El salón donde el padre Pierre despachaba con su invitado estaba literalmente sepultado bajo montañas de papeles que amenazaban con venirse abajo. Montones de correspondencia por abrir, revistas a las que la Fundación estaba suscrita y que el padre deseaba ver antes de que fueran archivadas, y torres de informes y libros para documentar un ensayo sobre san Bernardo que el monje nunca terminaba, dibujaban un paisaje frenético.
Su otra pasión, la radiestesia, también se dejaba notar en su estudio. Una vitrina con una colección de péndulos de todos los tamaños y tipos lucía sobre una de las columnas. Los había de todas clases: desde los que llevaban incorporada una pequeña urna donde incluir el «testigo» -esto es, un pedazo de la tela, tierra o material que se deseaba encontrar-, hasta los más sencillos, más parecidos a plomadas de arquitecto que a ningún otro artilugio. Eran de metal, madera, cristal y hasta cuarzo. El padre Pierre los coleccionaba desde hacía años y se sentía orgulloso de emplearlos siempre que la ocasión lo requiriese. No en vano, muchos en la Fraternidad le llamaban mosén zahori.
Frente a él, impasible, un joven sacerdote ortodoxo recién llegado de Egipto observaba aquel caos con mirada indiferente. No llegaba a encajar lo de los péndulos.
– A ver si he entendido bien -puntualizó Pierre, sacándole del ensimismamiento-, usted ha venido expresamente desde el Sinaí porque dice que algo extraordinario está sucediendo en nuestra iglesia.
– Así es -afirmó con un gesto de cabeza el ortodoxo.
– ¿Y de qué clase de fenómeno estaríamos hablando, padre? ¿Rogelio, me dijo?
– En efecto.
– ¿Y bien, padre Rogelio?
– Tenemos razones para creer que una fuerza maligna está a punto de despertarse bajo su iglesia. No se trata de algo que deba tomarse a la ligera. De hecho, sabemos que las actividades de ciertas sectas satánicas se han incrementado notablemente en las últimas semanas en la zona, ¿no es cierto?
El padre Pierre asintió con desdén, quitándole hierro al asunto.
– ¡Vamos! ¡Vamos! -agitó las manos haciendo un vistoso aspaviento-. Se trata de gamberros a los que les gusta entrar en los cementerios de noche, hacer pintadas blasfemas y poco más. Eso pasa en todas partes.
– ¿Y han profanado Vézelay?
– ¡Dios Santo! ¡Claro que no!
– No lo tome a broma, padre Pierre -sentenció Rogelio con gesto severo-, pero lo que está ocurriendo es sólo el preámbulo de un fenómeno cíclico que terminará afectando a este y otros lugares de Francia. La última vez que esta fuerza estuvo tan activa como hoy fue hace ocho siglos, y entonces se la controló gracias a que se construyeron iglesias como ésta para neutralizarla.
– ¿Ocho siglos? -repitió el padre Fierre-. ¿Quiere usted decir que la última vez que estuvo en activo esa, digámoslo así, fuerza demoniaca fue en la época del abad Suger?
– Eso he dicho. Pero las cosas han cambiado mucho. Vézelay está casi totalmente reconstruida, y la reconstrucción no respetó las fórmulas arquitectónicas que sellaron el Mal. Ahí tiene el peligro.
– Y según usted -frunció el ceño el padre Pierre-, ese peligro viene del subsuelo.
– Más o menos. ¿Acaso no llaman ustedes a la montaña sobre la que se levanta Sainte Madeleine, el «monte escorpión»?
– No veo la relación.
– Mitológicamente el escorpión es el único animal capaz de provocarse la muerte a sí mismo si se ve acorralado por las llamas. Su poder es demoniaco, y la tradición que le venera y le convirtió en un signo del zodiaco llegó aquí desde Oriente, probablemente traída por árabes o, aún más probable, por los templarios de san Bernardo. Al dar ese nombre a la montaña, los constructores de Sainte Madelaine estaban ya indicando lo peligroso que es el lugar.
El padre Pierre, un filósofo formado en la Universidad de La Sorbona, de talante moderado, comenzó a considerar seriamente la posibilidad de que aquel hombre fuera un pobre chiflado. Ciertamente hablaba de forma pausada, serena, pero su mirada era de angustia. Como si el tiempo fuera escaso y estuviera en la obligación de convencerle.
– Está bien, padre Rogelio, ¿puede usted presentarme algo para que crea en su palabra?
El egipcio, de mirada negra y profunda, se levantó de su sofá y plantó las manos sobre el escritorio del prefecto de la Fraternidad. Un reloj de pared dio en ese momento cinco campanadas, anunciando lo avanzado ya de la tarde. El ortodoxo aguardó a que terminaran de sonar, y después respondió.
– Hágame caso, padre, no estoy aquí por casualidad. Vigilo de cerca a un hombre que pronto vendrá a verle y que le presentará la prueba que usted me reclama. En realidad, él no sabe exactamente lo que tiene entre manos ni la importancia espiritual que representa. Ni siquiera creo que llegue a comprenderla a tiempo. Mi misión aquí es vigilarle de cerca e impedir que cometa sin querer un error que reactive ese Mal.
– ¿Y usted a quién representa?
– Sólo obedezco órdenes. Mi superior en el monasterio de Santa Catalina ha accedido a ciertas informaciones reservadas, que yo mismo no conozco en su totalidad, y me ha encargado que compruebe si existen razones para estar alarmados o no. Yo sólo le advierto de que las actividades satánicas pueden incrementarse en breve en este lugar, y que eso sólo será el preámbulo.
El padre Pierre se removió en su asiento.
– ¿A qué razones de alarma se refiere?
– Si, por ejemplo, alguien conoce más de la cuenta un determinado secreto, o si, metafóricamente hablando, posee la llave que abra la puerta a esa fuerza de la que le hablo.
– Si la suya es una visita pastoral, supongo que nuestro obispo estará al tanto de su presencia aquí, ¿no es cierto?
El ortodoxo meneó la cabeza, haciendo mover su cabellera negra.
– No. ¿Para qué? Cuánto más alta sea una autoridad, más cosas tiene que ocultar. Incluyendo la filiación a la que pertenece. ¿No cree?
El padre Pierre observó a su interlocutor algo intimidado.
– No hay nada que ocultar, padre Rogelio. Créame. La vida aquí es muy tranquila. Yo mismo, por ejemplo, llevo años trabajando en la vida de san Bernardo, que impulsó desde este lugar su gran obra política y convocó a los pies de Sainte Madelaine la segunda cruzada contra Jerusalén. Nunca he visto u oído nada raro salvo los oscuros capiteles de la basílica y la leyenda de cierto Libro del Conocimiento que un día se habrá de encontrar por estas latitudes. Y aun eso son puras leyendas medievales.
– Le llamaré, padre. Cuando haya visto la prueba y atienda a mis palabras con otros oídos, se hará cargo de la trascendencia de lo que he venido a contarle.
Pierre se encogió de hombros antes de responder.
– Espero no haberle ofendido. Pero profesa usted unas creencias que no puedo compartir.
– ¡Oh, no! Nada de eso. Me hago cargo de que hablar de fuerzas malignas en estos días suena raro, pero le advierto que éstas existen y son muy poderosas. Recuerde el dicho de que el mejor aliado del diablo es ignorar su existencia. -Y esbozando una sonrisa burlona, añadió-: ¿Nunca percibió sus tentáculos con sus péndulos?
Sin aguardar su respuesta, el padre Rogelio se colocó su especie de birrete negro y enfiló escaleras abajo camino hacia la calle.
– Pronto se acordará de mí -dijo desde el rellano-. Ya lo verá.