnerie se mordisqueó el labio inferior, como si algo importante acabara de venírsele a la mente pero supiera que revelarlo podría complicar las cosas. Dejó que todo el peso de su cuerpo se volcara sobre su sillón giratorio, y tras balancearse suavemente, clavó sus ojos en el ingeniero.
– Una cosa más, Témoin, ¿conoce usted una fundación internacional llamada Les charpentiers ?
– No. ¿Debería?
– Su Consejero Delegado fue quien nos encargó este trabajo hace una semana. El propósito de su fundación es estrictamente histórico: velan por que se conserve el patrimonio artístico de Francia, en especial de la ruta a Compostela, y tienen un especial interés en preservar sus edificios de estilo gótico. Recaudan fondos de mecenas de toda Europa que después invierten en proyectos que creen pueden arrojar más luz sobre los temas históricos que les interesan.
– Vaya… Un esfuerzo notable.
– Lo es. Si le cuento esto es porque al decir usted lo de las catedrales, me ha venido a la mente el nombre de la fundación.
– Claro -sonrió Temoin-. Los carpinteros fueron un gremio particularmente importante en la construcción de los templos góticos. Ellos eran los encargados de hacer los andamios sobre los que se construían los arcos ojivales, y después de retirarlos.
Monnerie asintió.
– Se lo digo precisamente por eso. No creo que sea más que una bonita coincidencia, pero ya que usted tiene esas ideas tan particulares, tal vez esto le diga algo.
– ¿Coincidencia? ¿Es usted de los que creen que Dios juega a los dados, profesor?
Sus mandíbulas se tensaron antes de proseguir.
– Mire, monsieur Monnerie, no pensaba decirle esto, pero acaba de darme una buena razón para hacerlo. Anoche, al regresar a casa y tratar de encontrar algún sentido a las anomalías fotografiadas por el «ojo», reuní toda la documentación que tenía a mano sobre catedrales. Me dormí después de las dos. No fue mucho lo que encontré, es cierto, pero había varias ediciones baratas de libros que me llamaron la atención. Sobre todo uno.
– ¿Y bien?
– Se titulaba Les mystères de la Cathedrale de Chartres y había sido escrito, agárrese, por un tal Louis Charpentier -Temoin tomó aire-. Lo entiende, ¿verdad? «Luis el Carpintero», sin duda un seudónimo propio de un maestro constructor medieval.
– Otra coincidencia, naturalmente.
– O quizá no. Verá, en ese libro se explica que si se traza, en un determinado orden, una línea que una todas las poblaciones con catedrales que precisamente hemos estado fotografiando hoy, obtendríamos algo parecido a si dibujáramos el plano de la constelación de Virgo sobre el mapa de Francia. ¿No le parece extraño?
Monnerie se reclinó sobre su butaca arrugando el entrecejo. Observó sin decir una palabra cómo el ingeniero tomó un pedazo de papel y dibujó sobre él una especie de rombo, en cuyos vértices situó la numeración de algunas estrellas de Virgo.
– Imagínese que esto es Virgo…
– Bien.
– Ahora, si une Reims con Amiens al norte, y con Chartres al sur; y ésta con Évreux y Bayeaux, y Bayeaux con Amiens, ¿ve cómo lo que se obtiene es la misma figura geométrica?
Jacques Monnerie levantó la vista de los dibujos y clavó sus ojos en el ingeniero.
– Usted es un científico, mi querido amigo. Dígame: ¿adonde cree que le va a llevar una afirmación de esa naturaleza?
– De momento, a ninguna parte -reconoció-. Pero ¿sabe lo mejor?, en ese libro, el tal Charpentier explica que todas las ubicaciones religiosas que han aparecido distorsionadas en nuestras fotos están consagradas a Nuestra Señora y fueron construidas alrededor de las mismas fechas del siglo doce.