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Dos días tardó Jean de Avallon en recuperar el habla y la vista. Su repentina reaparición frente a un pequeño grupo de testigos en el ábside de la iglesia de Notre Dame de Chartres había despertado toda suerte de rumores en la comarca. Lo poco que se sabía de cierto era que el caballero había caído detrás del altar mayor como si fuera un pedrisco en noche de tormenta; nadie vio exactamente cómo fue, pero todos notaron el golpe.
En aquellos días no había un solo siervo del conde que no envidiara la privilegiada situación del abad de Claraval. A fin de cuentas, fueron caballeros al servicio de este monje quienes lo vieron todo con sus propios ojos y quienes le rindieron las cuentas oportunas.
El pueblo estaba en lo cierto. Aquellos templarios, en efecto, dieron detalle al abad de Claraval de cómo el cuerpo de su compañero fue vomitado por una bestia del Averno. Un ente invisible que debió descubrir entre sus muelas la mala carne de un cristiano piadoso. Y otro tanto, sin duda, explicaron de sus dos acompañantes, sobre los que también comenzaron a circular toda suerte de apuestas, a cada cual más absurda.
Bernardo, que era un religioso prudente y observador, estaba extrañado por tanto suceso extraordinario en un mismo lugar. Por ello, sin dilatarlo más de la cuenta, se apresuró a visitar de inmediato a Jean y a su escudero. E hizo bien. De hecho, a Felipe sólo tuvo ocasión de administrarle la extremaunción la misma noche de su regreso, y ordenar el inmediato entierro de sus restos mortales. Su cuerpo, débil y tullido, había aparecido literalmente cubierto de llagas; apenas conservaba sus cabellos y los que le quedaban presentaban un aspecto frágil y blancuzco. Felipe mostraba, además, los labios y las puntas de los dedos muy amoratadas, tal como las tendría un reo después de ser penosamente torturado. Le aquejaba, pues, una especie de lepra que no le permitía respirar bien y que había atrofiado definitivamente sus piernas.
Nunca llegó a hablar. Ni siquiera a abrir los ojos. Y así, cuando finalmente expiró abrazado aún a la espada de su señor, todos pensaron que Dios se había apiadado de él y le había querido evitar sufrimientos mayores al despertar. Aquel diabólico mal parecía no tener remedio.
El abad, compungido, visitó también en su celda al prisionero hecho por los templarios en la misma Notre Dame. A los guerreros les pareció sospechoso verle allí, de pie, presenciando el milagroso retorno de Jean de Avallon, sin inmutarse siquiera o caer de hinojos frente al milagro. Era como si un espíritu burlón se hubiera apoderado de la personalidad de aquel desdichado y le hubiera arrastrado hasta la iglesia sólo para meterle en problemas. Más tarde, repuesto de su estado, el prisionero aseguró llamarse Rodrigo, ser de origen aragonés y, tras un par de implacables interrogatorios a manos del gigante Saint Omer, admitió incluso haber trabajado como mercenario del obispo de Orléans para seguir de cerca la caravana templaria llegada de Tierra Santa.
Fue toda una sorpresa.
Bernardo dialogó con él durante una hora. Pidió que le quitaran los grilletes y le dieran de comer. Y así, sentado ante su cuenco de carne hervida, escuchó a aquel monje piadoso que trataba de insuflarle confianza asegurándole que todos sus pecados le serían perdonados si le entregaba la verdad de su estancia allá.
Poco pudo sacar Bernardo de la garganta de aquel extranjero. Peregrino compostelano, prófugo del señor de Monzón y aventurero por naturaleza, aquel hombre confesó haber hurgado en el contenido de los carros sin entender demasiado el valor de tanta tablilla grabada.
– ¿Le hablasteis de esas Tablas al obispo de Orléans? -preguntó el abad.
– Sí. Le hablé.
– ¿Y qué os dijo?
– Nada que recuerde.
– ¿Y no dispuso nada más para vos?
– Sí. Me pidió que no las perdiera de vista.
Por último, aquella misma jornada el monje blanco fue conducido a una pequeña vivienda situada tres callejuelas más allá de la iglesia. En ella, una familia local había dado generoso cobijo al tercero de los «reaparecidos» en Chartres. Todos los que le vieron antes que él, le aseguraron que se trataba de un personaje de lo más peculiar. Vestía un camisón muy desgastado y sus maneras eran ciertamente singulares. Hasta dijeron que podía hablar tantos idiomas que era capaz de hacerse entender incluso con los árboles del huerto familiar.
A última hora Bernardo llegó a la casa de Christian, el herrero, acompañado de dos monjes más. Su esposa y sus dos hijos habían terminado en ese momento de cenar, y el huésped se había retirado ya a su alcoba para, según dijo, concentrarse en sus oraciones.
La mujer de Christian, una bretona de caderas anchas y amplia sonrisa, les explicó que el anciano se había recuperado muy rápidamente de su viaje, pero se quejó de sus modales un tanto taciturnos y de su escasa locuacidad. Como el resto de Chartres, la familia del herrero ardía en deseos de saber qué había sucedido exactamente en la iglesia de Notre Dame. Tenía, por fuerza, que ser un milagro… pero ¿cuál? El anciano no lo dijo.
Después de pasar al interior de la vivienda, y dejar atrás la forja, Bernardo bendijo a la familia y pidió que le dejaran a solas con el extranjero. Christian obedeció. Y así, tras cerciorarse de qué estancia de la casa hacía las veces de celda y dormitorio del visitante, se dirigió hacia ella rogando a sus monjes que no les importunaran.
La habitación -si es que así podía llamarse- era un anexo de las cuadras, cerrado con un improvisado muro de tablas y despejado para dejar hueco al camastro de paja y la improvisada mesa en la que reposaban varios frascos cuidadosamente etiquetados.
Con la luz de una vela gruesa, sin duda lo que quedaba de alguno de los grandes cirios de la iglesia de San Leopoldo, un anciano de larga cabellera leía un libro grueso y sucio.
Bernardo conocía aquellas pelambreras.
– ¿Gluk? -se le hizo un nudo en la garganta-. ¿Sois vos, maestro?
La voz de Bernardo quebró el silencio que envolvía el lugar. El anciano, tieso como una vara, levantó la vista del manuscrito que sostenía y buscó tranquilamente en la penumbra la silueta blanca del abad. También él, aunque no lo expresara, parecía haberle reconocido.
– ¡Ah, Bernardo! -tronó al fin-. Debí suponer que estabais aquí.
El monje tendió sus manos para ayudar a levantarse al druida, y se fundió en un largo abrazo con él. Al apretarlo contra su cuerpo, Bernardo notó lo escuálido que estaba.
– Gluk, magister , ¿qué es lo que hacéis aquí? Nunca pensé que os vería en momento tan oportuno.
– Y bien que lo decís, De la Fontaine -sonrió-. El Enemigo ha pretendido hacerse con el control de este lugar santo para apropiarse de lo que habéis traído hasta aquí.
– ¿Vos ya sabíais que…?
– Vamos, Bernardo. En la cripta abrí la Puerta para vuestro centinela, el caballero De Avallon. En cuanto le vi, supe que las Tablas no debían de andar lejos de aquí, porque el Umbral se abrió con facilidad. ¿Acaso no fue este caballero el elegido en Jerusalén para localizar las Puertas y sellarlas después junto a las Tablas? ¿No fue él el señalado por la Providencia para dejar descansar estos lugares e impedir que caigan en manos impuras?
El abad asintió.
– Sin embargo, Gluk, temo perder tan preciosa carga antes de cumplir con mi trabajo.
– Lo decís por la muerte del maestro Blanchefort, ¿verdad?
– Y porque hemos capturado a un espía del obispo de Orléans que, al parecer, ha estado siguiendo a nuestra caravana durante su último trayecto, desde Troyes hasta aquí.
El druida vio que el rostro sereno del monje blanco se enturbiaba.
– Pero, Bernardo, ¿de qué os han servido mis lecciones? ¿Habéis olvidado ya que la calma de espíritu es imprescindible para vuestra lucha contra el Mal? Si la inquietud os vence, habréis perdido la batalla. Y además, nadie puede abrir las Puertas de Nuestra Señora si no posee la llave. Y nadie puede utilizar esa llave si no posee el libro de instrucciones adecuado para ello.
– ¿Libro de instrucciones?
Instintivamente, el cisterciense echó un nuevo vistazo al libro que leía el druida.
– ¡Mi buen Bernardo! ¿Habéis olvidado los años en los que trazamos este plan para vos? ¿Tampoco recordáis las sesiones de aleccionamiento en los bosques cercanos a Claraval, donde os mostramos los símbolos mágicos que representaban las Puertas?
– Recuerdo el laberinto. Metáfora del camino interior y de la peregrinación a las Puertas Santas de Jerusalén, Roma y Santiago… Recuerdo la escalera. Alegoría que disfraza el viaje de Jacob a los cielos y el acceso al conocimiento sagrado. Recuerdo…
– No habéis olvidado nada -dijo el druida.
– No.
– Entonces, mi viaje ha sido oportuno. Después de que habléis con Jean de Avallon, podréis usar esto como vuestro manual para girar la llave. Será el inicio de un período glorioso en el que vuestras obras crecerán como agujas hacia el firmamento, atrayendo sobre vuestros fieles la bendición de las luminarias celestes. Y en ellas incluiréis los símbolos que os fueron enseñados para que otros sepan leerlos llegado el momento oportuno.
Gluk tendió a Bernardo aquel raído volumen escrito en latín, que tomó cuidadosamente entre las manos. Estaba toscamente encuadernado, y la mugre de sus páginas había ennegrecido los bordes exteriores de cada cuartilla.
Sin terminar de soltarlo, el druida explicó a Bernardo que aquel texto había sido originalmente escrito en árabe por sabios de Harrán, la ciudad a la que se dirigía Jacob cuando tuvo su visión de la Scala Dei. Después, un sabeo -uno de aquellos habitantes iluminados de Harrán- se llevó una copia a la magnífica biblioteca de Córdoba, desde donde, tras la conquista, llegó a manos de los precursores de la Escuela de Traductores de Alfonso X en Toledo. Allí fue volcado finalmente al latín, «y de sus depósitos lo tomé yo», dijo.
El libro, crípticamente titulado El fin del sabio y el mejor de los dos medios para avanzar , estaba dividido en cuatro tratados que explicaban pormenorizadamente la ciencia de las estrellas. «Estudia sobre todo la cuarta de sus partes, en especial el capítulo dedicado a Hermes y a la fundación que hace de una ciudad idéntica a la Jerusalén Celestial del Apocalipsis -le advirtió-, y después usa su sabiduría para establecer el lugar donde levantarás tu Puerta y las proporciones que darás a tu obra para protegerla.»