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OMEN [2]

Jerusalén, 1125

Ni por un segundo el bueno de Jean de Avallon imaginó que combatir con la coraza de la fe [3] fuera algo tan real, tan próximo y tan peligroso a la vez

Abrumado por el inesperado giro de los acontecimientos, el caballero fingió indiferencia y sonrió al conde cuando éste, inclinado sobre su oreja, le susurró el destino al que debía encaminarse a la mayor brevedad posible. Las suyas fueron apenas tres frases en lengua romance, breves, escuetas, que se colaron en el cerebro de su siervo con la facilidad del soniquete de un trovador. La última de ellas, por cierto, se le grabó a fuego «Yo os serviré de guía», dijo.

Jean, impresionado, aceptó aquel nuevo mandado y se apresuró a entonar el Te Deum laudamus como si nada hubiera alterado el ritmo de las cosas.

Pero no era así.

Preso de una excitación inenarrable, el joven guerrero del manto inmaculado pronto cayó de hinojos frente a su mentor, besó el sello del condado de la Champaña grabado en oro sobre su espléndido anillo y pronunció en voz alta su juramento para que todos le oyesen:

– Acepto de buen grado vuestras órdenes, mi señor -dijo balbuceando-, y las acataré aunque en ello me vaya la vida. Ahora que he visto la Verdad , que Nuestra Señora proteja tan sagrada misión, amén.

Nadie se sorprendió. A fin de cuentas el noble Hugo de Payns, senescal y hombre de confianza del conde, se lo había dejado bien claro el mismo día que le reclutó en Troyes, hacía ya algún tiempo. «La milicia que estamos reuniendo -le aseguró de camino a la capilla donde se celebró su ceremonia de admisión- tendrá un doble frente de combate: lucharemos sin cuartel contra quienes bloqueen los caminos hacia el Santo Sepulcro, y nos batiremos contra las fuerzas espirituales del Mal que amenazan a nuestro mundo. Vuestro trabajo, noble Jean de Avallon, podrá desarrollarse indistintamente en ambas direcciones, por lo que deberéis estar preparado para enfrentaros en cualquiera de esas batallas.»

Tuvo este aviso profético en el verano de 1118, hacía ya siete largos años. Fue entonces cuando Jean recibió el hábito albo que ahora lucía con orgullo. Aquel lejano mes de julio el joven Avallon cumplía diecinueve primaveras, y su porte orgulloso y fuerte, su carácter decidido y emprendedor, sus cabellos dorados y sus ojos verde esmeralda, habían conseguido impresionar a los ejecutores del proyecto, que pronto comenzaron a planearle un futuro lleno de responsabilidades. A ello, desde luego, no fue ajena la «señal» de que su nacimiento coincidió con el momento en que Godofredo de Bouillon conseguía rendir Jerusalén y conquistarlo de manos turcas para la cristiandad.

El arrollador triunfo de aquella primera cruzada iba a resultar decisivo. Mucho más de lo que el Papa o los reyes europeos habían previsto.

Sea como fuere, sólo él y ocho hombres más, todos mucho mayores que Jean, recibieron el manto pálido que en adelante les distinguiría como los primeros guerreros del ejército más particular que vieran los siglos: el de los Pobres Caballeros de Cristo.

En Troyes, Jean conoció a Godofredo de Saint Omer -un gigante de barbas blancas y mirada cálida que ahora bajaba la vista mientras el conde le impartía su bendición-, a Andrés de Montbard -tío de otro adolescente que pronto despuntaría como un religioso feroz e implacable al que se conocería como Bernardo de Claraval y que terminaría en los altares-, a Foulques de Angers -un anciano saco de huesos que aún echaba fuego por los ojos- y a tantos otros guerreros de probado valor que le rodeaban en aquel lance.

También allí, en la misma capilla privada de Troyes, el joven Jean se tropezó por primera vez con un desigual grupo de soldados, la mayoría cruzados que ya habían cumplido el sueño de hincar su rodilla ante la tumba de Nuestro Señor Jesucristo, que también recibieron entonces sus mantos negros o de buriel en señal de pertenencia a la nueva milicia de De Payns.

Pero ¡cómo pasa el tiempo! ¡Y cuánto envidiaba ahora a aquellos hombres sin responsabilidad ni noción alguna de lo que estaba sucediendo!

Es conveniente repetirlo: siete largos años habían transcurrido ya desde esa remota ceremonia de admisión, escueta y prudente. El capellán de entonces, un hermano del caballero Hugo, bendijo los aperos de Jean de Avallon y le ungió con la señal de la cruz antes de recomendarle que rindiera todo su ser a la sagrada misión que, tarde o temprano, iba a encomendársele. Fue una «señal» más. De hecho, el joven caballero nunca terminó de entender aquello de la «sagrada misión» hasta que, recién comenzado el séptimo invierno de campaña en Jerusalén, durante las tareas de restauración de Haram es-Sharif o «el noble santuario» como llamaban los árabes al antiguo recinto del Templo de Salomón, un aviso sorprendió a los allá destinados.

Al de Avallon la noticia le llegó mientras desenterraba un enorme arcón de piedra cerca de la llamada Cúpula de la Cadena, unos metros al este de la impresionante mezquita conocida como La Roca. Trabajaba a destajo desde hacía meses despejando las antiguas cuadras del rey Salomón, pero llevaba casi tres semanas empeñado sólo en arrastrar aquel pesado cofre a la superficie.

Fue a primera hora de la mañana. Uno de sus sargentos, el responsable de la farmacia, un tal Renard, descendió al túnel para darle la nueva: «Mi señor -tosió bajo la nube de polvo que levantaron sus botas en el subterráneo-, nuestro maestre Hugo ha recibido un mensaje urgente desde Francia. Os ruega que acudáis cuanto antes al capítulo». «¿Sabéis de qué se trata?», preguntó el caballero. «No. Pero debe de ser algo grave. Acudid presto.»

Cuántos recuerdos.

Hugo de Payns, en efecto, a eso de la hora tercia [4] de aquel mismo día, celebró una reunión extraordinaria del capítulo en la antigua mezquita de Al Aqsa, donde su majestad Balduino II había tenido instalada su escuálida corte hasta hacía bien poco. Él era un hombre calculador, que disimulaba su ansiedad con un verbo pausado, padre de una gran familia y extraordinariamente leal a los suyos. No se anduvo, pues, con rodeos. En el interior de Al Aqsa, rodeado de columnas de mármol desnudas de casi seis metros de altura, y al amparo del eco de sus muros vacíos, informó a sus hombres que el conde de Champaña, otro Hugo de ilustre linaje que había financiado los primeros momentos de la nueva Orden de los Pobres Caballeros de Cristo, estaba próximo a llegar a Jerusalén para unirse a su «cruzada secreta».

«La sombra del Mal está más cerca que nunca de nosotros -sentenció el De Payns con un gesto severo, que denotaba lo delicado del momento. En realidad, leía del mensaje que acababa de recibir-. Nuestro amado conde está inquieto por ello; no duerme ni comulga en paz desde hace meses y ha tomado la dolorosa decisión de abandonar sus posesiones, esposa e hijos, para acompañarnos en nuestra primera batalla verdadera: la que estamos a punto de librar contra el más poderoso enemigo que existe sobre esta tierra.»

El anuncio del caballero De Payns, como tantas otras cosas que sucedieron entonces, pronto se revelaría rigurosamente exacto.

[2] Del latín, «anuncio».


[3] Años mas tarde, Bernardo de Claraval, al redactar su «Elogio de la nueva milicia templaria» para dotar de una Regla a esta orden, emplearía exactamente esas palabras al tratar de describir los verdaderos objetivos de la Ordo Pauperum Commilitonum Christi Templique Salomonici.


[4] Nueve de la mañana.


4
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