Con las mujeres nunca se sabe. O, al menos, eso debió de pensar Michel Témoin mientras deambulaba entre los coches aparcados junto al McDonald’s situado en la autopista hacia Chartres. Llevaba muchos meses sin ver a Letizia, y la sola perspectiva de acercarse de nuevo a ella le ponía nervioso como un colegial. Aunque sabía que lo suyo no iba a poder arreglarse, el simple hecho de volver a sentir el mismo cosquilleo en el estómago que cuando la esperaba a la salida de la Facultad le devolvía a sus años jóvenes. ¿Habría cambiado mucho?
Con Letizia esa pregunta era vana. Le gustaba estrenar peinado casi cada semana; sus uñas siempre mutaban de color en el momento menos esperado y su carácter -¡ay, su carácter!- era de los que realizaba giros copernicanos al menor atisbo de inestabilidad en su interlocutor. Por eso necesitaba rodearse de hombres con carácter, que no le dieran pie a tanto cambio y la mantuvieran más o menos estable en medio de su tempestuoso océano interior.
Aunque la puntualidad no era, precisamente, una de sus virtudes, esta vez casi no tuvo que esperarla. Un BMW gris perla aparcó junto a él a la hora convenida, dejando salir a una Letizia mucho más bella de lo que era capaz de recordar. Sin duda, se trataba de una de esas mujeres por las que el tiempo parece pasar de largo. De muslos largos y blancos, pelo rubio -gracias a Dios no lo llevaba teñido- y maneras suaves, Letizia formaba parte del selecto club de hembras que se deleitan moviendo su cuerpo con la misma precisión con la que una cobra domina sus anillos. Vestía además un fino traje rojo de tirantes que dejaba desnudos aquellos hombros que Témoin tantas veces amó, y que dibujaba a la perfección sus ondulantes contornos.
Letizia saludó a Michel con un beso en la mejilla, se excusó por no haberle llamado al hotel de Vézelay -«no encontré nada interesante para ti», dijo- y le tomó del brazo para guiarle hasta el interior del McDonald’s.
– Vaya un sitio para reencontrarnos, ¿eh? -protestó divertida.
Michel dejó su cartera de mano a un lado, pidió un descafeinado largo con leche, y ella un té con limón. Se sentaron el uno frente al otro, junto a una de las enormes vidrieras del establecimiento, y comenzaron a hablar. El único pacto que fijaron fue no hablar de sus vidas sentimentales, y en especial de Marcel. «Te dolería», vaticinó Letizia.
– ¿Y bien? -le preguntó mientras soplaba su taza hirviendo-. ¿Qué te trae por aquí? ¿Ya no te aguanta el cascarrabias de Monnerie a su lado?
– ¡Aún te acuerdas de ese bastardo! -exclamó.
– ¿Y cómo no acordarse? Le veía casi más que a ti. En el CNES era quien me atendía siempre, y el único que tenía la deferencia de acudir a mis conferencias en la Universidad.
– Era el jefe, y disponía mejor de su tiempo que los empleados como yo.
– ¡Bobadas!
– Bueno -susurró Michel tratando de no irritar a aquella belleza. Era evidente que discutir con Letizia le resultaba aún más fácil que hablar-. Hablemos de otras cosas, ¿quieres?
– Claro -aceptó-. ¿Viste al padre Pierre, corno te dije?
– Sí, claro que le vi. Estuvimos hablando del Diablo y poco más -mintió Michel-. Y la verdad es que no pudo aclararme casi nada de lo que le pregunté. Me pareció un personaje de lo más extraño.
– ¿Extraño? ¡Vamos, Michel! ¿Te llegó a enseñar las reliquias de María Magdalena? ¡Eso sí es extraño!
– No hubo tiempo. Tampoco sabía que estaban allí.
– ¿Y por qué crees que se llama a esa basílica Sainte Madeleine? Muchos sostienen que en ese lugar fue enterrada la que fue la primera testigo de la resurrección de Jesús, aunque ese honor se lo estuvieron disputando con la iglesia de Saint-Maximin, en Provenza, durante un par de siglos. Hoy esas reliquias están tras unas rejas, en la cripta, y generalmente es una de las cosas de las que más presume el padre Pierre.
– Así que… ¡vete a saber de quién son esos huesos!
Letizia se mordió la lengua. Si había algo que le irritaba de su ex compañero era el desdén con el que se enfrentaba a cualquier conversación sobre historia.
– Mira -bufó-, no sé qué es lo que estás estudiando para el CNES, o por qué huyes de Monnerie, pero si lo que llevas entre manos es una investigación sobre la Edad Media, tendrás que irte acostumbrando a algo: en aquella época lo importante no era si los hechos que se narraban en un lugar eran históricos o no, lo importante era el símbolo que encerraban.
– Está bien -aceptó el ingeniero-, no discutamos por eso. Pero yo no huyo de Monnerie.
– Lo que tú digas.
Michel se arrellanó en aquella silla de cuero falso antes de cambiar de tema.
– ¿Y qué símbolo, según tú, encierra la leyenda de la Magdalena?
– Aunque te suene extraño, tiene mucho que ver con Egipto.
– ¿Ah sí?
– ¿Te extraña?
– Bueno, parece que, en efecto, existen algunas reminiscencias egipcias en el cristianismo de esa época. Y en especial en Vézelay.
Témoin apuró su descafeinado de un trago, murmurando algo entre dientes que ella no acertó a comprender. Tal vez un nombre propio. Lamentablemente para su relación, nunca habían hablado demasiado de historia -¡ni de tantas cosas!-, quizás porque en ese terreno Michel se sentía inferior. En realidad al ingeniero no le había interesado demasiado hurgar en las desgracias de gente que llevaba muerta más tiempo de lo que tenía intención de contar. Sin embargo, que Letizia aludiera a Egipto, como Bremen -el «guía oficioso» de Vézelay- lo hiciera antes frente al pórtico de Sainte Madelaine, le puso en guardia. Apretó los dientes para no meter la pata y aguardó una explicación.
Letizia le describió con detalle que según una leyenda provenzal muy extendida, al morir Jesús en Palestina, María Jacobé (la madre de Santiago el Menor y san Judas), María Salomé (madre de Santiago el Mayor -el de Compostela- y de san Juan Evangelista), María Magdalena, Marta, Lázaro (el resucitado) y algunos otros, fueron arrastrados hasta la Provenza en una barca desprovista de velas y remos. Atracaron en un puerto llamado antiguamente Ra, cerca de la actual Marsella, y por donde al parecer se había introducido el culto a las vírgenes negras en Francia, que no eran otra cosa que estatuas de Isis con Horus en el regazo importadas desde Alejandría. Tras su desembarco, el lugar cambió de nombre varias veces y hoy se lo conoce como Saintes-Maries-sur-la-Mer.
– Insisto -machacó Témoin-, ¿qué simbolismo extraes de esa leyenda?
– Es fácil deducir que una fuerte corriente religiosa egipcia penetró en Francia hace dos mil años y se mantuvo en la zona durante siglos; después, asimilada por varias herejías como la cátara, la albigense, y hasta por órdenes como los templarios, renació entre los siglos once y trece coincidiendo con el nacimiento del arte gótico. Es muy posible, pues, que la técnica constructiva gótica aplicada a las catedrales arranque de esa misma religión secreta, pues su base matemática es idéntica a la empleada en los templos del Egipto del Imperio Nuevo. Hoy sabemos que los sacerdotes egipcios eran matemáticos de primer orden.
Témoin decidió arriesgarse, y abordó a Letizia por otro lado.
– ¿Y tú sabes si los egipcios construyeron monumentos para imitar constelaciones en el suelo?
– ¡Vaya! Extraña pregunta viniendo de ti -sonrió-. La respuesta es sí, definitivamente sí.
– Por favor -rogó.
– No es algo que resulte extraño a nadie que conozca la antigua religión egipcia. Los Textos de las Pirámides , por ejemplo, esculpidos en las paredes de monumentos de hace 3.400 años en la zona de Sakkara, relatan con detalle que cuando el faraón moría, su alma se elevaba hasta convertirse en una estrella. Los egipcios creían que se dirigía primero al Duat, un lugar del firmamento que hoy identificamos con el cinturón de la constelación de Orion, y que era la puerta al Amenti, al más allá.
– ¿Una puerta?
– En sentido figurado, claro. Los faraones difuntos emprendían a partir de ese lugar un viaje lleno de peligros para demostrar que su alma era pura y que podían aspirar al honor de convertirse en estrella.
– Conozco algo de la leyenda de Toth pesándole el alma antes de decidir si enviarlo a las fauces de un monstruo o al cielo -repuso Témoin.
Los ojos de Letizia se iluminaron.
– ¡Exacto!
– Pero no entiendo qué relación tiene eso con sus monumentos.
– Verás: según una teoría muy reciente, [31] las tres grandes pirámides de la meseta de Giza, vistas desde arriba, presentan la misma orientación y proporciones que las estrellas del Duat de Orión. Es como si hubieran querido imitar sobre el suelo esa puerta al más allá, quizás con la idea de disponer de un recinto iniciático en el que enseñar al faraón lo que debía hacer cuando iniciara su viaje eterno.
– Suena convincente.
– Desde luego. Bajo ese punto de vista, las pirámides serían como máquinas de resurrección. Instrumentos pensados para revivir al faraón, como Isis hizo revivir a Osiris tras reunir todas las partes de su cuerpo, despedazadas por su hermano Set. Allí se entrenaba al faraón para su viaje, y desde allí, a través de unos pequeños canales abiertos en la Gran Pirámide, se «catapultaba» el alma del rey, su ka , hasta las estrellas.
Michel hurgó un momento en su cartera tratando de extraer algo. Finalmente, una carpeta de cartón marrón, con varias imágenes tamaño Din A3 en su interior, surgió de entre el amasijo de papeles y cuadernos que custodiaba.
– ¿Te acuerdas de Les mystères de la Cathedrale de Chartres ?
Letizia dudó.
– ¿Te refieres a uno de los libros que te quedaste en tu casa?
– Lo dejaste -puntualizó de inmediato-. Pero sí, es ése.
– Si te digo la verdad, no lo leí. ¿A qué viene ese interés?
– Es una lástima, porque en él se cuenta que los constructores de las primeras catedrales góticas francesas, en realidad todas las construidas hasta 1250 con la irrupción de la Inquisición, se levantaron imitando en el suelo la constelación de Virgo, la virgen. ¿Te resulta familiar?
– Claro -balbuceó-. Pero ¿a santo de qué te preocupas tú por una cosa así?
– Porque uno de nuestros satélites fotografió extrañas emisiones de microondas procedentes de esos monumentos. Seguimos sin saber por qué, y por eso voy a Chartres, para tratar de averiguarlo. ¿Lo ves? Se puede ver en estas tomas.