Todo fue cuestión de minutos.
Después de finalizado el último barrido del «ojo», con la noche ya cerrada sobre el sur de Francia, el potente Zeus comenzó a vomitar los primeros resultados tangibles de la Operación Charpentier. Este ordenador, con nombre del todopoderoso dios del Olimpo, es capaz de realizar varios millones de operaciones por segundo y le corresponde el honor de ser el único equipo europeo capaz de convertir los impulsos electrónicos enviados por los satélites geoestacionarios en imágenes inteligibles.
Así pues, una tras otra, las tomas obtenidas en la vertical de Dijon, Bayeaux, Évreux, Chartres, Amiens, Reims y París, en este orden, fueron dibujándose lentamente en sus monitores y componiéndose sobre un mapa de píxels de casi medio metro de lado cada uno.
Michel Témoin esperaba.
El ingeniero se acarició el bigote al ver la primera de las fotografías completamente formada; suspiró como si le fuera la vida en ello y aplicó una potente lupa encima de algunos de los accidentes del terreno. No había duda alguna: aquello era Dijon. Y tenía el temido «error».
En efecto, varios píxels de información en la imagen aparecían inexplicablemente en blanco. Sin nada. Como si la tierra se hubiera volatilizado en ese punto.
Témoin se temió lo peor.
Una tras otra, la misma anomalía fue apareciendo sistemáticamente en las siguientes imágenes, en diferentes parámetros de las tomas y con contornos igualmente diversos. El ingeniero no acertaba a explicarse la razón de aquella especie de «agujeros». Era como si un pequeño escuadrón de black holes [12] se hubieran tragado lo que quiera que hubiera en esas coordenadas, que en todos los casos no debían corresponder a franjas de terreno de más de mil metros cuadrados de superficie.
Zeus chirrió.
Sobre cada una de las ciudades fotografiadas habían aparecido, por segunda vez consecutiva, aquellas siete extrañas manchas grisáceas de aspecto inestable.
En realidad, hablar de manchas era definir demasiado el problema. Más bien se trataba de un conjunto de rayas horizontales muy pequeñas y pegadas unas a otras, que tapaban lo que había debajo. Analizado fríamente, era como si algún tipo de «contraemisión» hubiera sido capaz de bloquear la pupila del ojo electrónico del ERS-1, haciéndole desenfocar el suelo y perder aquel preciso fragmento de información geográfica.
La explicación no era demasiado ortodoxa -es cierto- y, además, carecía de sentido desde un punto de vista estrictamente técnico. Lo peor era que Témoin lo sabía.