Un hombre entrado en carnes, vestido impecablemente de gris perla, guillotinó su tercer habano de la tarde mientras aguardaba la señal de su secretaria. Desde su pared acristalada se veía buena parte de la Ciudad de la Luz. Era más magnífica aún de lo que soñó Luis XIV cuando encargó a su paisajista que la reformara de arriba abajo en 1667.
Todo allí era historia pura. Las vistas desde el despacho de caoba del gordo daban muy cerca del Arco del Triunfo de Napoleón. Un monumento que divide en dos la enorme avenida que separa el impresionante Arche de la Défense del obelisco egipcio de la Concorde y de la pirámide de cristal del Louvre.
Situado bajo otra pirámide, esta vez de acero, el edificio desde donde el hombre del habano dominaba París asemejaba una gigantesca aguja faraónica. En realidad, edificios similares a ése se han levantado por todas partes en los últimos años: en el 110 del Paseo de la Castellana de Madrid, en el corazón del barrio neoyorquino de Manhattan, en Roma, Londres o Berlín. No importa dónde, lo cierto es que, por paradójico que resulte, no existe hoy ningún centro de poder del mundo sin su pirámide o su propio obelisco cerca. El Vaticano y la Casa Blanca son sólo dos ejemplos de ello. Sus edificios, otro más.
El gordo, relamiéndose de sus vistas, pensó en ello con aire triunfal. Algún poderoso arquitecto, mago sin duda, había unido con seis kilómetros de línea recta la avenida Charles de Gaulle, los Campos Elíseos, el Jardín de las Tullerías, el Arco de Triunfo de Carrousel y el palacio del Louvre. Todo para gloria de sus descendientes. Y a la vera de aquel trazado urbano perfecto, como si de plantas ornamentales se tratase, crecían decenas de símbolos de poder inventados treinta siglos antes de Cristo y colocados allí con una precisión pasmosa.
– Señor -tronó el interfono de repente-. La visita que esperaba acaba de llegar. ¿Le digo que pase?
– Sí, por favor -respondió satisfecho. En efecto, todo cuadraba.
La puerta de su despacho chasqueó de inmediato. Un individuo delgado, de estatura media, rostro afilado y barba no muy bien acicalada, entró al tiempo que se ajustaba el nudo de su corbata. Llevaba bajo el brazo una carpeta llena de papeles, descuidadamente anudados con una goma elástica. Parecía nervioso.
– Así que usted es Jacques Monnerie -dijo el gordo, encendiendo su puro con un mechero de oro y escondiendo la guillotina en el primer cajón de su escritorio.
– Encantado de conocerle en persona al fin, señor Charpentier -respondió- No sabe lo que nuestra institución aprecia su generoso mecenazgo y su sensibilidad.
El director del CNES tendió la mano a su anfitrión, pero no tardó en retirarla avergonzado en cuanto se dio cuenta de que no iba a estrecharla con ninguna otra. Charpentier, de rostro redondo y frente despejada, hizo un ademán para que el ejecutivo tomara asiento.
– Toulouse está a una buena distancia de aquí, ¿verdad?
– Oh, sí, sí -Monnerie asintió nervioso.
– ¿Ya conoce usted París?
– Claro, señor. Estudié aquí mi carrera. Aunque debo reconocer que ha crecido mucho desde entonces. ¿Sabe? Terminé de estudiar en 1963 y después ya no me enteré ni de lo de mayo del sesenta y ocho. Mi laboratorio en Toulouse se convirtió en mi casa.
Meteor man acarició su carpeta valorando en silencio si abordar a su mecenas de lleno con cuestiones más importantes, o esperar a un momento más adecuado. Optó por la prudencia. De hecho, ni siquiera se atrevió a sacar su cajetilla de cigarros. El señor Charpentier, con aire distraído, continuó su intrascendente interrogatorio ajeno a tanta explicación inútil.
Talismán de Catalina de Médicis.
– ¿Y ha visitado usted alguna vez la Bibliothèque Nationale ? -preguntó-. Supongo que sí, naturalmente. Pero ¿y su Cabinet des médailles ?
Monnerie no abrió la boca.
– Pues es una lástima. De veras que lo es. Por lo tanto, claro, nunca se habrá fijado en una pieza como ésta, ¿no es cierto?
El gordo alargó su mano redonda, de dedos enormes y cruzada de anillos de oro, invitándole a tomar algo parecido a una moneda ovalada de poco más de cuatro centímetros de diámetro. De una tonalidad vagamente rojiza, aquella medalla -sin duda, de eso se trataba- presentaba en anverso y reverso algunas inscripciones en latín y figuras ciertamente peculiares: una mujer con cabeza de pájaro sosteniendo un espejo frente a un monarca sentado bajo palio, y otra hembra desnuda en el lado opuesto, con un corazón y una especie de peine en cada una de sus manos. Todo, dedujo Monnerie, salpicado de una abundante y absurda simbología astrológica.
– Jamás he visto nada parecido -el ingeniero acarició aquel pedazo de metal con gesto de sorpresa-. ¿Qué es? ¿Uno de esos cachivaches que venden las tarotistas junto al Sena?
Charpentier le miró severo.
– Es un amuleto que tiene más de cuatrocientos años, señor Monnerie. Nada de quincallería. Su valor histórico es incalculable aunque, por supuesto, lo que usted tiene en las manos es sólo una excelente réplica de la original. [43] ¿Y sabe lo mejor? Los expertos han confirmado que perteneció a la reina Catalina de Médicis y que muy probablemente fue acuñada por el mismísimo Michel de Notredame, famoso médico y adivino por aquellas fechas, más conocido como Nostradamus.
– ¿Nostradamus? ¿No creerá usted en profecías y cosas de ese tipo? Después de que anunciara el fin del mundo para el 11 de agosto de 1999 yo no…
– ¿Creer? -el gordo dio una honda calada a su puro, antes de interrumpir al ingeniero-. Esa palabra no figura en mi diccionario, señor Monnerie.
– ¿Y entonces?
– Le enseño esto para que «sepa», no para que «crea» -Charpentier enfatizó abusivamente los verbos, invitándole sutilmente a hacer una segunda lectura de ellos-. Si usted se hubiera fijado bien, habría observado que las figuras que aparecen en el anverso de la medalla son mapas de constelaciones. Ahí está la «W» de Casiopea, el rombo de Virgo, los símbolos alquímicos de Venus y Mercurio. Supongo que así, a simple vista, sus posiciones relativas no le dirán tampoco nada, ¿verdad?
Jacques Monnerie se ajustó unas escuetas lentes para la vista cansada y volvió a mirar con atención la medallita. Esta vez trató de adelantarse a la explicación de su anfitrión. Aunque lo suyo, ciertamente, no era la historia, en ese momento nada le habría gustado más que estar a la altura de su mecenas. Pero seguirle el juego era harto difícil.
– Le ayudaré -sonrió maliciosamente monsieur Charpentier-: imagine que la mujer desnuda es la Tierra, la diosa Gaia de los griegos, y que su cabeza indica el norte geográfico. Desde esa perspectiva, al oeste se encuentran Casiopea y la Cruz del Sur, al este Virgo y Venus muy cerca del cénit. Se trata, pues, de un mapa estelar, señor Monnerie. Un mapa del que podemos deducir una fecha.
– ¿Un mapa? ¿No cree que eso es aventurar demasiado?
Una nube de humo blanco envolvió el rostro de meteor man, que la inhaló sin inmutarse.
– En absoluto, señor Monnerie. Los talismanes se construían con el propósito de capturar el spiritus de lo superior en elementos del mundo inferior. Por lo tanto, esa medalla es un «mapa» tosco, que carece de la precisión que hoy exigiríamos a un astrónomo, pero que es lo suficientemente orientativo como para deducir que está indicándonos una fecha aproximada.
– ¿Una fecha? -el ingeniero no salía de su asombro. O aquel hornbre podrido de millones no tenía ni idea de astronomía, o le estaba tomando el pelo.
– Así es. Una fecha que corresponde, curiosamente, con la posición aproximada que tienen las estrellas y planetas de la medalla en estos meses. ¿No le parece extraordinario? ¡En estos meses! Los enemigos de Catalina y de Francia, especialmente los ingleses, hicieron correr en el siglo diecisiete libelos sobre este amuleto, afirmando que era una obra hecha por una adoradora de Satán. Los nombres de los ángeles caídos impresos en ella, como Anael o Asmodei, parecían darles la razón, pero en realidad todo es pura astronomía. Hasta la dama del reverso parece una alusión clara a Virgo.
– Supongo que me ha hecho venir para que confirme su tesis, ¿no es así?
– En absoluto. Vuelve usted a equivocarse -el gesto de Charpentier se torció jocoso, como si disfrutara acribillando a aquella mente racionalista-. Le he hecho venir porque deseo ayudarle a resolver su problema. Si le cuento lo del amuleto es para que tenga algunos elementos de juicio más antes de actuar.
El gordo, con los ojos abiertos como platos, se levantó de su escritorio, perdiendo su vista hacia una de las ventanas que daban a la plaza de la Concordia. Allí, al fondo, el orgulloso obelisco regalado por Mehmet Alí a los franceses y «robado» de la fachada principal del templo egipcio de Luxor, brillaba bajo su capuchón dorado.
– ¿Ya sabe entonces lo de las fotos del satélite? -susurró Jacques Monnerie quitándose las lentes de aumento.
– Desde la primera órbita.
– ¿Y?
– No me sorprendió en absoluto. Estaba profetizado en esa medallita que usted parece no querer leer. Debí suponerlo, le falta formación hermética, como a todos.
– Formación ¿qué?
– Her-mé-ti-ca -silabeó-. Por ejemplo, hasta hoy usted ignoraba que los talismanes son un viejo invento egipcio para atraer sobre la Tierra las fuerzas de los cielos. No son lo que hoy todos suponen al oír esa palabra: simples chismes para granjearse la buena suerte. ¡Nada de eso! Se trata de reclamos entre este mundo y el de arriba, que se «activan» sólo en momentos importantes y que Hermes, nombre griego del dios Toth de los egipcios, enseñó a fabricar a los hombres.
– No me negará que aun admitiendo esa hipótesis, tiene usted una gran laguna histórica entre Hermes y Catalina de Médicis. Por lo menos -barruntó provocativamente- veinticinco siglos.
– Si no más, en efecto. Lo que usted ignora es que un ilustre antepasado de Catalina, el célebre comerciante florentino Cósimo de Médicis, adquirió un ejemplar del Corpus Herméticum, una versión parcial de los hoy perdidos Libros de Hermes, y lo mandó traducir al latín a Marsilio Ficino hacia 1460. De ahí, la familia conservó el secreto para la fabricación de talismanes y lo traspasó a hombres sabios como Nostradamus. Tras él los hubo que acuñaron talismanes pequeños como el de Catalina, y gigantescos, como París.